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Donald E. Westlake

Un Diamante Al Rojo Vivo

Traducción de Bruno Suárez

Título originaclass="underline" The Hot Rock © Donald E. Westlake, 1970 © renovado, Donald E. Westlake, 1998

A Milt Amgott,

que me ayudó a mantenerme apartado

de una vida criminal,

al hacerla superflua.

«El criminal es un hombre fuerte en circunstancias desfavorables, un hombre fuerte enfermo.»

F. W. Nietzsche

PRÓLOGO

LA MEJOR COMEDIA NEGRA

Donald Westlake (Nueva York, 1933) es uno de los autores norteamericanos que más han contribuido a la renovación de la novela negra. Ha explorado todas sus posibilidades, a través de la experimentación, del humor, negro y feroz, de la sátira y del sarcasmo. Destaca en su obra -más de cincuenta novelas- la originalidad de los temas elegidos y la imaginación desbordante. De todos los palos que ha tocado, quizás en el que se siente más cómodo es en el de la comedia negra, que él define como «uno de los géneros más realistas que existen». Uno de sus mejores exponentes es la serie dedicada a John Dortmunder, un ladrón ingenioso y fatalista que aparece por primera vez en Un diamante al rojo vivo (The Hot Rock, 1970).

Dortmunder tiene treinta y siete años y acaba de salir de la cárcel. Un antiguo colega, Kelp, le propone un golpe: robar, por encargo del embajador de un país africano, el Diamante Balabomo, valorado en medio millón de dólares y custodiado con grandes medidas de seguridad. Reúne una banda de tipos asombrosos. El político les pagará 30.000 dólares por barba más dietas. Se embarcan en la aventura, pero la cosa se complica y tendrán que hacer varios intentos a cada cual más delirante: se disfrazan de guardias de seguridad, utilizan un helicóptero, una vieja locomotora, secuestran un avión y obligan al piloto a aterrizar en una superautopista en construcción… El endiablado diamante se resiste y Dortmunder prefiere abandonar y dedicarse a vender enciclopedias. «Cada día, todos nos despertamos con esperanzas y miedos sobre lo que pueda suceder. La diferencia está en que cuando Dortmunder se levanta, sabe que lo que siempre teme sucederá», explicó Westlake en una entrevista publicada en El País (agosto de 1989). Dortmunder es un tipo con el que el escritor podría tomarse una cerveza, al contrario que Parker, personaje que popularizó con el seudónimo de Richard Stark, uno de los muchos que ha utilizado.

Westlake cursó estudios universitarios en Nueva York. Después, sirvió en las Fuerzas Aéreas y fue enviado a Alemania (1954-1956). A su regreso, ejerció varios oficios hasta conseguir un trabajo en una agencia literaria. Empezó a publicar novelas «alimenticias», según él, en 1958, con el seudónimo de Alian Marshall. En 1960, apareció su primera novela negra, Los mercenarios. Dos años después, en The Hunter, inició la serie de Parker, un delincuente que suele trabajar para gente supuestamente honesta. Esta serie, como la del ex policía Mitch Tobin, protagonista de cinco novelas, está escrita en el estilo hard boiled (violencia, acción, escepticismo), que se acuñó, sobre todo, en la revista Black Mask por autores como Dashiell Hammett y Horace McCoy, entre otros.

Con El palomo fugitivo (1965) da un giro radical y se vuelca en lo que él llama comedia negra y Javier Coma define como «humor a medio camino entre Woodehouse y Voltaire» (Diccionari de la novel-la negra nord-americana). En esta línea, surge Dortmunder como parodia de Parker. Dortmunder no es un héroe duro como Parker, es un entrañable desastre y si tiene éxito en sus golpes es más por la ineficacia policial y la corrupción que por méritos propios.

Westlake asegura que en sus libros las cuestiones políticas y sociales son siempre secundarias, que para él lo primero es contar una buena historia. Y lo consigue, sin duda, pero en su narrativa aflora siempre la soledad del individuo ante el poder legal o ilegal, la equiparación de las instituciones policiales con la mafia y el sentido de supervivencia en una sociedad caótica. Westlake dice que sus personajes son «people in the corner», gente marginal, como Dortmunder. Un diamante al rojo vivo fue llevada al cine, en 1972, por Peter Yates, con Robert Redford, en el papel de Dortmunder, y George Segal, en el de Kelp. Otra historia excelente de este ladrón poco afortunado es ¿Por qué yo? (Etiqueta Negra, Júcar, 1986). En este caso, roba sin saberlo el mayor rubí del mundo. Es una caricatura cruel de la policía de Nueva York y, en especial, del FBI.

Tiene otros personajes tan estupendos como, por ejemplo, Art Dodge, de Two Much (1975), traducida en España como Un gemelo singular (Etiqueta Negra, Júcar, 1987). Art se inventa un hermano gemelo cuando conoce a unas riquísimas gemelas. Su objetivo es quedarse con la pasta de ambas. Fernando Trueba hizo la versión cinematográfica con Antonio Banderas como protagonista. Otro tipo fascinante es el escritor frustrado de Adiós Sherezade (Etiqueta Negra, Júcar, 1987) que trabaja como negro de novelas pornográficas y acaba confundiendo la ficción con la realidad, con el consiguiente embrollo. Es una novela sin crimen, pero muy negra. Y hay muchos más, Westlake es imaginación pura. Pero pese a todo su humor negro, a veces delirante, otras truculento y siempre impactante, es pesimista sobre su época. Quizá por eso hace una apasionante defensa del individuo y de su derecho a vivir como quiera.

ROSA MORA

FASE UNO

1

Dortmunder se sonó la nariz y dijo:

– Capitán, usted no sabe cuánto aprecio la atención personal que me ha demostrado.

Ya no sabía qué hacer con el pañuelo de papel, así que lo convirtió en una bolita y lo conservó en el puño.

El capitán Oates le dirigió una breve sonrisa, se puso en pie detrás de su escritorio, dio media vuelta hasta donde estaba Dortmunder y le palmeó el brazo, diciendo:

– Poder ayudar a alguien es una gran satisfacción, la mayor.

El tipo era un funcionario moderno, educado en la universidad, atlético, enérgico, reformista, idealista, sociable. Dortmunder lo odiaba.

El capitán añadió:

– Le acompaño hasta la puerta, Dortmunder.

– No, por favor, capitán -contestó Dortmunder. Sentía el pañuelo, frío y pegajoso, adherido a la palma.

– Para mí será un placer -dijo el capitán-. Verle cruzar esa puerta y saber que nunca más cometerá un delito, que nunca más estará de nuevo entre estas paredes, y saber que una parte de su rehabilitación se debe a mí. No puede imaginar el placer que esto me proporciona.

Dortmunder no sentía placer alguno. Había vendido su celda por trescientos dólares (barato, dado que contaba con agua caliente y un túnel directo hasta la enfermería) y se suponía que le entregarían el dinero en cuanto estuviera fuera. No podía cobrarlo antes porque podían quitárselo en el control final. ¿Pero cómo podrían entregárselo con el capitán pegado a sus talones?

Gastó desesperadamente su último cartucho y dijo:

– Capitán, ha sido en esta oficina donde siempre le he visto a usted, donde he escuchado su…

– Vamos, vamos, Dortmunder -interrumpió el capitán-, podemos hablar de camino a la puerta.

Así fue como se dirigieron hacia la salida, juntos. En el último tramo del amplio patio, Dortmunder vio a Creasey, el encargado de entregarle los trescientos dólares, dirigiéndose hacia ellos, pero se paró de repente. Creasey hizo un discreto gesto que quería decir: «No se ha podido hacer nada».