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– Límpiate la nariz con él -sugirió Kelp. Salió de la cocina con dos vasos de whisky con hielo-. ¿Por qué vendes enciclopedias?

Dortmunder señaló con la cabeza hacia el delgado portafolios, cerca de la puerta.

– No se puede vender nada sin mostrar unas cuantas hojas de papel brillante.

Kelp le tendió el vaso y volvió a sentarse en el sillón.

– Yo tengo más suerte: hago casi todo mi trabajo en bares.

– ¿En qué andas metido?

– Greenwood y yo hacemos el timo del tocomocho, el del billete premiado. Por la zona de Pennsylvania Station. Hoy nos hemos repartido casi trescientos entre los dos.

Dortmunder lo miró incrédulo.

– ¿Todavía hay quien se trague el anzuelo con el cuento del billete premiado?

– Se tragan el anzuelo con caña y todo. Es infalible. La cosa está entre el imbécil que elegimos, Greenwood y yo. No hay nada que arriesgar. O le saca la pasta Greenwood o se la saco yo.

– Ya lo sé. Conozco bien la jugarreta. Una o dos veces la intenté, pero no tengo cara para eso. Se necesitan tíos descarados como Greenwood y tú. -Bebió un trago de whisky, recostado en el sofá, con los ojos cerrados y respirando por la boca.

– ¡Coño! -dijo Kelp-, ¿por qué no te tomas las cosas con calma? Puedes pasarlo bien con los doscientos de Iko.

– Quiero ahorrar una buena cantidad -respondió Dortmunder, manteniendo los ojos cerrados-. No me gusta vivir en un agujero como éste.

– Reunirás un montón, a razón de setenta por día.

– Ayer fueron sesenta -repuso Dortmunder. Abrió los ojos-. Hasta ahora hemos vivido a costa de Iko. Cuatro semanas, desde que Greenwood salió de la cárcel. ¿Cuánto tiempo crees que seguirá manteniéndonos?

– Hasta que consiga el helicóptero.

– Si lo consigue… No parecía muy contento cuando me pagó la semana pasada. -Dortmunder bebió un trago de whisky-. Y te diré algo más: no creo que el golpe que vamos a dar resulte. Por eso mantengo los ojos abiertos, por si sale algo diferente. He hecho correr la voz de que estoy disponible. Si aparece algo, ese maldito diamante puede irse a la mierda.

– Pienso lo mismo -dijo Kelp-. Por eso Greenwood y yo andamos juntando billetes por la Quinta Avenida. Pero creo que Iko seguirá con el asunto hasta el final.

– Yo no lo creo.

Kelp sonrió.

– ¿Quieres hacer una apuesta?

Dortmunder lo miró.

– ¿Por qué no llamas a Greenwood y así apuesto contra vosotros dos?

Kelp lo miró con inocencia.

– Vamos, bromeaba nada más… No te pongas de mal humor.

Dortmunder apuró su vaso.

– Ya lo sé -dijo-. ¿Me preparas otro?

– Claro. -Kelp se acercó y cogió el vaso de Dortmunder. Sonó el teléfono-. Seguro que es Iko -comentó Kelp muy sonriente, y fue hacia la cocina.

Dortmunder se puso al teléfono y la voz de Iko dijo:

– Lo tengo.

– ¡No me diga!… -exclamó Dortmunder.

5

El Lincoln color lavanda, con la credencial de médico, asomó el morro por entre los largos y chatos depósitos de las dársenas de Newark. La puesta de sol proyectaba alargadas sombras sobre las calles desiertas. Era un martes, quince de agosto; el sol había salido a las cinco y once de la mañana y se pondría a las siete menos dos minutos de la tarde. En ese momento eran las seis y media.

Murch, que iba conduciendo, se encontró con que el sol le daba en los ojos, reflejado en el espejo retrovisor. Cambió el espejo a la posición nocturna, y la imagen del sol se redujo a una pelota amarillenta dentro de una neblina olivácea. Irritado, dijo:

– ¿Dónde coño está ese lugar?

– No mucho más lejos -dijo Kelp, sentado al lado de Murch.

