– Kelp -dijo.
Kelp miró por el retrovisor.
– ¿Sí?
– Por favor, llévame a donde está el perro. Por favor…
2
En Nueva York, el oficial encargado de llevar la oficina de personas en libertad condicional y responsable de Dortmunder era un hombre calvo llamado Steen, al que se le exigía demasiado y carente de motivaciones. Dos días después de que Dortmunder fuera rescatado del perro por Greenwood y Kelp, acudió a la oficina de Steen para una de sus habituales entrevistas. Steen dijo:
– Bueno, parece ser que esta vez va por el buen camino, Dortmunder. Me alegro.
– Aprendí la lección -respondió Dortmunder.
– Nunca es tarde para aprender -asintió Steen-. Pero permítame darle un consejo amistoso. Según mi experiencia y la experiencia de esta oficina en general, tiene usted que cuidarse mucho de las malas compañías.
Dortmunder asintió con la cabeza:
– Bueno -dijo Steen-, parece algo extraño decirle eso a un hombre de su edad, pero la verdad es que la mayoría de las reincidencias son por culpa de las malas compañías, más que por cualquier otro factor. Quiero que recuerde esto, en caso de que alguno de sus antiguos colegas lo busque para «sólo-un-trabajo-más»; eso significaría ir de nuevo la cárcel.
– Ya les dije que no -contestó Dortmunder, lentamente-. No se preocupe.
Steen lo miró sin comprender.
– ¿Usted qué…?
– Les dije que no.
Steen sacudió la cabeza.
– ¿No qué?
– Que no lo haría -le respondió Dortmunder. Miró a Steen y comprendió que no entendía nada de nada, de modo que continuó-: A los tipos de «sólo-un-trabajo-más» les dije que no.
Steen lo miró embobado.
– ¿Se lo propusieron? ¿Un robo?
– Claro.
– ¿Y usted se negó?
– Así es -respondió Dortmunder-. Llega un momento en que uno empieza a renunciar a eso como a un trabajo nocivo.
– ¿Y me lo viene a contar a mí? -preguntó Steen, tan pasmado que se le quebró la voz.
– Bueno, usted sacó el tema -le recordó Dortmunder.
– Así es -dijo Steen, con cierta vaguedad-. Lo hice, ¿no es así? -Miró la desolada y maltrecha oficina, con el mugriento mobiliario y unos descoloridos y poco estimulantes carteles. Sus ojos brillaban con un desacostumbrado destello. Casi podía leerse en ellos lo que pensaba: «Funciona». Todo el sistema de la libertad condicional, el papeleo, los malos ratos, las asquerosas oficinas, las duras libertades provisionales, ¡por Dios!, «funcionan». Un ex recluso en libertad condicional había sido requerido para tomar parte en un robo y había rechazado la proposición, e incluso se lo había explicado al oficial encargado de su libertad condicional. «¡Después de todo, la vida tiene sentido!»
Dortmunder empezaba a impacientarse. Se aclaró la garganta. Golpeó con los nudillos en el escritorio. Tuvo un acceso de tos. Por fin, dijo:
– Si ya no me necesita…
Los ojos de Steen lo miraron muy despacio.
– Dortmunder -dijo-. Quiero que sepa una cosa. Quiero que sepa que me ha hecho un hombre feliz.
Dortmunder no tenía ni idea de qué le estaba hablando.
– Bueno, me alegro -respondió-. Alguna vez puedo ser útil.
Steen ladeó la cabeza como el perro de dos días atrás.
– Supongo -añadió- que no querrá decirme los nombres de la gente que se puso en contacto con usted.
Dortmunder se encogió de hombros.
– Eran sólo unos tipos -contestó. Estaba algo arrepentido de haberlo mencionado. En otras circunstancias no lo hubiese hecho, pero el asunto del diamante lo tenía trastornado estos últimos meses, y los hábitos de toda una vida se estaban yendo al diablo-. Unos tipos que conocía -agregó, para dejar bien claro que no diría nada más.
Steen asintió con la cabeza.
– Comprendo -dijo-. Usted quiere hacer borrón y cuenta nueva con su pasado. Sepa que éste ha sido un día memorable en la prevención de la delincuencia. Y también para mí.
