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Chefwick se levantó de la silla y se puso frente a Dortmunder.

– Comprendo cómo te sientes -dijo-. Te lo digo sinceramente. Al principio, cuando Greenwood y Kelp fueron a verme, reaccioné como tú. Pero les escuché, dejé que me lo explicaran, y cuando lo hicieron…

– Ahí es donde fallaste -le interrumpió Dortmunder-. Nunca escuches a esos dos; han reducido todo lo que existe en la vida a algo tan simple como el cuento del billete premiado.

– Dortmunder -suplicó Chefwick-, te necesitamos. Es así de sencillo. Si tú diriges la operación conseguiremos acabar el trabajo de una vez por todas.

Dortmunder lo miró:

– ¿Trabajo? Trabajos, quieres decir. ¿Te das cuenta de que ya hemos cometido tres atracos por ese diamante de mierda y todavía no lo tenemos? Y por más atracos que cometamos, nuestro botín va a ser el mismo.

Greenwood se acercó también a la puerta, donde Dortmunder y Chefwick estaban de pie, y dijo:

– No, no es lo mismo. Primero eran treinta mil por cabeza; después, por lo que hicimos en la comisaría, la paga subió a treinta y cinco mil.

Kelp también se les acercó.

– Y el mayor la subirá otra vez, Dortmunder -explicó-; ya hablé con él. Otros cinco mil por cabeza. Son cuarenta mil por entrar caminando en un manicomio y salir caminando con el supuesto loco de Prosker.

Dortmunder se volvió hacia él.

– No, ya no es lo mismo que antes -contestó-. Esta vez se trata de un secuestro, que es un delito federal, y podemos acabar en la silla eléctrica por ello. Pero aunque sólo habláramos de la parte económica, éste sería el cuarto asalto, y cuatro asaltos por cuarenta mil significa diez mil dólares por cada uno. No he hecho un trabajo por diez mil dólares desde que tenía catorce años.

– Tienes que pensar también en el dinero para los gastos -dijo Kelp-. Es otro par de miles hasta que el trabajo esté hecho. Doce mil dólares no están tan mal por un robo.

– Esto parece un maleficio -respondió Dortmunder-. No me habléis más de horóscopos; lo único que os digo es que no soy supersticioso y no creo en maleficios. Pero si hay algo que trae mala suerte en el mundo es ese diamante.

Greenwood dijo:

– Échale un vistazo, nada más, Dortmunder. Pasa en tren y míralo, es todo lo que te pedimos. Si no te parece bien, nos olvidamos del asunto.

– No me parece bien -aseguró Dortmunder.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Greenwood-. Nunca lo has visto hasta ahora.

– Ni necesito hacerlo -respondió Dortmunder-. Lo que sé es que ya lo odio. -Extendió las manos-. De veras. ¿Por qué no os vais y lo hacéis vosotros mismos?, ¡coño! O si necesitáis un quinto hombre, buscad a otro. Hasta disponéis de mi teléfono, por si os hace falta.

– Creo que deberíamos poner las cartas sobre la mesa -indicó Chefwick.

Greenwood se encogió de hombros.

– Supongo que sí.

Murch, el único que permanecía sentado, bebiendo a sorbos su cerveza, gritó:

– ¡Os dije que empezaseis por ahí!

– No quería presionarle, eso es todo -explicó Kelp.

Dortmunder miró a cada uno de ellos con torva sospecha.

– ¿Ahora qué pasa? -preguntó.

– ¡Iko no nos financia sin ti! -contestó Chefwick.

– Apuesta por ti, Dortmunder. Sabe que eres el mejor de todos -dijo Greenwood.

– ¡Joder! -murmuró Dortmunder.

– Todo lo que queremos es que le eches un vistazo al manicomio. Después de eso, si dices que el asunto no va, no te molestaremos más -insistió Kelp.

– Podemos ir mañana en el tren -sugirió Greenwood.

– Si tú estás de acuerdo -dijo Chefwick.

Allí estaban, de pie, mirando a Dortmunder y esperando que dijera algo. Dortmunder miraba ceñudo al suelo y se mordisqueaba los nudillos. Al cabo de un rato pasó entre ellos y se acercó a la mesa donde había dejado el whisky. Lo cogió, se bebió un saludable trago y se dio la vuelta para mirarlos.

