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Por fin, Chefwick susurró un agudo: «¡Hecho!».

Todavía de rodillas ante la última cerradura forzada, guardó rápidamente las herramientas en el maletín.

Dortmunder y Greenwood fueron hacia los lados opuestos del cubo de cristal. Pesaba unos cien kilos y no había forma de encontrar un buen sitio por donde asirlo. Lo único que podían hacer era apretar las palmas contra sus ángulos e intentar levantarlo. Con gran esfuerzo y sudando, lo hicieron. Cuando lo alzaron unos sesenta centímetros, Chefwick se deslizó por debajo y cogió el diamante.

– ¡Pronto! -dijo Greenwood con voz ronca-. Se me resbala.

– ¡No me dejéis aquí dentro! -Chefwick salió rodando rápidamente.

– Tengo las palmas húmedas -dijo Greenwood; hasta su voz estaba tensa-. Bajadlo, bajadlo.

– ¡No lo sueltes! -gritó Dortmunder-. Por Dios, no lo sueltes.

– Se me va… No puedo…, es…

El cubo resbaló de las manos de Greenwood. Con el impulso se inclinó hacia el otro lado y Dortmunder tampoco pudo sostenerlo. Cayó desde unos cuarenta y cinco centímetros y golpeó el suelo.

No se rompió. Hizo BbrrroooonnnnNNN… GGGGGGGGGGINGINGinginging.

Se oyeron voces procedentes de abajo.

– ¡Vamos! -vociferó Dortmunder.

Chefwick, aturdido, puso el diamante en la mano de Greenwood.

– Aquí. Tómalo. -Y agarró su maletín negro.

Los guardias iban surgiendo al final de las escaleras, todavía lejos.

– ¡Eh, ustedes! -gritó uno de ellos-. Deténganse, quédense donde están.

– ¡Dispersaos! -gritó Dortmunder, corriendo hacia la derecha.

Chefwick corrió hacia la izquierda.

Greenwood corrió hacia adelante.

Entretanto, la ambulancia había llegado. La policía había llegado. Los bomberos habían llegado. Un agente de uniforme trataba de hacerle preguntas a Murch mientras un enfermero de la ambulancia con indumentaria blanca le decía al policía que dejara al paciente tranquilo. Los bomberos estaban apagando el fuego. Alguien había sacado del bolsillo de Murch una cartera llena de tarjetas con el nombre cambiado y un carnet también falso que él, media hora antes, había metido allí. Murch, en apariencia aturdido y consciente a medias, decía:

– No me respondió. Hice girar el volante y no me respondió.

– Algo se estropeó en la dirección, usted se asustó, y en vez de apretar el freno, pisó el acelerador. Pasa muchísimas veces -dijo el policía.

– Deje al paciente tranquilo -dijo el enfermero. Por fin lo pusieron en una camilla, lo metieron en la ambulancia y se alejaron de allí con las sirenas aullando.

Chefwick corría hacia la salida más cercana y al oír el aullido de las sirenas aceleró el paso. Lo que menos deseaba era pasar sus últimos años en la cárcel. Sin trenes. Sin Maude. Sin chocolate. Intentó girarse mientras seguía corriendo, dejó caer el maletín, tropezó con él, y un guardia se le acercó para ayudarlo a ponerse en pie. Era Kelp, que preguntó:

– ¿Qué ha pasado? ¿Ha fallado algo?

– ¿Dónde están los demás?

– No sé. ¿Nos largamos?

Chefwick se puso en pie. Ambos permanecieron atentos. No había ruido de persecución.

– Esperemos uno o dos minutos -decidió Chefwick.

– No hay más remedio -dijo Kelp-. Dortmunder tiene las llaves del coche.

Mientras tanto, Dortmunder había rodeado una cabaña de paja y se había unido a los perseguidores.

– ¡Alto! -gritó, corriendo por entre los guardias.

Más adelante vio como Greenwood se escabullía por una puerta y la cerraba tras de sí.

– ¡Alto! -gritó Dortmunder, y todos los guardias que le rodeaban gritaron-: ¡Alto!

