Dortmunder hizo otro gesto, que quería decir: «Que se vayan todos al diablo, ya sé que no se puede hacer nada».
Cuando llegaron a la puerta, el capitán se detuvo y le tendió la mano, diciéndole:
– Buena suerte, Dortmunder. ¿Puedo decirle que espero no tener que verle más?
Era un chiste, porque se rió.
Dortmunder cambió el pañuelo a su mano izquierda. Estaba empapado y rezumaba en su palma. Le dio la mano al capitán y dijo:
– Yo también espero no tener que verle más, capitán.
No era un chiste, pero de todos modos se rió.
De repente, la expresión del capitán se hizo un tanto vidriosa:
– Sí -afirmó-, sí.
Dortmunder se volvió y el capitán se miró la palma de la mano.
Una vez abierta la puerta principal, Dortmunder salió. La puerta se cerró. Por fin estaba libre, su cuenta con la sociedad estaba saldada. También había perdido trescientos dólares, ¡maldita sea! Contaba con ese dinero. Todo lo que tenía eran diez pavos y un billete de tren.
Furioso, tiró el pañuelo de papel en la acera.
Basura.
2
Kelp vio salir a Dortmunder a la luz del sol y quedarse parado un minuto, mirando a su alrededor. Kelp conocía esa sensación, ese primer minuto de libertad, al aire libre, al sol libre. Esperó, para no interrumpir a Dortmunder su placer, pero cuando por fin Dortmunder comenzó a caminar por la acera, Kelp puso en marcha el motor y condujo el gran coche negro lentamente calle abajo, tras él.
Era un coche impresionante, un Cadillac con cortinas, pequeñas persianas en el cristal trasero, aire acondicionado; un mecanismo que permitía mantener la velocidad deseada sin tener que pisar el acelerador; otro que por la noche bajaba las luces largas cuando se cruzaba con otro coche; toda clase de inventos para ahorrar trabajo. Kelp se había hecho con él la noche anterior en Nueva York. Había preferido llegar conduciendo, en vez de tomar el tren, por lo que salió en busca de un coche la noche antes, y encontró éste en la Calle 67. Llevaba una placa de identificación de médico. Él, automáticamente, elegía esos coches, porque los médicos suelen dejar las llaves puestas. Una vez más, la clase médica no le había defraudado.
Ahora ya no llevaba la credencial, por supuesto. No en vano el Estado se había pasado cuatro años enseñándole cómo hacer placas de identificación para coches.
Se deslizó, pues, tras Dortmunder, con el largo y negro Cadillac ronroneando, las llantas crujiendo sobre el sucio asfalto. Kelp pensaba cuán agradable sería para Dortmunder ver una cara amiga en cuanto pisara la calle. Estaba a punto de hacer sonar el claxon cuando, de repente, Dortmunder se volvió y vio el silente coche negro con cortinas en las ventanillas laterales que lo seguía; una expresión de pánico se le asomó a la cara y se puso a correr como un loco por la acera, a lo largo del muro gris de la cárcel.
En el panel de mandos había cuatro botones que accionaban las cuatro ventanillas del Cadillac. El único problema era que Kelp nunca recordaba qué botón correspondía a cada ventanilla. Apretó uno de ellos y el cristal de la ventanilla trasera de la derecha se deslizó hacia abajo.
– ¡Dortmunder! -gritó, apretando el acelerador.
El Cadillac pegó un salto hacia adelante. No se veía por los alrededores otra cosa que el coche negro y al hombre corriendo. Se vislumbraba el muro alto y gris de la cárcel y, al otro lado de la calle, las sórdidas casitas permanecían cerradas y mudas, con sus ventanas cegadas por visillos y cortinas.
Kelp iba haciendo eses por la calzada, totalmente distraído por su confusión respecto a los botones de las ventanillas. El cristal de la ventanilla trasera izquierda bajó y Kelp volvió a gritar el nombre de Dortmunder, pero Dortmunder aún no podía oírlo. Sus dedos encontraron otro botón, apretó, y el cristal de la ventanilla trasera derecha subió de nuevo.
El Cadillac alcanzó el bordillo dando tumbos, los neumáticos se cruzaron de través en el espacio poblado de hierbajos entre el bordillo y la acera, y entonces el coche de Kelp se dirigió directamente hacia Dortmunder, quien se volvió y, apoyándose de espaldas contra la pared, levantó los brazos y se puso a gritar como una plañidera en un entierro.
