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Por encima del hombro, Dortmunder miró a Kelp.

– Ahora podría estar vendiendo enciclopedias -comentó.

Murch, sintiéndose insultado, le dijo a Dortmunder:

– Vamos, mira aquí. Le doy a este interruptor, ¿ves? Y a este mando. Y hago esto.

Con un ronquido, el motor arrancó. Dortmunder levantó la mirada y a través del cristal pudo ver que las aspas giraban cada vez más rápido, hasta convertirse en un borrón.

Murch dio una palmada a Dortmunder en la rodilla. Seguía explicándole cosas mientras maniobraba con los mandos, aunque Dortmunder ya no podía oírlo. Pero Dortmunder seguía mirándole, porque cualquier cosa era mejor que contemplar ese ruidoso borrón que tenía sobre la cabeza.

De repente, Murch sonrió, se recostó en el asiento y señaló con la cabeza hacia afuera. Dortmunder miró: el suelo ya no estaba allí. Se inclinó hacia adelante y vio, a través del cristal curvado, que el suelo estaba allá, muy abajo, naranja-amarillo-verde-negro, irregularmente recortado por las sombras alargadas del sol poniente.

– Ah, sí -dijo Dortmunder en voz muy baja, aunque nadie podía oírlo-. Qué bien.

Murch anduvo manipulando un par de minutos, acostumbrándose a los mandos, obligando al helicóptero a hacer algunas cosas extrañas; pero después el aparato se estabilizó y empezó a dirigirse al noroeste.

Dortmunder nunca se había percatado de cuánto tránsito había en el cielo. El aeropuerto de Newark quedaba a poca distancia, detrás de ellos, y el cielo estaba tan lleno de aviones dando vueltas como el parking de un centro comercial los sábados, con la gente dando vueltas buscando sitio para aparcar. El helicóptero volaba sobre los aviones, rumbo a Nueva York y a buena velocidad. Pasaron sobre la bahía de Upper, y entonces Murch comprendió cómo gobernar el aparato y, girando un poco a la izquierda, siguió el Hudson hacia el norte. A su derecha, Manhattan parecía una formación de estalagmitas con caries, y a su izquierda, New Jersey parecía un montón de basura por recoger.

Después de los primeros minutos, a Dortmunder le gustó la cosa. No parecía que Murch estuviera haciendo nada erróneo; aparte del ruido, era bello, en cierto modo, eso de estar suspendido en el cielo. Los colegas de atrás se daban codazos y señalaban cosas como el Empire State Building. En un momento dado, Dortmunder se volvió y sonrió a Kelp, y éste, encogiéndose de hombros, le devolvió la sonrisa.

El reactor que habían planeado utilizar como tapadera sobrevolaba, rugiendo, la comisaría a las siete treinta y dos de la tarde, todos los días. Esta noche no lo oirían, incapaces de oír nada que no fuera a sí mismos; tendrían que verlo o correr el riesgo de que no estuviera allí. Dortmunder no se había imaginado que el ruido sería un problema; eso le preocupaba y echaba a perder el placer del paseo.

Murch le palmeó la rodilla y señaló a la derecha. Dortmunder miró: sobre ellos volaba otro helicóptero, con las siglas de una emisora de radio en un lateral. El piloto saludó y Dortmunder le devolvió el saludo. El copiloto estaba demasiado ocupado como para saludar. Hablaba por un micrófono y miraba hacia abajo, hacia el West Side Highway, donde había un gran atasco.

A lo lejos, a la izquierda, el sol se iba hundiendo lentamente en Pennsylvania, y el cielo se volvía rosa, malva, púrpura. Manhattan estaba ya en penumbra.

Dortmunder consultó su reloj. Las siete y veinte. Iban bien.

El plan era dar una vuelta sobre la comisaría y llegar a ella por detrás, de manera que los policías que estuvieran afuera, en la entrada, no podrían tener la fugaz visión de un helicóptero aterrizando en su azotea. Murch se mantuvo sobre el curso del Hudson hacia el norte hasta que Harlem apareció apiñado a la derecha, y luego describió una amplia curva. Tenían la sensación de ser niños volando en uno de esos aparatos de Coney Island, sólo que más alto.

