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Arriba había otro oficial de servicio. Estaba entre la segunda puerta y una tercera, sentado frente a un escritorio de madera destartalado y leyendo un ejemplar de Murallas. Cuando Dortmunder y Greenwood aparecieron encañonando a los otros dos policías, el tercero los miró perplejo, dejó la revista, se puso en pie, levantó las manos sobre la cabeza y preguntó:

– ¿Están seguros de que éste es el sitio que buscan?

– Abra -ordenó Dortmunder, haciendo un gesto hacia la última puerta. Más allá, a ambos lados del pasillo donde estaban las celdas, se podían ver múltiples brazos haciendo gestos por entre los barrotes. Nadie sabía qué estaba ocurriendo, pero todos querían participar.

– Hermano -dijo el policía número tres a Dortmunder-, el caso más relevante que tenemos aquí es el de un marinero letón que golpeó a un barman con un casco de botella de Johnny Walker Etiqueta Roja. Siete puntos. ¿Estáis seguros de que queréis a uno de esos?

– Cállate y abre -dijo Dortmunder.

El guardia se encogió de hombros.

– Como tú digas -contestó.

Mientras tanto, en la azotea, Murch había empezado a lanzar explosivos a la calle. Quería hacer ruido y sembrar la confusión sin matar a nadie, lo que resultó sencillo el primer par de veces, pero se volvió cada vez más difícil cuando la calle se llenó de policías que corrían por todos lados, tratando de imaginarse quién atacaba a quién y desde dónde.

En la oficina del comisario, en el segundo piso, la tranquila tarde se había transformado en un manicomio. El comisario ya se había ido a su casa, por supuesto; a los reclusos ya les habían servido la cena, el vigilante de guardia ya había sido enviado a su destino y el subcomisario de turno se había quedado abajo descansando, durante este tranquilo y aburrido momento del día. Estaba echando un vistazo a algunos informes de los detectives, en realidad para distraerse con las partes más morbosas, cuando empezó a entrar gente corriendo en su oficina.

El primero de los que entraron, de hecho, no corría; caminaba. Era el agente encargado de los teléfonos y dijo:

– Señor, los teléfonos no funcionan.

– ¿Qué? Llamemos a la compañía para que lo arregle ya -repuso el subcomisario. Le gustaba la palabra ya, le hacía sentirse como Sean Connery. Tendió la mano hacia el teléfono para llamar a la compañía telefónica, pero cuando llevó el auricular a la oreja comprobó que no daba la señal de llamada.

Se dio cuenta de que el vigilante estaba mirándolo.

– ¡Ah! -dijo-. Ah, sí. -Y volvió a colgar el auricular.

Salió del apuro cuando el agente encargado de la radio llegó corriendo; parecía desconcertado.

– ¡Señor, alguien ha interferido nuestra emisora! -balbuceó.

– ¿Qué? -El subcomisario había oído las palabras, pero sin entenderlas.

– No podemos emitir -dijo el agente-, ni recibir. Alguien ha instalado una emisora para interferimos, se lo digo yo; solía pasarnos en el Pacífico Sur.

– Algo se habrá estropeado -respondió el subcomisario-. Nada más. -Estaba preocupado, pero maldita sea si lo iba a exteriorizar-. Algo que se acaba de romper, nada más.

Entonces, en alguna parte del edificio, hubo una explosión.

El subcomisario pegó un brinco.

– ¡Dios mío! ¿Qué ha sido eso?

– Una explosión, señor -dijo el agente encargado de los teléfonos.

Hubo otra explosión.

– Dos explosiones, señor -dijo el agente encargado de la radio.

Hubo una tercera explosión.

Otro agente entró corriendo y gritando:

– ¡Bombas! ¡En la calle!

El subcomisario dio un paso rápido a la derecha y luego un rápido paso a la izquierda.

– ¡La revolución! -balbuceó-. Es una revolución. Siempre empiezan por las comisarías.

Otro vigilante entró corriendo y gritando:

– ¡Gases lacrimógenos en la caja de la escalera, señor! ¡Y alguien ha volado la escalera entre el cuarto y el quinto piso!

