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– No regateo el dinero -dijo el mayor, aunque era evidente que lo hacía-. Lo único que quiero es que este asunto no se alargue más de lo necesario.

– Denos las cosas de esta lista y le entregaremos su diamante.

– Bien. ¿Lo acompaño hasta la puerta?

Kelp echó una nostálgica mirada a la mesa de billar.

– ¿No le importa? Estoy algo obsesionado con la doce, y ya sólo quedan otras tres bolas.

El mayor parecía sorprendido e irritado, pero dijo:

– Sí, está bien. Adelante.

Kelp sonrió.

– Gracias, mayor. -Cogió el taco, metió la doce y la catorce, necesitó dos golpes para meter la quince y metió la última con triple carambola en las bandas-. Ya está bien -dijo, y guardó el taco.

El mayor lo acompañó. Kelp tuvo que esperar diez minutos bajo la lluvia antes de conseguir un taxi.

11

El Coliseo de Nueva York se levanta entre la Calle 58 Oeste y la 60 Este, frente al Columbus Circle, en la esquina sudoeste del Central Park, en Manhattan. Las esquinas del Coliseo dan al parque, al Maine Monument, a la estatua de Colón y a la galería de arte moderno del museo Huntington Hartford.

Por el lado de la Calle 60, a mitad de camino del largo muro de ladrillos beige, hay una entrada coronada por una gran placa con el número 20, y el 20 de la Calle 60 Oeste es la dirección de la sede del Coliseo. Tras las puertas de cristal de la entrada, un guardia de seguridad, con uniforme azul, se halla de servicio día y noche.

Un miércoles de junio, a eso de las tres y veinte de la mañana, Kelp caminaba en dirección este por la Calle 60 Oeste; llevaba un impermeable color canela y de repente, justo al pasar frente a la entrada del Coliseo, le dio un ataque. Se puso rígido, cayó de costado y empezó a revolcarse en la acera. Gritó varias veces, pero con voz ronca, para que no se le oyera desde lejos. No había nadie a la vista, ni transeúntes ni coches circulando.

El guardia había visto a Kelp a través de las puertas de cristal antes de que le sobreviniera la crisis, y observó cómo Kelp caminaba como si estuviera borracho. En realidad avanzaba tranquilamente hasta que le dio el ataque. El guardia dudó un momento y frunció el entrecejo, preocupado, pero las convulsiones de Kelp parecían ir en aumento, así que por fin abrió la puerta y salió rápidamente para ver qué podía hacer. Se agachó junto a Kelp, puso una mano en su hombro convulso y le preguntó:

– ¿Puedo hacer algo por usted?

– Sí -contestó Kelp. Cesó de revolcarse y apuntó al guardia con un colt Cobra especial del 38-. Puede levantarse muy lentamente y poner las manos donde yo pueda verlas.

El guardia se puso de pie y puso las manos donde Kelp podía verlas. Dortmunder, Greenwood y Chefwick, salieron de un coche y cruzaron la calle. Todos ellos vestían uniformes iguales al que llevaba el guardia.

Kelp se puso de pie, y entre los cuatro arrastraron al guardia dentro del edificio. Lo condujeron hasta un rincón y lo ataron y amordazaron. Kelp se quitó el impermeable; debajo llevaba también un uniforme similar. Fue a ocupar el puesto del guardia junto a la puerta. Mientras tanto, Dortmunder y los otros esperaban no muy lejos, consultando sus relojes.

– Llega tarde -dijo Dortmunder.

– Ya llegará -contestó Greenwood.

En la entrada principal había dos guardias de servicio. Y en ese preciso instante estaban presenciando como un automóvil, que parecía haber surgido desde la nada, se lanzaba directamente contra las puertas.

– ¡No! -gritó uno de los guardias, agitando los brazos. Stan Murch estaba al volante del coche, un sedán Rambler Ambassador de hacía dos años, verde oscuro, que Kelp había robado esa misma mañana. Al automóvil le habían cambiado la matrícula, entre otras modificaciones.

En el último segundo antes del choque, Murch arrancó la anilla de la bomba, empujó la puerta ya abierta y saltó limpiamente. Cayó al suelo dando vueltas y siguió rodando unos segundos más antes de que se oyera el estruendo del choque y la explosión.

