Dortmunder meneó la cabeza.
– ¿También es en África?
– Ah, de ése sí que oíste hablar.
– No, pero lo he adivinado.
– Ah. -Kelp echó un vistazo a la autopista-. Sí, es otro país de África. Había allí una colonia británica, y cuando se independizó se armó el gran lío, porque había dos poderosas tribus y ambas querían gobernar, así que hubo una guerra civil y por fin decidieron dividirlo en dos países, Talabwo y Akinzi.
– Sabes un montón de cosas sobre ese asunto -dijo Dortmunder.
– Me lo contaron.
– Pues hasta ahora no le veo la gracia.
– Ahora te cuento. Parece ser que una de esas tribus tiene un diamante, una joya a la cual acostumbraban a rezarle como a un dios, y se ha convertido en su símbolo. Como una mascota. Como la tumba del soldado desconocido, algo parecido.
– ¿Un diamante?
– Se supone que vale medio millón de dólares -contestó Kelp.
– ¡La puta!
– Por supuesto, es imposible traficar con una cosa así, es demasiado conocido. Y costaría mucho.
Dortmunder asintió con la cabeza.
– Es lo que me imaginaba, cuando creía que ibas a proponerme que robáramos el diamante.
– Eso es lo que voy a proponerte -dijo Kelp-. Ése es el asunto: robar el diamante.
Dortmunder sintió que se estaba poniendo otra vez de mal humor. Sacó el paquete de Camel del bolsillo de la camisa.
– Si no lo podemos vender, ¿para qué coño lo vamos a robar?
– Porque tenemos un comprador -respondió Kelp-. Paga treinta mil dólares por cabeza para conseguir el diamante.
Dortmunder se puso un cigarrillo en la boca y el paquete en el bolsillo.
– ¿Cuántos hombres? -preguntó.
– Creo que cinco.
– Son ciento cincuenta de los grandes por una piedra de medio millón de dólares. Una verdadera ganga.
– Ganamos treinta de los grandes cada uno -apuntó Kelp.
Dortmunder apretó el encendedor del salpicadero.
– ¿Y quién es el tipo? ¿Algún coleccionista?
– No, es el embajador de Talabwo en la ONU.
Dortmunder miró a Kelp.
– ¿Quién…? -preguntó.
El encendedor, ya caliente, saltó del salpicadero y cayó al suelo. Kelp lo repitió.
Dortmunder cogió el encendedor y encendió su cigarrillo.
– Explícate -le ordenó.
– Claro -dijo Kelp-. Cuando la colonia británica se dividió en dos países, Akinzi se quedó con la ciudad donde se guardaba el diamante. Pero Talabwo es el país cuya tribu siempre tuvo el diamante. La ONU mandó gente para hacer de mediadores en la situación, y Akinzi pagó una suma por el diamante, pero el dinero no es el problema. Talabwo quiere el diamante.
Dortmunder sacudió el encendedor y lo tiró por la ventanilla.
– ¿Por qué no se declaran la guerra? -preguntó.
– Las fuerzas de los dos países están muy equilibradas. Son un par de pesos pesados; se arruinarían mutuamente y ninguno de los dos ganaría.
Dortmunder dio una calada al cigarrillo y echó el humo por la nariz.
– Si robamos el diamante y se lo damos a Talabwo -dijo-, ¿por qué Akinzi no puede presentarse ante la ONU y decirles: «Hagan que nos devuelvan nuestro diamante»? -Estornudó.
– Talabwo no va a divulgar que lo tiene -contestó Kelp-. No quiere exhibirlo ni nada por el estilo; lo único que quieren es tenerlo. Es un símbolo para ellos. Como aquellos escoceses que robaron la piedra de Scone hace unos años.
– ¿Los quiénes que hicieron qué?
– Fue algo que sucedió en Inglaterra -respondió Kelp-. No importa; en cuanto al asunto del diamante, ¿te interesa?
– Depende -dijo Dortmunder-. ¿Dónde está guardado el diamante?
– En este momento lo exhiben en el Coliseo de Nueva York. Hay una Exposición Panafricana con toda clase de cosas de África, y el diamante forma parte de la exposición de Akinzi.