Murch había calculado ya el ajuste de la altitud. Aminoró la velocidad al sobrevolar el Upper West Side y, para encontrar la calle que andaban buscando, se orientó por los lugares conocidos, como el Central Park y el cruce de Broadway con la West End Avenue. Después, siempre enfrente de ellos, apareció el rectángulo de la azotea de la comisaría.

Kelp se inclinó hacia adelante y palmeó el hombro de Dortmunder. Cuando éste lo miró, señaló el cielo a su derecha. Dortmunder miró hacia allí y vio aparecer el reactor que venía del oeste, describiendo un amplio arco, brillante y ruidoso. Mostró una amplia sonrisa y asintió con la cabeza.

Murch posó el helicóptero sobre la azotea tan suavemente como si hubiera posado un vaso de cerveza sobre la barra de un bar. Paró el motor y en el repentino silencio pudieron oír el paso del reactor deslizándose por el cielo, por encima de ellos, rumbo a La Guardia.

– Última parada -dijo Murch, mientras el ruido del reactor se desvanecía hacia el este.

Dortmunder abrió la puerta y saltaron fuera. Chefwick corrió hacia la puerta de una pequeña construcción en forma de cabina que sobresalía del techo, mientras los demás descargaban el helicóptero. Kelp cogió un par de tenazas para cortar cable, se dirigió a la esquina izquierda de la azotea, se estiró sobre el suelo, rebuscó por arriba y abajo, y cortó los hilos telefónicos. Murch dejó la emisora portátil en el suelo, la puso en funcionamiento, se colocó los auriculares y comenzó a mover los diales. Instantáneamente, el sistema de telecomunicaciones del edificio quedó bloqueado.

Mientras tanto, Chefwick había conseguido abrir la puerta. Dortmunder y Greenwood se llenaron los bolsillos de explosivos y granadas de gases lacrimógenos, y siguieron a Chefwick escaleras abajo, hacia la puerta de metal sin mirilla. Chefwick estudió la puerta unos segundos y dijo:

– Ésta voy a tener que volarla. Volved hacia atrás.

Kelp bajaba acarreando la caja de cartón con las esposas y tiras de tela blanca. Dortmunder se encontró con él a mitad de camino y le dijo:

– Vuelve a la azotea. Chefwick tiene que volar la puerta.

– Bueno.

Los tres regresaron a la azotea. Murch había dejado la emisora y estaba sentado en el suelo, cerca de la esquina frontal, con varios cartuchos explosivos a su lado. Alzó la mirada hacia ellos y les hizo señas. Dortmunder le mostró dos dedos para indicarle que tenía que esperar dos minutos, y Murch asintió.

Chefwick subió.

– ¿Cómo va? -le preguntó Dortmunder.

– Tres -dijo Chefwick distraídamente-. Dos. Uno.

¡Bummm! Se oyó un ruido.

Un humo grisáceo ascendía perezosamente desde la caja de la escalera y salía por la puerta.

Dortmunder bajó corriendo a través del humo y encontró al pie de la escalera la puerta derribada; cruzó rápidamente el umbral y entró en un pequeño vestíbulo cuadrado. Justo enfrente, unas pesadas puertas con barras bloqueaban el final del vestíbulo, donde empezaba la escalera. Un policía con la mirada atónita estaba sentado allí, en un alto taburete, al lado de las puertas, junto a un atril con papeles. Era un agente delgado, de cierta edad, canoso, y de reflejos un poco lentos. Además no iba armado. Dortmunder sabía, por Greenwood y por Murch, que ninguno de los agentes de servicio iba armado.

– Agárralo -dijo Dortmunder por encima del hombro, y se lanzó en la otra dirección, donde un corpulento agente con un emparedado de jamón y queso en las manos trataba de cerrar otra puerta. Sin contemplaciones, le apuntó con la metralleta y le gritó-: ¡Quieto!

El policía miró a Dortmunder. Se detuvo y levantó las manos. Una rebanada de pan se le quedó sobre los nudillos, suspendida como la oreja gacha de un perro.

Mientras tanto, Greenwood había convencido al policía de más edad para que fuese pensando en su jubilación. El policía estaba de pie junto al taburete con las manos en alto, mientras Greenwood lanzaba tres explosivos y dos granadas de gases lacrimógenos directamente sobre las barras y escaleras abajo, donde armaron un verdadero estropicio. La idea era que a nadie se le ocurriera subir.