Kelp se apeó del coche; Greenwood salió por la otra puerta y los dos se acercaron despacio. Greenwood gritó:
– ¿Intentaste llamar al timbre?
– Así empezó la cosa -respondió Dortmunder. El perro tomó conciencia de los recién llegados. Retrocedió hasta donde pudiera verlos a todos y siguió allí, cauteloso.
Kelp dijo:
– ¿Le hiciste algo?
– Todo lo que hice fue tocar el timbre -insistió Dortmunder.
– Lo corriente -dijo Kelp-, a menos que te metas con el perro y lo asustes, o algo así…
– ¿Asustarlo? ¿Yo?
Greenwood señaló al perro y ordenó:
– Siéntate.
El perro ladeó la cabeza, perplejo.
Con más firmeza, Greenwood insistió:
– Siéntate.
El perro abandonó su posición acechante, se apoyó sobre las patas traseras y se quedó mirando a Greenwood, en una aceptable imitación de La Voz de su Amo. Era evidente que estaba pensando: «¿Quiénes son estos extraños que saben cómo hablarle a un perro?».
– He dicho que te sientes -reiteró Greenwood-, y eso significa sentado.
Al perro casi se le vio encogerse de hombros. Ante la duda, obedecer. Se sentó.
– Vamos, ven -le dijo Greenwood a Dortmunder-. Ahora no te molestará.
– ¿No? -Echando al perro una mirada de desconfianza, se dispuso a bajar del porche.
– No actúes como si le tuvieras miedo -indicó Greenwood.
Dortmunder dijo:
– No estoy actuando. -Trató de aparentar coraje.
El perro no estaba seguro. Miraba a Dortmunder y a Greenwood, a Dortmunder y a Greenwood.
– Quieto -ordenó Greenwood.
Dortmunder se detuvo.
– Tú no -dijo Greenwood-. El perro.
– Ah. -Dortmunder bajó el último tramo de la escalera y pasó junto al perro, que miró amenazador la rodilla izquierda, como si quisiera recordarla para la próxima vez que se encontraran.
– Quieto -volvió a decir Greenwood otra vez, señalando al perro, y luego se dio la vuelta y siguió a Dortmunder y a Kelp en dirección a la calle y al Checker.
Los tres subieron al coche, Dortmunder atrás, y Kelp los llevó lejos de allí. El perro seguía sentado en el mismo lugar en el césped, observándolos atentamente hasta que se perdieron de vista. Sin duda, memorizaba el número de matrícula.
– Te lo agradezco -dijo Dortmunder. Estaba inclinado, con los brazos apoyados en el respaldo del asiento delantero.
– No hay de qué -contestó Kelp, vivamente.
– A propósito, ¿qué andáis haciendo vosotros por aquí? Pensaba que seguíais engatusando a imbéciles con el cuento del billete premiado.
– Te estábamos buscando -dijo Kelp-. Anoche dijiste que quizá hoy trabajarías por este barrio, de modo que vinimos a ver si te encontrábamos.
– Me alegro de que lo hayáis hecho.
– Tenemos que darte una buena noticia. Por lo menos Greenwood puede dártela.
Dortmunder se volvió para mirar a Greenwood.
– ¿Una buena noticia?
– Excelente -afirmó Greenwood-. ¿Te acuerdas del asunto del diamante?
Dortmunder se echó hacia atrás, como si de repente el asiento delantero se hubiera llenado de víboras.
– ¿Todavía andáis con eso?
Greenwood, vuelto a medias hacia él, lo miró.
– Todavía podemos echarle mano -dijo-. Todavía podemos intentarlo.
– Llevadme de nuevo con el perro -respondió Dortmunder-. Yo sé cuándo tengo suerte.
– Te comprendo -dijo Greenwood-. Siento casi lo mismo que tú. Pero, ¡coño!, he malgastado muchas energías por ese diamante de mierda; detesto perderlo. Tuve que rascar mi propio bolsillo para un juego completo de documentos de identidad nuevos, renunciar a una agenda de números telefónicos repleta, abandonar un apartamento realmente bueno con un alquiler que ya no se consigue en Nueva York, y ni siquiera tenemos el diamante.
– Ése es el problema -respondió Dortmunder-. Ten en cuenta lo que ya te pasó. ¿De veras quieres volver a por más?
– Quiero terminar el trabajo.
