– Usted tiene razón, señor Dortmunder -dijo el mayor-. Están haciendo más trabajo del convenido y deberíamos pagar más. Además de los treinta mil dólares por cabeza que convinimos al principio, podremos pagar… -El mayor hizo una pausa, pensó, y luego continuó-: treinta y dos mil. Y un extra de diez mil para que usted lo reparta.
Dortmunder se rió con desprecio:
– ¿Dos mil dólares por asaltar una comisaría? No asalto ni una cabina de teléfono por ese precio.
Kelp miró al mayor con la expresión de quien se siente desilusionado por un viejo amigo o protegido.
– Es una miseria, mayor -dijo-. Si ése es el tipo de oferta que va a hacernos, no hablemos más del asunto.
El mayor frunció el ceño, mirándolo a la cara:
– No sé qué decir -admitió.
– Diga diez mil -sugirió Kelp.
– ¿Por cabeza?
– Eso es. Y la suma semanal subiría a doscientos.
El mayor reflexionó. Pero si aceptaba demasiado rápido les haría sospechar, así que dijo:
– No puedo llegar a tanto. Mi país no puede permitirse ese lujo; con todo esto estamos forzando nuestro presupuesto nacional.
– ¿Cuánto, entonces? -Kelp se lo preguntaba amablemente, ayudándolo, en cierta forma.
El mayor hacía tamborilear los dedos sobre el escritorio. Entornó los ojos, cerró uno, se rascó la cabeza sobre la oreja izquierda. Al fin dijo:
– Cinco mil.
– Y los doscientos por semana.
El mayor asintió.
– Sí.
Kelp miró a Dortmunder.
– ¿Te parece potable?
Dortmunder se mordió un nudillo, y el mayor se preguntó si también estaría hinchando su parte. Pero entonces, Dortmunder dijo:
– Lo pensaré. Si me parece bien, y le parece bien a Chefwick, de acuerdo.
– Y, desde luego -dijo el mayor-, seguirá recibiendo la paga mientras se lo piensa.
– Desde luego -convino Dortmunder.
Todos se levantaron. El mayor le dijo a Greenwood:
– A propósito, ¿puedo felicitarle por su libertad?
– Gracias -respondió Greenwood-. ¿Usted no sabría dónde podría encontrar un apartamento, no demasiado grande, a un precio moderado, en un buen barrio?
– Lo siento, no -contestó el mayor.
– Si se entera de algo… -dijo Greenwood-, hágamelo saber.
– Así lo haré -aseguró el mayor.
2
Murch, visiblemente borracho y con una botella de licor de melocotón casi vacía en la mano, bajó del bordillo de la acera, frente al coche de policía, agitó la otra mano hacia él, y gritó:
– ¡Taacshi!
El coche se detuvo. O lo hacía, o le pasaba por encima. Murch se recostó sobre el guardabarros y anunció ruidosamente:
– Quiero ir a casa. ¡A Brooklyn, taxista, rápido! -Era bastante después de la medianoche y, con excepción de Murch, el barrio residencial de Manhattan Upper West Side estaba bastante tranquilo y pacífico.
El policía que no conducía se apeó del coche y dijo:
– Suba.
Murch se tambaleó. Parpadeando intensamente, añadió:
– No te preocupes del alcoholímetro, tío. Podemos hacer un arreglo privado. La policía no lo sabrá nunca.
– ¿Te parece? -preguntó el policía.
– Ésa es una de las muchas cosas que la policía no sabrá.
– ¿Ah, sí? -El policía abrió la puerta trasera-. Sube, viejo.
– Bien -dijo Murch. Subió al coche dando tumbos y al instante se quedó dormido en el asiento trasero.
Los policías no llevaron a Murch a Brooklyn. Se lo llevaron a la comisaría, donde lo despertaron sin ninguna delicadeza, lo sacaron del asiento trasero del coche, le hicieron subir al trote los peldaños de pizarra entre las lámparas de la entrada (el globo de la izquierda estaba roto) y se lo entregaron a otros agentes en el interior.
– Déjenle dormir la mona en el talego -comentó uno de ellos.
Hubo un breve ritual en la mesa de registros y luego otros agentes se llevaron a Murch por un largo corredor verde y de un empujón lo metieron en el calabozo, que era una gran habitación cuadrada, de metal, llena de vagos y borrachos.