Tenía en las manos una hoja mecanografiada con las instrucciones. Los otros tres iban atrás, Dortmunder a la derecha, Chefwick en medio y Greenwood a la izquierda. Todos vestían de nuevo uniformes de guardias de seguridad, parecidos a los de la policía, los mismos que habían utilizado en el Coliseo. Murch, que no llevaba uniforme, llevaba chaqueta y gorra de conductor de autobuses Greyhound. Afuera hacía bastante calor, el calor de agosto, pero en el interior del coche, el aire acondicionado permitía aguantar con chaqueta y gorra.

– Gira por allí -indicó Kelp, señalando al frente.

Murch sacudió la cabeza, disgustado:

– ¿Hacia qué lado? -preguntó con estudiada paciencia.

– A la izquierda -aclaró Kelp-. ¿No lo dije?

– Gracias -dijo Murch-. No lo dijiste.

Murch giró a la izquierda, por un estrecho callejón asfaltado entre dos almacenes de ladrillos. Allí había poca luz, pero al fondo, el sol lucía naranja sobre una pila de tablones de madera. Murch condujo el Lincoln rodeando los tablones y desembocó en una amplia explanada, cercada por la parte trasera de los almacenes. La amplia calle asfaltada corría a lo largo de los almacenes como un marco alrededor de un cuadro, pero el cuadro en sí no era más que un gran solar cubierto de hierba y de basura. En el centro de ese espacio vacío había un helicóptero.

– Impresionante -dijo Kelp, en tono sombrío.

El helicóptero parecía colosal, solo ahí en medio. Pintado con el marrón oscuro del ejército, la parte delantera era de cristal, con pequeñas ventanas laterales, y las aspas sobresalían como tendederos de ropa.

Murch condujo el Lincoln traqueteando por el abrupto terreno y se detuvo junto al helicóptero. De cerca no parecía tan gigantesco. Vieron que era apenas más alto que un hombre y no mucho más largo que el Lincoln. Cuadrados y rectángulos de esparadrapo cubrían la carrocería por todos lados, aparentemente para ocultar símbolos o números de identificación.

Salieron del fresco ambiente del Lincoln para entrar en un mundo de calor; Murch se frotaba las manos mientras sonreía al aparato que tenía enfrente:

– Bueno, éste es el cacharro que nos llevará.

Dortmunder, súbitamente desconfiado, interrogó:

– Has pilotado uno de estos aparatos antes, ¿no?

– Ya te lo dije -contestó Murch-. Puedo pilotar cualquier cosa.

– Sí -convino Dortmunder-. Eso es lo que me dijiste, de eso me acuerdo.

– Sí -dijo Murch y siguió sonriendo al helicóptero.

– Puedes pilotar cualquier cosa -continuó Dortmunder-, pero la pregunta es si alguna vez en tu vida pilotaste uno de éstos.

– No le contestes. -Kelp se dirigió a Murch-: Prefiero no saber la respuesta, y él tampoco. Vamos, hay que cargarlo.

– Sí, vamos -dijo Murch, mientras Dortmunder meneaba lentamente la cabeza. Murch dio la vuelta, abrió el maletero del Lincoln y empezaron a llevar cosas desde el maletero hasta el helicóptero. Chefwick llevaba su portafolios negro. Greenwood y Dortmunder transportaban las metralletas y, entre los dos y por las asas, un cajón metálico verde lleno de explosivos y granadas de gases lacrimógenos, más herramientas variadas. Kelp llevaba una caja de cartón llena de esposas y tiras de tela blanca. Murch revisó el Lincoln para asegurarse de que estuviera bien cerrado, luego los siguió llevando la emisora portátil, una pesada caja negra del tamaño aproximado de una caja de cerveza, erizada de mandos, diales y antenas retráctiles.

El interior del helicóptero era parecido al de un coche, con dos asientos acolchados orientados hacia adelante y un largo asiento trasero de lado a lado. Detrás de ese asiento había un espacio de carga, donde colocaron todo el material; después se colocaron ellos: Murch a los mandos, Dortmunder a su lado, y los otros tres atrás. Cerraron la portezuela. Dortmunder observaba a Murch, que a su vez observaba los controles. Después de un minuto, Dortmunder dijo, disgustado:

– En tu vida habías visto uno de éstos.

Murch se volvió hacia él.

– ¿Estás de broma? He leído en Mecánica Popular cómo construir uno y piensas que no puedo pilotarlo…