5
Esta vez Kelp fue conducido a una sala diferente, pero dijo:
– ¡Eh!, espere un momento.
El hombre de ébano, de dedos largos y delgados, se volvió desde la puerta, con su cara sin expresión.
– ¿Señor?
– ¿Dónde está la mesa de billar?
Siempre sin expresión:
– ¿Señor?
Kelp hizo todos los gestos propios de un hombre que maneja un taco de billar y dijo:
– La mesa de billar. Las troneras del billar. La mesa verde con los agujeros.
– Sí, señor. Está en otro salón.
– Bueno -respondió Kelp-. Ésa es la sala que quiero. Lléveme allí.
El hombre de ébano no parecía entenderlo. Seguía sin ninguna expresión en la cara, allí parado ante la puerta, sin hacer nada.
Kelp se acercó a él e hizo el gesto de salir.
– Vamos -dijo-. Quiero jugar un rato.
– No estoy seguro de…
– Yo estoy seguro -replicó Kelp-. No se preocupe por eso, no hay problema. Lléveme hasta allí, nada más.
– Sí, señor -respondió el hombre de ébano, indeciso. Lo acompañó a la sala de billar, cerró la puerta tras Kelp y se fue.
Después de dar el primer golpe como sin querer, Kelp decidió jugar en serio. Embocó doce bolas sólo con cuatro faltas y cuando estaba colocándose para meter la última bola entró el mayor.
Kelp depositó el taco en la mesa, y dijo:
– Hola, mayor. Traigo otra lista para usted.
– Ya era hora -repuso el mayor. Frunció el entrecejo y miró el billar. Parecía irritado por algo.
Kelp preguntó:
– ¿Qué quiere decir con eso de «ya era hora»? Menos de tres semanas.
– Tardó menos de dos semanas la última vez -replicó el mayor.
Kelp dijo:
– Mayor, no vigilaban el Coliseo como vigilan las cárceles.
– Lo único que sé -contestó el mayor- es que hasta ahora he pagado tres mil doscientos dólares en salarios, sin contar el costo de los materiales y la manutención, y hasta el momento no he obtenido ningún resultado.
– ¿Tanto? -Kelp sacudió la cabeza-. Realmente, el dinero vuela. Bueno, aquí está la lista.
– Gracias.
Con gesto agrio, el mayor estudió la lista mientras Kelp volvía a la mesa y metía la bola uno. Sólo quedaban la nueve y la trece. Erró un intento con la nueve, pero logró una perfecta posición para la trece. Golpeó la trece con tal movimiento de retroceso que prácticamente se metió el taco bajo la camisa. El mayor inquirió:
– ¿Un camión?
– Vamos a necesitar uno -contestó Kelp, mirando a la nueve-. Y no puede ser robado; si no lo conseguiría yo mismo.
– Pero un camión -indicó el mayor- es algo muy caro.
– Sí, señor. Pero puede revenderlo, si las cosas salen bien, cuando acabemos con él.
– Esto tardará un poco -dijo el mayor. Echó un vistazo a la lista-. Las otras cosas no son problema. ¿Van a escalar una pared?
– No hay más remedio -contestó Kelp. Golpeó la bola, que chocó con la nueve, y todo acabó. Kelp sacudió la cabeza y dejó el taco a un lado.
El mayor seguía mirando la lista con el ceño fruncido.
– ¿Ese camión tiene que ser rápido?
– No pretendemos recorrer el mundo con él, no.
– Entonces no tiene por qué ser nuevo. Un camión usado.
– Del que podamos mostrar todos los papeles en orden.
– ¿Y qué tal si alquilo uno?
– Si puede alquilar un camión que no pueda ser identificado si las cosas se ponen mal, adelante, hágalo. Recuerde para qué queremos usarlo.
– Lo recordaré -dijo el mayor. Echó una mirada a la mesa de billar-. Si ha acabado usted de jugar…
– A menos que quiera probar conmigo.
– Lo siento -respondió el mayor con una sonrisa cansada-. No sé jugar.