La sincronización había sido perfecta. Ningún testigo presencial (allí no había nadie, salvo los dos guardias) pudo advertir si Murch había saltado antes del impacto o si había salido despedido a causa de él. Ni nadie pudo distinguir si las llamas que envolvieron súbitamente el automóvil eran resultado del accidente o fueron provocadas por una pequeña bomba incendiaria con mecha de cinco segundos accionada por Murch justo antes de saltar.

Tampoco pudo darse cuenta nadie de que las manchas y tiznes en las ropas de Murch habían sido cuidadosamente aplicados una hora antes en un pequeño apartamento del Upper West Side.

En todo caso, el choque había sido magnífico. El coche había saltado sobre el bordillo, rebotó dos veces al cruzar la ancha acera y, avanzando a trompicones, arremetió contra las puertas de cristal, en las que quedó estampado, con la mitad dentro y la mitad fuera, y estalló de golpe en una llamarada. En centésimas de segundo, el fuego alcanzó el depósito de gasolina (como habían calculado con seguridad, gracias a las intervenciones que Murch le había practicado al vehículo esa misma tarde) y la explosión pulverizó el cristal ya destrozado por el coche.

A nadie que estuviera en el edificio podría haberle pasado desapercibida la llegada de Murch. Dortmunder y los demás la oyeron. Se sonrieron unos a otros y se pusieron en marcha, dejando a Kelp apostado en la puerta.

El itinerario hacia la sala de la exposición era complicado, a través de varios corredores y dos tramos de escaleras. Pero cuando por fin abrieron una de las pesadas puertas que daban al segundo piso comprobaron que su sincronización había sido perfecta. No había ningún guardia a la vista. Estaban todos en la entrada, junto al incendio. Varios de ellos se apiñaban en torno a Murch, cuya cabeza descansaba en el regazo de un guardia. Evidentemente se hallaba en estado de shock. Temblaba y balbucía:

– No me respondió… El coche no me respondió… -Y movía los brazos vagamente, como si tratara de hacer girar un volante.

Otros guardias, alrededor del coche, comentaban la suerte que había tenido el tipo. Finalmente, cuatro de ellos se fueron a cuatro teléfonos distintos para llamar a hospitales, a comisarías y a los bomberos.

Dentro del edificio, Dortmunder, Chefwick y Greenwood se abrían camino, en silencio y con rapidez, a través de la exposición, rumbo a la muestra de los akinzi. Sólo había unas pocas luces encendidas, y en la semipenumbra algunos de los objetos expuestos parecían amenazadores.

Máscaras de diablos, guerreros con lanza e incluso tapices de extravagantes diseños, todo resultaba mucho más impresionante ahora que en el horario normal de visita, cuando las luces estaban encendidas y había una multitud de gente.

Cuando llegaron a la sala de los akinzi se pusieron a trabajar de inmediato. Lo habían planeado durante toda la semana y sabían lo que tenían que hacer y cómo.

Tenían que forzar cuatro cerraduras, una en el centro de cada lado del cubo de cristal, situadas en la base, en el reborde de acero entre el cristal y el suelo. Una vez que esas cerraduras estuvieran abiertas podrían apartar el cubo de cristal.

Chefwick traía consigo un maletín negro como los que suelen usar los médicos; lo abrió y aparecieron muchas herramientas finas de metal, unas herramientas que los médicos no debían de haber visto nunca. Greenwood y Dortmunder, flanqueándole, vigilaban las puertas de salida, la galería del tercer piso que dominaba la sala, las escaleras y la escalera mecánica del frente del edificio, donde podían ver el resplandor rojo que subía del vestíbulo; mientras vigilaban cuidadosamente todo esto Chefwick se puso a trabajar en las cerraduras.

La primera le llevó tres minutos, pero aprendió el sistema y acabó con las otras tres en menos de cuatro minutos. A pesar de eso, siete minutos era demasiado tiempo. El resplandor rojo perdía intensidad y el ruido de abajo menguaba; los guardias volverían muy pronto a sus puestos. Dortmunder se contuvo para no decirle a Chefwick que se diera prisa. Además, sabía que Chefwick estaba haciéndolo lo mejor que podía.