– ¡Movilización! -chilló el subcomisario-. ¡Llamen al gobernador! ¡Llamen al alcalde! -Se colgó del teléfono-. ¡Hola, hola! ¡Emergencia!

Otro vigilante entró corriendo y gritando:

– ¡Señor, hay un incendio en la calle!

– ¿Un qué? ¿Un qué?

– Una bomba ha estallado en un coche que estaba aparcado. Se está quemando.

– ¿Bombas? ¿Bombas? -El subcomisario miró el teléfono que seguía teniendo en la mano, luego lo apartó como si le hubieran crecido dientes-. ¡Preparen las armas antidisturbios! -gritó-. ¡Evacuen a todo el personal al primer piso! ¡Quiero un voluntario para llevar un mensaje; tendrá que cruzar las líneas enemigas!

– ¿Un mensaje, señor? ¿Para quién?

– Para la compañía telefónica, ¿a quién si no? ¡Tengo que hablar con el comisario!

Arriba, en el piso donde estaban las celdas, Kelp esposaba a los policías y los amordazaba con las tiras de tela blanca. Chefwick había cogido las llaves de las celdas del escritorio y abría la segunda celda a la derecha. Dortmunder y Greenwood estaban alertas, con las metralletas listas, mientras el clamor de las otras celdas iba en aumento hasta llegar casi al pandemónium.

Dentro de la celda que Chefwick estaba abriendo, con los ojos clavados en ellos con el deleite atónito y total de alguien cuyo deseo más remoto y anhelante se ha convertido en realidad, había un viejo pequeño, nervudo, barbado y sucio, con un impermeable negro, pantalones marrones y zapatillas grises. Su pelo era largo, áspero y canoso, al igual que la barba.

Chefwick abrió la puerta de la celda. El viejo preguntó:

– ¿A mí? ¿A mí, amigos?

Greenwood entró con su metralleta en la mano izquierda y se dirigió en línea recta hacia la pared del fondo, pasando rápidamente junto al viejo, que permaneció parpadeando y señalándose a sí mismo.

Las paredes laterales de la celda eran de metal y la del frente, de rejas, pero la del fondo, por ser la pared exterior del edificio, era de piedra. Greenwood se detuvo, se puso de puntillas, se estiró casi hasta tocar el techo y extrajo una piedra pequeña que no parecía diferenciarse de cualquier otra parte de la pared. Luego siguió buscando en el hueco donde había estado la piedra.

Kelp y Dortmunder, mientras tanto, habían llevado a empujones a los tres guardias hasta el pasillo donde estaban las celdas y esperaban a que saliera Greenwood para meterlos en la que él se encontraba.

Greenwood, con los dedos en el agujero, miró a Dortmunder dirigiéndole una sonrisa helada.

Dortmunder se acercó al umbral de la celda.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– No entien… -Los dedos de Greenwood hurgaban en el hueco como arañas. Se oía vagamente el estallido de los explosivos.

– ¿No está? -preguntó Dortmunder.

El viejo preguntó, mirando de una cara a la otra:

– ¿Yo, amigos?

Con repentina sospecha, Greenwood lo miró.

– ¿Usted? ¿Usted lo sacó de aquí?

– ¿Yo? ¿Yo?

– No, no, él no lo cogió -repuso Dortmunder-. Míralo. No ha podido alcanzar ahí, por una sencilla razón…

Greenwood empezaba a ponerse furioso.

– ¿Quién fue entonces? ¿Quién si no?

– El pedrusco estuvo ahí casi dos meses -dijo Dortmunder. Se volvió hacia Kelp y le ordenó-: Quítale la mordaza a uno.

Kelp lo hizo, y Dortmunder preguntó:

– ¿Cuándo encerraron a este pájaro?

– A las tres de esta mañana.

– Juro que lo puse ahí -aseveró Greenwood a Dortmunder.

– Te creo -respondió Dortmunder con voz cansada-. Alguien lo encontró, eso es todo. Será mejor que nos vayamos de aquí. -Salió de la celda, seguido del apesadumbrado Greenwood, con el ceño fruncido.

El viejo preguntó:

– ¿Y qué pasa conmigo, amigos? Van a llevarme con ustedes, ¿no es cierto, amigos?

Dortmunder lo miró, después se volvió hacia el policía no amordazado y preguntó: