– ¿Por qué está aquí?
– Por exhibicionismo en una tienda para señoras.
– ¡Es una calumnia! -gritó el viejo-. Yo nunca…
– Todavía está con su ropa de trabajo -continuó el agente-. Dígale que se abra el impermeable.
El viejo empezó a azorarse y a ponerse nervioso.
– Eso no significa nada -insistió.
– Ábrase el impermeable -ordenó Dortmunder.
Indeciso, murmurando, el viejo se abrió el impermeable y dejó todo a la vista. Debajo no llevaba pantalones marrones, en realidad. Sólo unas perneras de pantalón que llegaban justo hasta las rodillas, desde donde se sostenían con unas ligas. Aparte de eso no llevaba nada más debajo del impermeable. Necesitaba un baño.
Todos lo miraron. El viejo soltó una risita ahogada.
Dortmunder dijo:
– Será mejor que se quede aquí. -Y volviéndose hacia los agentes-: Entren con él.
Los agentes entraron. Chefwick cerró la puerta y se fueron. No había nadie al final de la escalera, más allá de la última puerta, pero de todos modos arrojaron otras dos bombas lacrimógenas hacia abajo. Subieron corriendo la escalera en dirección a la azotea. Siguieron el plan de fuga como si el Diamante Balabomo hubiera estado donde Greenwood lo dejara. Al llegar arriba, Greenwood lanzó por la escalera tres cargas explosivas y cerró la puerta.
Murch ya estaba en el helicóptero, y cuando los vio llegar puso en marcha el motor. Los rotores empezaron a girar y a rugir, y Dortmunder y los demás corrieron hacia el costado del helicóptero en medio del viento y subieron a él.
Abajo, en el primer piso, el subcomisario hizo una pausa en la entrega de armas cuando oyó el inconfundible chuf-chuf del cercano helicóptero.
– ¡Dios mío! -murmuró-. ¡Deben de estar abastecidos por Castro!
En cuanto todos estuvieron a bordo, Murch elevó el helicóptero y lo dirigió rumbo al norte en medio de la noche. Volaban sin luces, giraron hacia el noroeste, de nuevo sobre Harlem, y luego descendieron sobre el río Hudson enfilando al sur.
Murch era el único que no sabía nada respecto al diamante perdido, pero cuando vio que nadie estaba contento empezó a darse cuenta de que algo había ido mal. Intentó imaginar qué había pasado, sin prestar atención a los controles ni al agua oscura que corría con ímpetu bajo el frágil aparato en que se encontraban; así que, por fin, Dortmunder ahuecó las manos junto a la oreja de Murch y a voces le informó sobre lo ocurrido. Murch quiso convertir eso en una conversación, pero cuando Dortmunder señaló el buque cisterna contra el que estaban a punto de estrellarse en Upper Bay, volvió a sus controles.
A las ocho y diez estaban de regreso en el punto de partida. En un tenso silencio, cuando el motor se paró, nadie dijo nada al principio, hasta que Murch comentó tristemente:
– Pensaba comprarme uno de éstos; es todavía mejor que el Belt Parkway, ¿sabéis?
Nadie le contestó. Todos bajaron con el cuerpo dolorido y se dirigieron al Lincoln, ahora de un color lavanda más claro en la oscuridad.
Hablaron muy poco en el camino de vuelta a Manhattan. Dejaron en su apartamento a Dortmunder, que subió la escalera y se preparó un whisky con hielo, se sentó en el sofá y miró su portafolios lleno de propaganda de enciclopedias. Suspiró.
FASE CUATRO
1
– Lindo perrito -dijo Dortmunder.
El pastor alemán no estaba para bromas. Apostado frente a la escalinata de entrada, con la cabeza gacha, la mirada en alto y las mandíbulas un poco abiertas para mostrar sus afilados dientes, decía «rrrrr», suavemente, cada vez que Dortmunder hacía un movimiento para bajar del porche. El mensaje era claro. El maldito iba a estar clavado allí hasta que alguien con autoridad llegara de la casa.
– Mira, perrito -dijo Dortmunder, tratando de ser razonable-, todo lo que hice fue tocar el timbre. No forcé la puerta, no robé nada, únicamente toqué el timbre. Pero no hay nadie en casa, así que sólo quiero irme a cualquier otra casa y tocar el timbre.