– ¿Quieres ir a echar un vistazo al lugar? -preguntó Greenwood.

– Supongo que sí -contestó Dortmunder. No parecía muy contento.

Todos los demás estaban contentos.

– ¡Estupendo! -exclamó Kelp.

– Creo que debería hacerme examinar la cabeza -dijo Dortmunder, y se terminó su whisky.

3

– Billetes -dijo el revisor.

– Aire -contestó Dortmunder.

El revisor estaba parado en el pasillo, balanceando su tenacilla de perforar, y preguntó:

– ¿Qué?

– No hay aire en este vagón -le respondió Dortmunder-. Las ventanas no se pueden abrir y aquí no hay nada de aire.

– Tiene razón -convino el revisor-. ¿Me permiten los billetes?

– ¿Me permite un poco de aire?

– No me lo pida a mí -dijo el revisor-. Los ferrocarriles garantizan el transporte, lo recogen a usted en un sitio y lo llevan a otro. El ferrocarril no anda metido en el negocio del aire. Necesito sus billetes.

– Y yo necesito aire -insistió Dortmunder.

– Puede bajarse en la próxima parada -sugirió el revisor-. Hay aire a montones en el andén.

Kelp, sentado al lado de Dortmunder, le tiró de la manga:

– No insistas. No conseguirás nada.

Dortmunder miró a la cara al revisor y dedujo que Kelp tenía razón. Se encogió de hombros y le tendió el billete; Kelp hizo lo mismo. Y el revisor picó ambos billetes antes de devolvérselos. Luego hizo lo mismo con el de Murch, al otro lado del pasillo, y el de Greenwood y el de Chefwick, en el asiento de atrás. Como los cinco eran los únicos ocupantes de ese vagón, el revisor se fue caminando tranquilamente por el pasillo, dejándolos otra vez solos. Kelp dijo:

– Nunca se consigue nada de estos tipos.

– Claro -asintió Dortmunder. Miró a su alrededor y preguntó-: ¿Alguien trae algo?

Kelp lo miró asustado.

– ¡Dortmunder! ¡No vas a despachar a un tipo porque no hay aire!

– ¿Quién habla de despacharlo? ¿Alguno de vosotros está armado?

– Yo -respondió Greenwood. Sacó de su chaqueta de Norfolk (era el que vestía más elegantemente del grupo) un revólver calibre 32 de cinco balas, con cañón de dos pulgadas; se lo entregó a Dortmunder por la culata, y Dortmunder dijo:

– Gracias. -Cogió el arma, la invirtió cogiéndola por el cañón y la recámara y se dirigió a Kelp-: Permiso. -Pasó por delante de Kelp e hizo un agujero en la ventana.

– ¡Eh! -exclamó Kelp.

– Aire -dijo Dortmunder. Volvió y le dio el arma a Greenwood diciendo-: Gracias otra vez.

Greenwood parecía un poco ofuscado.

– De nada -contestó, mirando la culata por si había alguna raspadura. No había ninguna, y volvió a guardársela.

Todo esto sucedía un domingo, 10 de septiembre. Viajaban en el único tren de pasajeros que iba los domingos en esa dirección. La estación en la que se detuvieron estaba desierta, a excepción de tres viejos con monos de trabajo recostados contra la pared, como en todos los andenes de las ciudades pequeñas de Estados Unidos. Afuera brillaba el sol, y el aire fresco que el agujero hecho por Dortmunder dejaba entrar olía agradablemente, con el aroma de fines de verano. El tren traqueteaba a una moderada velocidad de ciento quince kilómetros por hora y brindaba a los pasajeros la posibilidad de disfrutar de verdad el paisaje. En general, era un agradable paseo, con esa suerte de sosiego tan difícil de conseguir en el siglo XX.

– ¿Falta mucho? -preguntó Dortmunder.

Kelp miró su reloj.

– Diez o quince minutos más -contestó-. Puedes observar el lugar desde el tren. De este lado.

Dortmunder asintió con la cabeza.

– Es un edificio de ladrillos viejo y grande -explicó Kelp-. Se utilizó como fábrica. Hacían refugios atómicos prefabricados.

Dortmunder lo miró.

– Cada vez que te pones a hablar conmigo -dijo-, me dices más cosas de las que quiero saber. Refugios atómicos prefabricados. No quiero saber por qué la fábrica se arruinó.