– El trabajo terminará contigo. Por lo general, no soy lo que vosotros llamáis un tipo supersticioso, pero si alguna vez hubo un asunto difícil éste es uno de ellos.
Kelp dijo:
– ¿No podrías escuchar, por lo menos, lo que Greenwood quiere decirte? Hazle ese favor y escúchale un minuto.
– ¿Qué puede decirme que no sepa?
– Bueno, ahí está el asunto. -Miró otra vez por el espejo retrovisor, luego a la calle. Giró a la izquierda y dijo-: Bueno, parece que Greenwood nos mintió.
– En realidad, no mentí -contestó Greenwood-. La cuestión es que estaba desconcertado. Me tomaron el pelo y me dio rabia tener que confesarlo antes de poder arreglar el lío. ¿Os dais cuenta de lo que quiero decir?
– Le contaste a Prosker dónde habías escondido el diamante -dijo Dortmunder mirándolo.
Greenwood bajó la cabeza.
– En aquel momento me pareció una buena idea -masculló-. Era mi abogado. Y en la forma en que él lo explicaba, si algo salía mal mientras vosotros me sacabais de allí, él podría echar mano del diamante, devolvérselo a Iko y utilizar el dinero para tratar de pagar la fianza de todos nosotros.
Dortmunder puso cara agria.
– No te vendió acciones de alguna mina de oro, ¿no?
– Parecía razonable -respondió Greenwood con voz lastimera-. ¿A quién se le iba a ocurrir que era un ladrón?
– A todos -replicó Dortmunder.
– Ésa no es la cuestión -intervino Kelp-. La cuestión es que sabemos quién tiene el diamante.
– Ya han pasado tres semanas -dijo Dortmunder-. ¿Por qué tardaste tanto en darnos la noticia?
– Intenté conseguir el diamante yo solo -respondió Greenwood-. Pensé que vosotros, muchachos, habíais hecho demasiado; llevasteis a cabo tres operaciones y me sacasteis de chirona. Mi deuda consistía en devolveros el diamante que estaba en poder de Prosker.
Dortmunder lo miró con pesimismo.
– Lo juro -aseveró Greenwood-. No me lo iba a quedar para mí. Quería devolvérselo al grupo.
– Eso no viene al caso -dijo Kelp-. El hecho es que sabemos que Prosker lo tiene. Sabemos que no se lo entregó al mayor Iko, porque estuve con él esta mañana, lo cual quiere decir que se lo guardará hasta que se enfríe el asunto y entonces lo venderá al mejor postor. Así que todo lo que tenemos que hacer es sacárselo a Prosker, devolvérselo a Iko y volver a nuestros asuntos.
– Si fuera así de sencillo -comentó Dortmunder-, Greenwood no estaría aquí sin el diamante.
– Tienes razón -admitió Greenwood-. Hay un pequeño problema.
– Un pequeño problema -repitió Dortmunder.
– Cuando no encontramos el diamante en la comisaría -dijo Greenwood-, fui en busca de Prosker, naturalmente.
– Naturalmente -repitió Dortmunder.
– Había desaparecido -dijo Greenwood-. No estaba en el despacho, estaba de vacaciones y nadie sabía cuándo volvería. Su mujer no sabía dónde estaba; suponía que estaría fuera, revolcándose con la secretaria de alguien. Eso es lo que estuve haciendo las últimas tres semanas: traté de encontrar a Prosker.
– Así que quieres que nosotros te ayudemos a buscarlo -dijo Dortmunder.
– No -respondió Greenwood-. Lo encontré. Hace dos días descubrí dónde estaba. El problema es que será un poco difícil sacarlo de allí. Se necesita más de un hombre.
Dortmunder bajó la cabeza y se tapó los ojos.
– Bueno, será mejor que me lo digas de una vez -dijo.
Greenwood se aclaró la garganta.
– El mismo día que dimos el golpe en la comisaría -continuó-, Prosker se internó él mismo en un manicomio.
Se produjo un largo silencio. Dortmunder ni se movió. Greenwood lo miraba inquieto. Kelp miraba, alternativamente, a Dortmunder y al tráfico.
Dortmunder suspiró. Se apartó la mano de los ojos y levantó la cabeza. Parecía muy cansado. Se inclinó hacia adelante y palmeó a Kelp en el hombro.