– Esto no funciona -se dijo Murch, y empezó a gritar-: ¡Eh, eh! ¡Oigan! ¡Hijos de puta!
Todos los demás borrachos intentaban dormir la mona, como se suponía que debían hacerlo, pero Murch se puso a armar tal escándalo que los despertó y se cabrearon.
– Cállate, gilipollas -dijo uno de ellos.
– ¿Ah, sí? -respondió Murch, y le dio un puñetazo en la boca. Enseguida se armó una gran trifulca en el talego de los borrachos. La mayoría de ellos erraban los golpes, pero al menos estaban en movimiento.
Se abrieron las puertas de la celda y entraron algunos policías diciendo:
– ¡Basta ya! -Los presos se separaron y consiguieron enterarse de que Murch era la causa del problema.
– No quiero quedarme aquí con esos tipos -anunció Murch.
– Claro que no, hermano -dijeron los policías.
Sacaron a Murch del calabozo de los borrachos sin ninguna gentileza y subieron corriendo los cuatro tramos de escaleras hasta el quinto y último piso de la comisaría, donde estaban las celdas para los presos.
Murch quería ir a la segunda celda de la derecha, porque si lo conseguía se resolvería el problema. Por desgracia, ya había alguien en la segunda celda de la derecha, y Murch terminó en la cuarta celda de la izquierda. Lo empujaron adentro a toda velocidad y cerraron la puerta tras él. Luego se fueron.
Había luz, aunque no mucha, procedente del final del corredor. Murch se sentó en la litera cubierta con una manta y se desabrochó la camisa. En el pecho, pegados con cinta adhesiva, llevaba un bolígrafo y unas hojas de papel. Los despegó del pecho dando un respingo, y luego trazó una gran cantidad de diagramas y de notas mientras trataba de conservarlo todo en su memoria. Después volvió a pegarse el papel al pecho, se acostó en la litera y se durmió.
Por la mañana le echaron la bronca, pero, como no tenía antecedentes y se disculpó, mostrándose muy arrepentido, avergonzado y razonable, no quedó detenido.
Una vez fuera, Murch miró al otro lado de la calle y vio un Chrysler, un modelo de hacía dos años, con credenciales de médico. Se dirigió a él. Kelp estaba al volante, tomando fotos de la fachada de la comisaría. Chefwick estaba en el asiento de atrás, haciendo un detallado cómputo de la gente que entraba y salía, de los vehículos que entraban y salían por la entrada de coches junto al edificio, y cosas así.
Murch subió al Chrysler y se sentó junto a Kelp, que dijo:
– Hola.
– Hola -respondió Murch-. Muchachos, no os hagáis alcohólicos. Los policías les tienen tirria a los borrachos.
Poco después, una vez a punto, Kelp y Chefwick acompañaron a Murch al lugar donde había dejado aparcado su Mustang.
– Alguien te robó las tuercas de las ruedas -dijo Kelp.
– Se las quito yo mismo cuando vengo a Manhattan -respondió Murch-. Manhattan está lleno de ladrones. -Se desabrochó la camisa, sacó los papeles y se los dio a Kelp. Luego subió a su coche y se fue a casa. Tomó la Calle 125 y luego el puente Tri-Borough, rodeando el Gran Central Parkway hasta Van Wyck Expressway, y siguió por la carretera de circunvalación hasta su casa. Era un día tórrido, soleado y húmedo, así que cuando llegó a su casa se dio una ducha. Después subió a su cuarto, se metió en la cama en ropa interior y leyó lo que Cahill decía sobre el Chevy Camaro.
3
Esta vez el hombre de ébano, de dedos largos y delgados, condujo a Kelp directamente a la sala de billar, sin rodeos ni paradas adicionales. Inclinó un poco la cabeza en dirección a Kelp y se fue, cerrando la puerta tras de sí.
Afuera la noche era tórrida, con una humedad de cerca del cien por cien. Kelp vestía pantalones de tela fina y camisa blanca de manga corta; el aire acondicionado de la sala le daba escalofríos. Se secó el sudor de la frente, levantó los brazos para que se le airearan las axilas, caminó hacia la mesa de billar y extrajo las bolas.