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– Colócalo -le susurró a Murch.

– Bien -susurró Murch, y empezó a empujar fuera del camión una larga tabla. Kelp la agarró por un extremo y la bajó al suelo, con lo que quedó apoyada en el ángulo trasero de la carrocería, como un plano inclinado. Murch empujó fuera otra tabla y Kelp la alineó junto a la otra, dejando un espacio de un metro y medio entre ambas.

Habían elegido la zona más industrial de Utopía Park para esa etapa del plan. Las calles directamente contiguas a la cárcel albergaban casas ruinosas, pero a partir de dos o tres manzanas más el vecindario empezaba a cambiar. Hacia el norte y el este se extendían barrios residenciales, cuyo aspecto mejoraba con la distancia, y hacia el oeste había un barrio pobre que empeoraba progresivamente hasta convertirse en un suburbio miserable que acababa en unos cementerios de coches. Pero al sur estaba el Utopía Park industrial. Manzana tras manzana, allí sólo había edificios bajos de ladrillo donde se fabricaban gafas de sol, se embotellaban bebidas sin alcohol, se cambiaban neumáticos, se imprimían periódicos, se confeccionaban vestidos, se rotulaban letreros, se tapizaba. No había tránsito nocturno ni transeúntes, y el coche de la policía hacía su ronda una vez cada hora. Durante la noche lo único que había por allí, aparte de las fábricas, eran cientos de camiones estacionados frente a ellas. Calle arriba y calle abajo, nada más que camiones: con los parachoques abollados, y sus grandes morros; pesados, oscuros, vacíos y mudos. Camiones.

Kelp había estacionado el suyo entre los demás camiones, para hacerlo pasar desapercibido. Lo había aparcado justo al lado de una boca de riego. Así dispondrían de más espacio por detrás del camión, porque aparte de ese hueco libre, el resto de la manzana estaba abarrotado. Kelp tuvo que dar vueltas por una media docena de calles antes de encontrar este sitio, y le gustó.

Ahora, con esas dos tablas dispuestas en plano inclinado desde el camión hasta el pavimento, Kelp subió a la acera y esperó. Murch había desaparecido otra vez en la oscuridad del camión y un minuto después surgió de dentro del camión la repentina vibración de un motor que se ponía en marcha. Roncó durante breves segundos, luego empezó a ronronear suavemente y por fin asomó fuera del camión el capó de un Mercedes-Benz 250SE descapotable casi nuevo, color verde oscuro. Kelp se había hecho con él esa misma tarde en Park Avenue, cerca de la Calle 60. Como no iban a usarlo mucho tiempo, aún llevaba las credenciales del médico. Kelp había decidido perdonar a los médicos.

Las tablas se curvaron bajo el peso del coche. Murch, tras el volante, recordaba a Gary Cooper maniobrando su Grumman para posarlo en el portaaviones. Moviendo la cabeza como Cooper acostumbraba a hacerlo ante la tripulación, apretó el acelerador y el Mercedes-Benz salió con las luces encendidas.

Murch se había pasado un buen rato inactivo en la parte trasera del camión, leyendo el manual que había encontrado en la guantera, y quería comprobar si era cierto que el coche podía alcanzar una velocidad de doscientos kilómetros por hora. Ahora no podría hacerlo, pero a la vuelta quizá encontrase una buena recta para averiguarlo.

En la cárcel, Dortmunder consultó su reloj otra vez, comprobó que habían pasado cinco minutos y dijo:

– Ahora.

Los tres cruzaron a la carrera el espacio abierto en dirección a la lavandería; la luz del reflector había pasado justo antes de que se pusieran en marcha.

Dortmunder y Chefwick levantaron la escalera y Greenwood subió primero. Cuando llegaron al techo, izaron la escalera tras ellos, se pusieron a cubierto junto a la pared baja y contuvieron la respiración mientras pasaba la luz del reflector. Después se levantaron y llevaron la escalera hasta el muro exterior. Esta vez fue Chefwick quien subió primero. Cargando su maletín negro, llegó hasta arriba y bajó por la cuerda, ayudándose con las dos manos y llevando el maletín negro sujeto con los dientes. Greenwood y Dortmunder lo seguían. Dortmunder se puso a horcajadas sobre la pared y empezó a izar la escalera. La luz del reflector volvía.

Chefwick se dejó caer al suelo en el preciso instante en que Murch llegaba en el descapotable. Chefwick cogió el maletín (los dientes le dolían por el excesivo esfuerzo) y saltó a su asiento. Las luces interiores del coche no habían sido preparadas, así que debían evitar abrir las puertas.

Greenwood ya bajaba por la cuerda y Dortmunder aún estaba izando la escalera. La luz del reflector llegó hasta él, lo bañó en un halo mágico, pasó, paró de súbito y vibró. Dortmunder se esfumó, pero la escalera empezó a caer y se estrelló contra el techo de la lavandería con gran estrépito.

Entretanto, Greenwood había alcanzado el suelo y saltó al asiento delantero del descapotable. Chefwick ya se había instalado en el de atrás. Dortmunder descendía por la cuerda a toda velocidad.

El aullido de una sirena empezó a sonar, cada vez más fuerte.

Dortmunder saltó desde la pared, dejó caer la cuerda, trepó al otro asiento trasero del descapotable y gritó:

– ¡Vamos!

Murch apretó el acelerador.

Comenzaban a sonar sirenas por todos lados. Kelp, de pie junto al camión con una linterna apagada en las manos, empezó a morderse el labio inferior.

Murch había encendido las luces delanteras, porque ahora iba demasiado rápido como para depender de las ocasionales farolas de la calle. Tras ellos, la cárcel estaba empezando a despertar, como si fuera un volcán en erupción. En cualquier momento se pondría a vomitar coches de policía.

Murch tomó una curva sobre dos ruedas. Sabía que tenía por delante una recta durante tres manzanas y pisó el acelerador a fondo.

Todavía existen lecheros que se levantan muy temprano por la mañana para hacer el reparto de la leche. Uno de ellos, inmóvil ante el volante, había detenido su furgoneta blanca en pleno cruce. Miró a la izquierda y vio acercarse unas luces demasiado rápido como para poder reaccionar. Dio un grito y se lanzó en medio de sus botellas de leche, causando un inmenso estropicio.

Murch esquivó la inmóvil furgoneta del lechero, como si fuera un esquiador en un eslalon, y siguió con el acelerador apretado hasta el fondo. Muy pronto iba a tener que frenar, y el velocímetro no había llegado a ciento noventa todavía.

Malo. Ahora tendría que frenar o acelerar aún más. Soltó el acelerador y dio unos golpecitos en el freno. Los frenos de disco accionaron sobre las cuatro ruedas.

Con el ruido de las sirenas, Kelp no oyó el motor, pero sí pudo oír el chirrido de los neumáticos. Miró hacia la esquina y vio cómo el descapotable se deslizaba oblicuamente y brincaba hacia adelante como Jim Brown llegando a la meta.

Kelp encendió la linterna y la agitó como un loco. ¿Acaso Murch no lo veía? El descapotable parecía cada vez más grande.

Murch sabía lo que hacía. Mientras sus acompañantes se agarraban a los asientos y entre sí, avanzó como un rayo, dio unos toques al freno y, en un preciso y exacto instante, rozó con el codo el volante, justo lo suficiente, subió por las tablas y, ya en el interior de la caja del camión, volvió a pisar el freno y detuvo el coche, a cinco centímetros del fondo. Apagó el motor y las luces.

Kelp, mientras tanto, había guardado la linterna y metió de nuevo las tablas en el camión. Cerró de golpe una de las puertas. Unas manos lo ayudaron a subir y luego se cerró la otra puerta.

Durante medio minuto no se oyó ni un solo ruido en la oscuridad de la caja del camión, salvo el jadeo de cinco personas. Después, Greenwood dijo:

– Tenemos que volver. Me olvidé el cepillo de dientes.

Al oír la broma todos rieron, pero con una risa nerviosa. No obstante, eso los ayudó a distender los nervios. Murch encendió de nuevo las luces delanteras del coche, puesto que ya habían comprobado que ninguna luz podría verse desde fuera del camión, y entonces se dieron apretones de manos por el trabajo bien hecho.