– Rrrrrr -contestó el perro.
Dortmunder señaló su portafolios.
– Soy un vendedor, perrito -continuó diciendo-. Vendo enciclopedias. Libros. Libros grandes. ¿Perrito? ¿Sabes tú algo de libros?
El perro no dijo nada. Sólo siguió mirando.
– Bueno, ya basta, perro -dijo Dortmunder, poniéndose firme-. Esto ya pasa de la raya. Tengo sitios que visitar, no tengo tiempo para perderlo jugando contigo. Tengo que ganarme el sustento. Bueno, me voy de aquí y eso es todo… -Con firmeza bajó un escalón.
– Rrrrrr -reiteró el perro.
Dortmunder volvió a subir rápidamente el escalón.
– ¡Que Dios te maldiga, perro! -gritó-. ¡Esto es ridículo!
El perro no pensaba lo mismo. Era uno de esos perros fieles a lo aprendido. Las reglas son las reglas; Dortmunder no merecía ningún trato especial.
Dortmunder miró a su alrededor, pero el vecindario estaba tan desierto como el cerebro del perro. Eran casi las dos de la tarde del 7 de septiembre (tres semanas y dos días después del asalto a la comisaría), y los chicos del vecindario estaban todos en el colegio. Los padres del vecindario estaban todos en el trabajo, por supuesto, y sólo Dios sabía dónde estaban todas las madres del vecindario. Estuviesen donde estuviesen, Dortmunder estaba solo, atrapado por un estúpido perro esclavo del deber en el porche de una casa un poco vieja pero confortable, en un barrio residencial también viejo pero confortable, en Long Island, a unos sesenta kilómetros de Manhattan. El tiempo es dinero: a Dortmunder no le sobraban ni lo uno ni lo otro, y el condenado perro le estaba haciendo perder las dos cosas.
– Debería haber una ley contra los perros -dijo sombríamente Dortmunder-. Para perros como tú en particular. Deberían encerrarte en cualquier parte.
El perro seguía inconmovible.
– Eres una amenaza para la sociedad -continuó Dortmunder-. Maldita sea tu suerte, si te pongo una denuncia; quiero decir, a tu amo. Lo demandaré hasta dejarlo en la ruina.
Las amenazas no surtieron efecto. Era, con toda claridad, de esa clase de perros que no asumen su responsabilidad. «Yo sólo cumplo órdenes», era su lema.
Dortmunder miró a su alrededor, pero por desgracia en el porche no había ninguna tabla de dos pulgadas por cuatro para aporrear al perro hasta empujarlo al jardín.
– ¡Que Dios te maldiga! -repitió Dortmunder.
Un movimiento atrajo su atención. Miró hacia la calle y vio que un sedán Checker marrón, con credenciales de médico, se acercaba lentamente. ¿Sería acaso el amo del perro y de la casa? Y si no lo era, ¿convendría gritar pidiendo ayuda? Quedaría como un estúpido si pedía ayuda a voces en medio de ese barrio tan apacible y calmo; pero si eso servía para algo…
Se oyó la bocina del Checker. Un brazo le hizo señas desde una ventanilla del coche. Dortmunder entornó los ojos y ahí estaba la cabeza de Kelp, asomando también por la ventanilla lateral. Kelp gritó:
– ¡Eh, Dortmunder!
– ¡Aquí, aquí! -gritó Dortmunder. Se sentía como un marinero abandonado en una isla desierta que, al cabo de veinte años, ve por fin pasar un barco a cierta distancia de la costa. Levantó el portafolios sobre la cabeza para atraer la atención de Kelp, aunque éste, obviamente, ya sabía quién era y dónde estaba.
– ¡Estoy aquí! -gritó-. ¡Por aquí!
El Checker pasó justo a cierta distancia de la costa, y Kelp gritó:
– ¡Ven aquí! Tengo noticias.
Dortmunder señaló al perro.
– El perro -balbució.
Kelp frunció el ceño. El sol le daba en los ojos, así que se los cubrió con una mano y gritó:
– ¿Qué ha ocurrido?
– Este perro de aquí -gritó Dortmunder-. No me deja salir del porche.
– ¿Por qué?
– ¿Y yo qué sé? -contestó Dortmunder, irritado-. Tal vez me parezca al sargento Preston.