En el último momento, Kelp pisó el freno. Era un freno potente y lo apretó a fondo, y el Cadillac se detuvo en seco, lanzando a Kelp contra el volante.
Dortmunder tendió una mano temblorosa y la apoyó en el tembloroso capó.
Kelp intentó salir del coche, pero con el nerviosismo apretó otro botón, justamente el que bloqueaba de forma automática las cuatro puertas.
– ¡Malditos médicos! -bramó Kelp, apretando todos los botones que veía, y por fin se tiró del coche como un submarinista huyendo de un pulpo.
Dortmunder seguía inmóvil contra la pared, levemente inclinado hacia adelante, apoyándose con una mano en el capó. Estaba gris, y su palidez no era exclusivamente carcelaria.
Kelp se le acercó.
– ¿De qué huyes, Dortmunder? -preguntó-. Soy yo, tu viejo compañero, Kelp.
Levantó la mano. Dortmunder le dio un puñetazo en el ojo.
3
– Todo lo que tenías que hacer era tocar la bocina -dijo Dortmunder. Estaba furioso porque le escocía el nudillo despellejado contra el pómulo de Kelp. Se llevó el nudillo a la boca.
– Iba a hacerlo, pero me armé un lío -contestó Kelp-. Pero ya no hay ningún problema.
Iban camino de Nueva York por la autopista, con el Cadillac a ciento veinte kilómetros por hora. Kelp sostenía el volante con una mano y de vez en cuando echaba un vistazo afuera para ver si seguían en el carril; por lo demás, este coche se conducía solo.
Dortmunder se sentía exhausto. Trescientos dólares tirados a la basura, un susto de muerte, casi atropellado por un maldito loco en un Cadillac y con el nudillo despellejado; todo en el mismo día.
– ¿Por qué diablos has ido a buscarme? -preguntó-. Me dieron un billete para el tren. No hacía falta que nadie me recogiera con su coche.
– Estoy seguro de que necesitas trabajo -respondió Kelp-. A menos que ya tengas algo planeado.
– No tengo nada planeado -aseveró Dortmunder. Ahora que lo pensaba, también esto le ponía de mal humor.
– Bueno, tengo algo muy especial para ti -dijo Kelp, con una sonrisa de oreja a oreja.
Dortmunder decidió parar de quejarse.
– Muy bien. Puedo escucharte. ¿Cuál es la historia?
– ¿Has oído hablar alguna vez de un sitio llamado Talabwo? -preguntó Kelp.
Dortmunder frunció el ceño.
– ¿No es una de esas islas del sur del Pacífico?
– No, es un país. En África.
– Nunca oí hablar de él. He oído hablar del Congo.
– Es cerca de ahí, creo.
– Esos países son todos muy calientes, ¿no es así? Quiero decir, con temperaturas muy altas.
– Sí, pienso que sí -contestó Kelp-. No lo sé; nunca estuve.
– No creo que tenga ganas de ir ahí -dijo Dortmunder-. También hay muchas enfermedades y matan a mucha gente blanca.
– Solamente a las monjas. Pero el trabajo no es allí, es aquí mismo, en nuestra querida y vieja Norteamérica.
– Ah. -Dortmunder se chupó el nudillo, y luego interrogó-: ¿Entonces para qué hablas de ese otro lugar?
– ¿Talabwo?
– Sí, Talabwo. ¿Por qué hablar de él?
– Ya llegaremos a eso -dijo Kelp-. ¿Oíste hablar de Akinzi?
– ¿Es ese médico que escribió un libro sobre sexo? -preguntó Dortmunder-. En la cárcel quise pedirlo en la biblioteca, pero tenían una lista de espera de doce años. Me anoté en ella por si lo devolvían mientras estaba en libertad condicional, pero nunca conseguí el libro. El que lo escribió se murió, ¿no?
– No estoy hablando de eso -dijo Kelp. Delante de él iba un camión, así que tuvo que ocuparse del volante por un minuto. Tomó el otro carril, dejó atrás el camión y retomó su carril. Luego miró a Dortmunder y continuó-: Estoy hablando de un país. Otro país que se llama Akinzi. -Y deletreó la palabra.