Dortmunder fue el primero en alcanzar la puerta. La abrió de un tirón, la sujetó para que todos los guardias la cruzaran corriendo, luego la cerró tras ellos y se dirigió hasta el ascensor más cercano. Subió hasta el primer piso, caminó a lo largo del corredor y llegó a la entrada, donde Kelp y Chefwick esperaban.

– ¿Dónde está Greenwood? -preguntó.

– Aquí no -respondió Kelp.

Dortmunder miró a su alrededor.

– Es mejor que esperemos en el coche -dijo.

Mientras, Greenwood creía que estaba en el primer piso, pero no era así. El Coliseo, además de sus cuatro pisos, tiene tres entresuelos. El primero está entre el primer y el segundo piso, pero se extiende sólo alrededor del perímetro exterior del edificio y no en el área central de exposiciones. Asimismo, el segundo entresuelo se encuentra entre el segundo y tercer piso.

Greenwood no sabía nada de los entresuelos. Había estado en el segundo piso y había bajado un piso por la escalera. Algunas de las escaleras del Coliseo no pasan por el entresuelo y van derechas del segundo al primer piso, pero otras escaleras incluyen el entresuelo entre sus paradas, y fue justo una de éstas la que inadvertidamente eligió Greenwood.

El primer entresuelo consiste en un corredor que rodea todo el edificio. Alberga todas las oficinas del personal y una cafetería; la agencia de detectives que proporciona los guardias de seguridad también tiene sus oficinas ahí, así como varias naciones. Además, cuenta con salas de archivos, salas de conferencias y otras oficinas para distintos usos. Y ahora Greenwood corría a lo largo de ese corredor con el Diamante Balabomo apretado en la mano y buscando una salida a la calle.

Mientras tanto, en la ambulancia, Murch le pegó un puñetazo en la mandíbula al enfermero. Éste quedó inconsciente y Murch se instaló en la otra camilla. Luego, cuando la ambulancia aminoró la marcha para tomar una curva, Murch abrió la puerta trasera y saltó al pavimento. La ambulancia aumentó su velocidad, con la sirena aullando, y Murch paró un taxi que pasaba.

– Al O. J. Bar and Grill -dijo-. En la avenida Amsterdam.

En el otro coche robado, el de la fuga, Dortmunder, Kelp y Chefwick, preocupados, seguían observando la entrada del número 20 de la Calle 60 Oeste. Dortmunder mantenía el motor en marcha y con el pie golpeaba nerviosamente el embrague.

Las sirenas se acercaban hacia ellos; eran sirenas de la policía.

– No podemos esperar más -dijo Dortmunder.

– ¡Ahí está! -gritó Chefwick, cuando se abrió una puerta y salió un hombre con uniforme de guardia. Pero también salieron otra media docena de hombres con uniforme de guardia.

– No es él -dijo Dortmunder-. Ninguno de ellos es él. -Arrancó el motor y se largó.

Arriba, en el primer entresuelo, Greenwood seguía corriendo como un galgo tras la liebre mecánica. Oía el estrépito de sus perseguidores, cada vez más cerca. Se detuvo. Estaba atrapado y lo sabía.

Miró el diamante que tenía en la mano. Casi redondo, polifacético, intensamente brillante, apenas más pequeño que una pelota de golf.

– ¡Salud! -dijo Greenwood y se tragó el diamante.

12

Rollo les había prestado un pequeño aparato de radio portátil, a pilas, japonés, y gracias a ello pudieron oír el boletín informativo. Escucharon las noticias sobre el audaz atraco, supieron que Murch se había escapado de la ambulancia, se enteraron de la historia del Diamante Balabomo, de que Alan Greenwood había sido arrestado y acusado de complicidad en el robo, y de que la banda se las había arreglado para escapar con la piedra preciosa. A continuación oyeron el parte meteorológico y una locutora les puso al corriente sobre el precio de las costillas de cordero y de cerdo en los supermercados de la ciudad. Después apagaron la radio.

Durante un rato nadie dijo nada. El aire de la habitación del fondo del bar estaba azul por el humo de los cigarros, y los rostros bajo el resplandor de la bombilla eléctrica se veían pálidos y cansados. Al fin, Murch dijo con aire sombrío: