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– ¿Nos organizamos para qué?

– Para sacar a Greenwood de la cárcel.

En el rostro de Dortmunder se dibujó una expresión extraña.

– En este cuarto hay alguien que oye campanas -dijo. Tomó la taza y bebió el café.

– Greenwood está perdido y lo sabe. Su abogado dice lo mismo: no tiene esperanza de salvar el pellejo. Y le darán duro, porque están furiosos por la desaparición del pedrusco. Así que, o les entrega el diamante para que le rebajen la sentencia, o nos lo entrega a nosotros para que le saquemos de la cárcel. Todo lo que tenemos que hacer es sacarlo y el diamante será nuestro. Treinta mil, así de sencillo… -dijo Kelp.

Dortmunder frunció el ceño.

– ¿Dónde está Greenwood?

– En la cárcel.

– Eso ya lo sé. Pregunto en qué cárcel. ¿Las Tumbas?

– No. Hubo un problema y lo llevaron fuera de Manhattan.

– ¿Problema? ¿Qué problema?

– Bueno, nosotros somos los blancos que robamos el diamante de los negros. Unos tipos furiosos de Harlem tomaron el metro que va al centro y armaron un gran alboroto. Querían lincharlo.

– ¿Linchar a Greenwood?

Kelp se encogió de hombros.

– No sé dónde aprenden esas cosas.

– Lo estábamos robando para Iko -dijo Dortmunder-. Él es negro.

– Sí, pero nadie lo sabe.

– Pues basta con mirarlo -dijo Dortmunder.

Kelp sacudió la cabeza.

– Quiero decir que nadie sabe que él está detrás de esto.

– Ah. -Dortmunder se puso a caminar por el cuarto, mordiéndose el nudillo del pulgar derecho. Eso era lo que hacía cuando pensaba-. ¿Entonces dónde está? ¿En qué cárcel?

– ¿Estás hablando de Greenwood?

Dortmunder se detuvo y lo miró.

– No -dijo lentamente-. Del rey Faruk.

Kelp lo miró desconcertado.

– ¿Del rey Faruk? Hace años que no oigo hablar de él. ¿También está metido en el asunto?

Dortmunder suspiró.

– Quiero decir Greenwood…

– Pero qué es esto…

– Puro sarcasmo. No lo repetiré. ¿En qué cárcel está Greenwood?

– Ah, en algún cuchitril de Long Island.

Dortmunder lo observó con suspicacia. Kelp había dicho eso sin pensar, lo había soltado un poco demasiado casualmente.

– ¿En algún cuchitril?

– Una chirona de distrito o algo así -respondió Kelp-. Lo metieron ahí hasta el juicio.

– Lástima que no pueda salir bajo fianza -dijo Dortmunder.

– Tal vez el juez le leyó el pensamiento -respondió Kelp.

– O su expediente -dijo Dortmunder, dando unas cuantas vueltas más por el cuarto, mordiéndose el pulgar y pensando.

– Daremos un segundo golpe, y nada más. ¿Por qué preocuparse tanto?

– No sé -respondió Dortmunder-, pero cuando un trabajo sale mal prefiero abandonarlo. ¿Por qué esperar que salga bien, si antes salió mal?

– ¿No estás tramando alguna cosa? -preguntó Kelp.

– No.

Kelp hizo un ademán señalando el cuarto.

– Y según parece -dijo-, no andas muy bien de dinero. En el peor de los casos volvemos a la paga de Iko otra vez.

– Supongo que sí -dijo Dortmunder. La duda todavía lo incomodaba, pero se encogió de hombros y añadió-: ¿Qué tengo que perder? ¿Tienes coche?

– Naturalmente.

– ¿Y lo sabes conducir?

Kelp se ofendió.

– Sabía conducir el Caddy -respondió indignado-. El maldito quería conducirse solo, ése era el problema.

– Claro -dijo Dortmunder-. Ayúdame a hacer el equipaje.

2

El mayor Iko estaba sentado ante su escritorio revolviendo expedientes. Ahí estaba el de Andrew Philip Kelp, el primero con el que se había puesto en contacto al empezar todo el asunto, y ahí estaba el informe sobre John Archibald Dortmunder, con quien se puso en contacto cuando Kelp lo propuso como cabecilla de la operación. También estaba el expediente de Alan George Greenwood; éste lo había pedido en cuanto oyó su nombre en un informativo de televisión sobre el robo. Y ahí estaba ahora el cuarto expediente agregado a lo que se estaba convirtiendo en un abultado fichero, el Fichero Balabomo, el expediente de Eugene Andrew Prosker, procurador.

Era el abogado de Greenwood. El expediente describía a un abogado de cincuenta y tres años, con despacho propio en un abandonado edificio del centro, cerca de los juzgados, y con una mansión con varias hectáreas arboladas en una zona de Connecticut extremadamente cara y selecta. E. Andrew Prosker, como decía llamarse, tenía las pertenencias típicas de un hombre rico, incluyendo dos caballos de carreras, de los que era el único dueño, en un establo de Long Island y un apartamento en la Calle 63 Este para una amante rubia de quien creía ser el único dueño. Tenía una turbia reputación en el Tribunal de Justicia Penal, y sus clientes se encontraban entre los más desacreditados de la sociedad, pero formalmente no se había presentado ninguna querella contra él y, dentro de ciertos límites específicos, aparentaba ser de confianza. Como dijo un ex cliente sobre Prosker, «yo confiaría en dejar a Andy solo con mi hermana toda una noche, pero sólo si ella no llevara más de quince centavos encima».

Las tres fotos del informe mostraban un hombre panzudo y de abundantes mofletes, con una desvaída sonrisa alegre que implicaba laxitud de cuerpo y espíritu. Los ojos resultaban demasiado opacos a causa de su expresión, en todas las fotos, como para poder verlos con claridad. Era difícil relacionar esa despreocupada sonrisa de colegial con los datos del expediente.

Al mayor le encantaban los informes. Le gustaba tocarlos, barajarlos, releer los documentos, estudiar las fotos. Eso le daba una sensación de solidez, de algo familiar y conocido. Los informes eran como mantas protectoras. Es cierto que no eran funcionales en sentido estricto, puesto que no servían para abrigarle físicamente, pero sí mitigaban con su presencia el miedo a lo desconocido.

El secretario, con la luz reflejándose en sus gafas, abrió la puerta y anunció:

– Dos caballeros quieren verlo, señor. El señor Dortmunder y el señor Kelp.

El mayor guardó los informes en un cajón.

– Hágalos pasar -dijo.

Kelp parecía no haber cambiado cuando entró airosamente en el despacho, pero Dortmunder parecía más flaco y cansado que antes, aunque ya estaba flaco y cansado cuando empezó el trabajo.

– Bueno, aquí lo traigo -dijo Kelp.

– Ya veo -contestó el mayor, poniéndose de pie-. ¡Qué alegría volver a verle, señor Dortmunder! -agregó, preguntándose si le ofrecería la mano.

– Espero que así sea -dijo Dortmunder, sin dar la impresión de que esperara un apretón de manos. Se dejó caer en una silla, puso las manos sobre las rodillas y agregó-: Kelp me ha comentado que tenemos otra posibilidad.

– Mejor de lo que le anticipamos -respondió el mayor. Kelp también había tomado asiento, así que el mayor se volvió a sentar tras el escritorio. Apoyó los codos y dijo-: Francamente, llegué a sospechar que usted se había quedado con el diamante.

– No quiero un diamante -respondió Dortmunder-. Pero tomaría un poco de whisky.

El mayor, sorprendido, dijo:

– Por supuesto. ¿Kelp?

– No me gusta ver a un hombre beber solo -contestó Kelp-. A los dos nos gusta con un poco de hielo.

El mayor inició el gesto de pulsar el timbre para llamar a su secretario, pero la puerta se abrió antes y entró el secretario:

– Señor, un tal Prosker está aquí -anunció.

– Pregúntele qué quiere tomar -dijo el mayor.

El secretario pareció un poco confundido.

– ¿Señor?

– Whisky y hielo para estos dos caballeros y un escocés fuerte para mí, con agua.

– Sí, señor.

– Y haga pasar al señor Prosker.

– Sí, señor.

El secretario se retiró y el mayor oyó un vozarrón: «¡Jack Daniels!». Estuvo a punto de buscar en sus informes cuando se acordó de que ese Jack Daniels era una marca de whisky norteamericano.