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Kelp dijo:

– No soporto que un piojo como ése nos gane la jugada.

– No nos ganará -afirmó Dortmunder implacable.

Todos lo miraron. Kelp preguntó:

– ¿Quieres decir que…?

– No se va a reír de mí -aseguró Dortmunder-. Ya estoy harto.

– ¿Quieres decir que vendremos a por él?

– Quiero decir que ya estoy harto -respondió Dortmunder. Y mirando a Kelp, agregó-: Irás a decirle a Iko que nos vuelva a asignar la paga. -Miró de nuevo a Prosker, que ahora rodaba por el suelo, agarrándose las costillas y pateando el césped-. Si cree que está a salvo en este lugar -dijo Dortmunder-, está loco.

4

Cuando el hombre de ébano hizo pasar a Kelp, el mayor Iko estaba inclinado sobre la mesa de billar, apuntando con el taco como un cazador furtivo con su escopeta. Kelp, al ver la disposición de las bolas, dijo:

– Dele a la doce así; la bola hará carambola con la tres y meterá la ocho.

Sin moverse, el mayor alzó la mirada hacia Kelp:

– Está equivocado -respondió-. He estado practicando.

Kelp se encogió de hombros.

– Juegue -indicó.

El mayor observó un poco más, luego golpeó la bola, que chocó con la doce, hizo carambola con la tres y metió la ocho.

– Banimi ka junt -dijo el mayor, dejando el taco sobre la mesa-. ¿Y bien? -ladró a Kelp-. Han pasado dos semanas desde que Dortmunder aceptó hacer el trabajo. El dinero sigue saliendo, pero el diamante sigue sin aparecer.

– Ahora estamos preparados de nuevo -aseguró Kelp, y tomó una sucia y rota lista del bolsillo-. Éstas son las cosas que necesitamos.

– Sin helicópteros esta vez, espero.

– No, el lugar está demasiado lejos de Nueva York. Pero lo pensamos.

– No lo dudo -dijo el mayor, mordaz, y cogió la lista.

– ¿Le importa si meto un par de bolas?

– Adelante -contestó el mayor y desplegó la hoja de papel.

Kelp tomó el taco y metió la bola tres; el mayor chilló:

– ¡Una locomotora!

Kelp asintió con la cabeza y dejó el taco. Se dio la vuelta para ponerse frente al mayor y dijo:

– Dortmunder cree que podría haber algún problema con eso.

– ¡Problema! -Parecía como si al mayor le hubieran dado con un hacha.

– En realidad, no necesitamos una diésel grande -explicó Kelp-. Sólo necesitamos algo que pueda circular por vías de ancho normal, y que lo haga por sus propios medios. Pero deber ser más grande que una zorra.

– