Выбрать главу

– Todo en orden.

– Bien -susurró Chefwick.

Dortmunder dio una ligera sacudida a la escalera para asegurarse de que se mantendría firme aunque nadie la sujetara en la base, y luego volvió a subir, esta vez con Chefwick siguiéndole de cerca. Dortmunder llevaba el rollo de cuerda al hombro y Chefwick portaba su maletín negro. Chefwick se movía con una agilidad sorprendente para un hombre de su apariencia.

Una vez arriba, Dortmunder desplegó la cuerda y la fijó por un extremo en un gancho de metal. La cuerda tenía nudos y colgaba hasta unos dos metros del suelo. Dortmunder la sujetó a la parte superior de la pared con el gancho y tiró con fuerza para asegurarse de que la trabazón fuera sólida. Y lo era.

Tan pronto como la luz del reflector pasó por segunda vez, Dortmunder subió rápidamente hasta arriba de la escalera y se sentó a horcajadas sobre la pared, un poco a la derecha. Chefwick se apresuró tras él, algo incómodo por su maletín negro, y se sentó también a horcajadas sobre la pared, un poco a la izquierda, frente a Dortmunder. Ambos tendieron las manos hacia abajo, cogieron la escalera por el último travesaño y la izaron hasta apoyarla contra la pared, para luego deslizarse del otro lado. Unos dos metros y medio más abajo había una azotea alquitranada, sobre la lavandería de la cárcel. Apoyaron la escalera en la azotea y Dortmunder pasó gateando. Cogió el maletín negro de manos de Chefwick y se apresuró a bajar a la escalera. Chefwick se arrastró tras él. Pusieron la escalera junto a una pared baja que limitaba el techo y luego se recostaron sobre ella para ocultarse en la sombra de la pared la próxima vez que pasara la luz del reflector.

Afuera, Kelp se había quedado junto al camión. Entrecerrando los ojos podía ver a Dortmunder y a Chefwick. Los divisó vagamente, acurrucados en la escalera, cuando el haz del reflector pasó a lo largo de la pared, pero a la vez siguiente ya habían desaparecido. Inclinó la cabeza, satisfecho, subió al camión y se fue de allí, siempre con las luces apagadas.

Dortmunder y Chefwick, entretanto, usaban la escalera para bajar del techo de la lavandería al suelo. La dejaron a un lado, en el suelo, y corrieron hacia el edificio central de la penitenciaría, que se erigía frente a ellos en la oscuridad. En una ocasión tuvieron que ocultarse detrás de una pared, para dejar que la luz del reflector pasara, pero después corrieron hasta el edificio, encontraron la puerta en donde se suponía que debía estar y Chefwick se sacó del bolsillo las dos herramientas que iba a necesitar para abrirla. Se puso a trabajar mientras Dortmunder vigilaba.

Dortmunder vio que la luz del reflector volvía de nuevo, en su recorrido por la fachada del edificio.

– Date prisa -susurró; oyó un clic, se volvió y vio la puerta abierta.

Se colaron dentro y cerraron la puerta, antes de que la luz del reflector volviera a pasar.

– Cierra -susurró Dortmunder.

– Ahora llevaré mi maletín -susurró Chefwick. Estaba muy tranquilo.

El cuarto donde habían entrado estaba totalmente a oscuras, pero Chefwick conocía tan bien el contenido de su maletín que no necesitaba luz. Se agachó, lo abrió, metió las dos herramientas en sus correspondientes fundas, sacó otras dos, cerró el maletín, se levantó y dijo:

– Muy bien.

Unas cuantas puertas más allá, Greenwood decía:

– Me estoy tranquilizando, no se preocupen. Me estoy tranquilizando.

– No estamos preocupados -respondió uno de los guardias. Habían necesitado un buen rato para aclarar algo de lo sucedido. Después de que Greenwood se calmara repentinamente, los guardias intentaron averiguar qué había pasado, qué había sido todo aquello, pero todo lo que el viejo pudo hacer fue farfullar y señalar a Greenwood, y todo lo que éste quiso hacer fue quedarse quieto con la mirada vaga, sacudir la cabeza y decir: «Realmente, no sé nada más».