– Me alegro -respondió Dortmunder. No lo entendía, pero no tenía importancia.
Steen se puso a rebuscar unos papeles en su escritorio.
– Bueno, veamos. Nada más que las preguntas de rutina. ¿Sigue yendo a la escuela de maquinistas?
– Sí, claro -contestó Dortmunder. No existía tal escuela de maquinistas, por supuesto.
– Y todavía lo sigue manteniendo su cuñado, ¿no es así? El señor Kelp.
– Claro -afirmó Dortmunder.
– Tiene suerte de contar con esa clase de parientes -dijo Steen-. En realidad, no me sorprendería que el tal señor Kelp tuviera algo que ver con lo que usted acaba de decirme.
Dortmunder frunció el ceño.
– ¿Usted cree…?
Steen, sonriendo alegremente, miraba el papel y no captó la expresión de Dortmunder. Mejor así.
– Bueno, por ahora esto es todo -dijo, y levantó la mirada; la cara de Dortmunder ya no tenía expresión alguna.
Dortmunder se puso de pie.
– Hasta la vista.
– Conserve ese buen trabajo -aconsejó Steen-. Manténgase alejado de las malas compañías.
– Así lo haré -respondió Dortmunder, y se fue a su casa. Los encontró a todos; estaban sentados en la sala de estar, tomando unos tragos. Cerró la puerta y preguntó-: ¿Quién os ha dado permiso para entrar aquí?
– Yo -contestó Chefwick-. Espero que no te moleste. -Tomaba un ginger ale.
– ¿Por qué habría de molestarme? -repuso Dortmunder-. Esto no parece un apartamento privado.
– Queríamos hablar contigo -dijo Kelp. Estaba bebiéndose el whisky de Dortmunder; tomó un vaso de un estante y agregó-: Te serviré un trago.
Dortmunder cogió el vaso y dijo:
– No pienso meterme en ningún manicomio. Sois vosotros los que queréis hacerlo, y además, es allí donde deberíais estar; así que adelante. -Se giró hacia su asiento favorito, pero Greenwood estaba repanchingado en él, así que se sentó en la incómoda silla de brazos de madera.
– Nosotros seguiremos con el asunto, Dortmunder. Todos, menos tú, queremos intentarlo una vez más.
– Nos gustaría que te unieras a nosotros -intervino Greenwood.
– ¿Para qué me necesitáis? Hacedlo sin mí, ya sois cuatro.
Kelp dijo:
– Eres el cerebro, Dortmunder, eres el planificados Te necesitamos para dirigir las cosas.
– Lo puedes hacer tú. O Greenwood. Chefwick puede hacerlo. No sé, tal vez hasta Murch puede hacerlo -respondió Dortmunder.
– No tan bien como tú -dijo Murch.
– No me necesitáis -contestó Dortmunder-. Además, me han aconsejado que me aleje de las malas compañías, y eso significa: de vosotros, muchachos.
Kelp agitó las manos, con un gesto de negación.
– Esos consejos del horóscopo no significan nada -aseguró-. Una vez me dejé llevar por esas cosas; mi segunda mujer estaba loca por todo eso. El único fracaso que he tenido fue por hacer caso del horóscopo.
Dortmunder lo miró, ceñudo.
– ¿De qué demonios estás hablando?
– El horóscopo -explicó Kelp. Movía las manos como un hombre revolviendo un rompecabezas-. Malas compañías -continuó-. Increíble viaje secreto. La tarde es buena para asuntos matrimoniales. Y todas esas idioteces.
Dortmunder entrecerró los ojos, como intentando ver claramente a Kelp para poder entenderlo. Al fin preguntó, con cierta duda:
– ¿Quieres decir el horóscopo?
– Claro -respondió Kelp-. Naturalmente.
Dortmunder sacudió la cabeza, tratando de entender.
– ¿Crees en los horóscopos?
– No -dijo Kelp-. Tú, sí.
Dortmunder pensó sobre ello unos segundos, después agitó la cabeza y se dirigió al grupo:
– Os deseo que seáis muy felices aquí, muchachos. Ya os haré saber dónde tenéis que enviar mis cosas. -Se volvió y fue hacia la puerta.
– ¡Eh! ¡Espera un minuto! -exclamó Kelp.