– Entonces se supone que tenemos que sacarlo del Coliseo.
– No necesariamente -replicó Kelp-. La exposición estará de gira un par de semanas. Pasará por una gran cantidad de sitios diferentes, y viajará en tren y en camión. Tendremos muchas oportunidades de echarle la mano encima.
Dortmunder asintió con un gesto.
– Muy bien -comentó-. Conseguimos el diamante y se lo damos a ese tipo…
– Iko -dijo Kelp, pronunciando Iko y acentuando mucho la primera sílaba.
Dortmunder arrugó el entrecejo.
– ¿Eso no es una cámara japonesa?
– No, es el embajador de Talabwo en la ONU. Y si te interesa el trabajo, es a él a quien debemos ver.
– ¿Sabe que voy a ir?
– Claro -contestó Kelp-. Le dije que lo que necesitábamos era un cerebro, y le dije que Dortmunder era el mejor cerebro para un negocio así, y que si teníamos suerte te localizaríamos para que prepararas el asunto para nosotros. No le conté que acaban de soltarte.
– Bien -dijo Dortmunder.
4
El mayor Patrick Iko, rechoncho, negro y bigotudo, estudiaba el expediente que le habían pasado sobre John Archibald Dortmunder y sacudía la cabeza con divertido ademán. Podía entender por qué Kelp no le había dicho que Dortmunder acababa de cumplir condena, al fallarle uno de sus famosos planes, pero lo que Kelp no entendía era que el mayor quisiera echar un vistazo a los antecedentes de cada uno de los hombres a tener en cuenta. Naturalmente, tenía que ser muy cuidadoso en la elección de los hombres a quienes quería confiar el Diamante Balabomo. No podía correr el riesgo de elegir tipos sin escrúpulos, que una vez rescatado el diamante de Akinzi quisieran quedárselo para ellos.
La enorme puerta de caoba se abrió y el secretario del mayor, un joven negro delgado y discreto, cuyas gafas reflejaban la luz, entró y anunció:
– Señor, dos caballeros quieren verle. El señor Kelp y otro hombre.
– Hágalos pasar.
– Sí, señor. -Y el secretario salió.
El mayor cerró el expediente y lo puso en un cajón del escritorio. Se puso de pie y sonrió con suave cordialidad a los dos hombres blancos que caminaban hacia él cruzando la espaciosa alfombra oriental.
– Señor Kelp -dijo-, ¡qué alegría verle de nuevo!
– Lo mismo digo, mayor Iko -contestó Kelp-. Éste es John Dortmunder, el amigo de quien le hablé.
– Señor Dortmunder -el mayor se inclinó levemente-, ¿quieren sentarse?
Todos se sentaron, y el mayor se puso a estudiar a Dortmunder. Siempre le fascinaba ver a una persona de carne y hueso después de haberla conocido sólo a través de un expediente: palabras mecanografiadas sobre hojas de papel manila en una carpeta, fotocopias de documentos, recortes de diarios, fotos. Aquí estaba el hombre a quien el expediente intentaba describir. ¿Con cuánta aproximación?
En cuestión de hechos, el mayor Iko sabía lo suficiente sobre John Archibald Dortmunder. Sabía que tenía treinta y siete años, que había nacido en una pequeña ciudad del centro de Illinois, que había crecido en un orfanato, que había servido en el ejército de Estados Unidos en Corea durante la acción policial, pero que desde entonces se había pasado al otro bando en el juego de policías y ladrones, que había estado preso dos veces y que había cumplido su segunda condena bajo libertad condicional esa misma mañana. Sabía que Dortmunder había sido arrestado muchas otras veces durante investigaciones de robos, pero que ninguno de esos arrestos se mantuvo. Sabía que Dortmunder nunca había sido detenido por ningún otro delito y que no existía ni el menor indicio de que hubiera participado en asesinatos, incendios premeditados, violaciones o secuestros. Y sabía que Dortmunder se había casado en San Diego en 1952 con una camarera de un club nocturno llamada Honeybun Bazoom, a quien le ganó un inapelable divorcio en 1954.