Entonces, el viejo dijo la palabra mágica, pies, y Greenwood estalló de nuevo.

Tuvo mucho cuidado en su forma de hacerlo. No hizo ningún derroche físico, se limitó a chillar, aullar y agitarse un poco. Siguió así mientras los guardas lo sujetaban de los brazos, pero cuando oyó que hablaban de aplicarle anestesia en la cabeza, empezó a calmarse y a mostrarse muy razonable. Explicó lo de los pies del viejo de forma muy lúcida, como si pensara que si conocieran la situación estarían de acuerdo con él.

Lo que hicieron fue darle cuerda: justo lo que él quería. Y cuando uno de ellos dijo: «Bueno, amigo, ¿por qué no te buscas otro lugar para dormir?», Greenwood sonrió con verdadero placer. Sabía dónde le llevarían ahora, a una de las celdas de arriba, en un ala del hospital. Allí podría calmarse hasta mañana, para que después lo viera el médico.

Eso fue lo que pensaron.

Greenwood le dirigió un sonriente adiós al viejo, mientras éste se llevaba un calcetín a la nariz, que seguía sangrando, y salió caminando entre los guardias. Les aseguró que iría con ellos tranquilamente, y ellos le aseguraron que eso no les preocupaba.

La primera parte del itinerario fue la misma que cuando fue a ver a Prosker. Caminaron por el corredor metálico, bajaron por la escalera metálica de caracol, recorrieron otro corredor metálico, cruzaron dos puertas que abrió alguien desde afuera y que se cerraron de nuevo tras ellos. Después la ruta cambió: bajaron por un largo corredor marrón, doblaron una esquina y llegaron a un lugar agradable y tranquilo, donde dos hombres, vestidos de negro, con capuchas negras sobre la cabeza y revólveres negros en la mano, salieron de un portal y dijeron:

– Que nadie haga el menor ruido.

Los guardias miraron a los encapuchados y parpadearon de asombro. Uno de ellos dijo:

– Están locos.

– No lo crea -respondió Chefwick. Dio un paso hacia un lado del portal y agregó-: Por aquí, caballeros.

– No disparen -suplicó el segundo guardia-. El ruido los delataría.

– Para eso tenemos silenciadores -contestó Dortmunder-. Es esta cosa que parece una granada de mano, aquí, en el cañón del revólver. ¿Quiere oírlo?

– No -dijo el guarda.

Entraron todos en el cuarto y Greenwood cerró la puerta. Utilizaron los cinturones de los guardas para atarles las manos, y los faldones de las camisas para amordazarlos. El cuarto en el que se encontraban era pequeño y cuadrado, era una oficina con un escritorio metálico. Había un teléfono sobre el escritorio, pero Dortmunder cortó el cable.

Cuando salieron de la oficina, Chefwick cerró cuidadosamente la puerta tras de sí. Dortmunder preguntó a Greenwood:

– ¿Por aquí? -Los tres bajaron a paso ligero por el corredor y cruzaron una pesada puerta metálica que había estado cerrada durante muchos años antes de que Chefwick llegara. Chefwick había dicho en cierta ocasión: «Las cerraduras de las cárceles están pensadas para mantener a la gente dentro, no fuera. La parte externa de esas puertas es mucho más fácil de abrir, es donde están todos los cerrojos, las cadenas y todos los engranajes».

Desandaron el camino que Dortmunder y Chefwick habían hecho para entrar. Encontraron cuatro puertas más en el trayecto; Chefwick las había abierto todas durante el trayecto de entrada y las cerró durante el trayecto de vuelta. Por fin salieron del edificio y esperaron allí, apiñados alrededor del portal, mirando hacia el cubo negro de la lavandería, al otro lado del camino. Dortmunder comprobó su reloj; eran las tres y veinte.

– Cinco minutos -murmuró.

A cuatro calles de allí, Kelp miró su reloj, vio que eran las tres y veinte y salió de la cabina del camión otra vez. Ya se había acostumbrado al hecho de que la luz interior no se encendiera cuando él abría la puerta; él mismo había aflojado la bombilla antes de salir de la ciudad. Cerró la puerta despacio, rodeó el camión y abrió las puertas traseras.