6
Desde la ventana de su celda Alan Greenwood podía ver el patio asfaltado y la encalada pared exterior de la cárcel de Utopía Park. Más allá de ese muro se extendía la pequeña comunidad de Utopía Park de Long Island, un amplio y aplanado barrio de casas, centros comerciales, colegios, iglesias, restaurantes italianos, restaurantes chinos, tiendas de zapatos ortopédicos; un barrio partido en dos por las inevitables vías del ferrocarril de Long Island. Entre los muros se sentaban, se levantaban y se rascaban quienes eran juzgados peligrosos para el barrio, incluidos el grupo de indumentaria gris que en ese momento arrastraba los pies por el patio y Alan Greenwood, que los miraba pensando cómo se parecían a la gente que espera el metro. Junto a la ventana de la celda, alguien había raspado el cemento de la pared para escribir: «¿Qué sabía el Conejo Blanco?». A Greenwood todavía le quedaba esa inscripción por descifrar.
Utopía Park era una cárcel de distrito, pero la mayoría de sus presos provenían del resto del estado, ya que el distrito disponía de tres cárceles más nuevas y no necesitaba ésta. Allí iba a parar el sobrante de varias prisiones estatales, más varios hombres del norte del estado que habían conseguido un cambio de tribunal para sus procesos, unos cuantos reos procedentes de los suburbios de Nueva York y algunos casos especiales, como Greenwood. Nadie permanecía mucho tiempo allí, de modo que el conjunto carecía del típico núcleo de población reclusa que normalmente se organiza dentro de los muros para conservar las prácticas de la civilización.
Greenwood se pasaba la mayor parte del tiempo ante la ventana, porque no le gustaba su celda ni su compañero de celda. La una y el otro eran grises, sórdidos, mugrientos y viejos. La celda, simplemente, estaba, pero su compañero de celda consumía cantidad de horas en rascarse entre los dedos de los pies y olisquearse después la punta de los dedos de la mano. Greenwood prefería mirar el patio de recreo, el muro y el cielo. Estaba allí desde hacía casi un mes, y su paciencia estaba agotándose.
La puerta sonó. Greenwood se volvió, vio a su compañero en la litera de arriba, olisqueándose la punta de los dedos, y también vio a un guardia plantado ante la puerta. El funcionario parecía el hermano mayor del compañero de celda, pero por lo menos llevaba los zapatos puestos. Y anunció:
– Greenwood. Visita.
– ¡Qué suerte!
Greenwood salió, la puerta volvió a sonar, Greenwood y el guardia caminaron por el corredor metálico, bajaron las escaleras en espiral, también metálicas, siguieron a lo largo de otro corredor de metal y cruzaron dos puertas, que abrió alguien desde afuera y que se cerraron de nuevo tras su paso. A continuación, llegaron a un corredor de plástico pintado de verde y luego a un cuarto pintado de marrón claro donde Eugene Andrew Prosker estaba sentado y sonreía desde el otro lado de la cortina metálica.
Greenwood se sentó frente a él.
– ¿Cómo anda el mundo?
– Gira -le aseguró Prosker-, gira.
– ¿Y cómo anda mi apelación? -Greenwood no había presentado ninguna apelación ante ningún tribunal, pero sí una demanda de rescate a sus compinches.
– Anda bien -contestó Prosker-. No me sorprendería nada que tuviera alguna noticia mañana.
Greenwood sonrió.
– Son buenas noticias -comentó-. Y créame que estoy preparado para las buenas noticias.
– Todo lo que sus amigos esperan de usted -dijo Prosker- es que se encuentre con ellos a mitad de camino. Estoy seguro de que usted querrá hacerlo, ¿no?
– Seguro que sí, y pienso intentarlo.
– Debería intentarlo más de una vez -le sugirió Prosker-. Cualquier cosa que valga la pena intentar, valdrá la pena intentarla tres veces por lo menos.
– Lo recordaré. No le dio a mis amigos ninguno de los otros detalles, me imagino.
– No -respondió Prosker-. Como decidimos, quizá sería mejor esperar a que usted estuviera libre antes de hablar de todo eso.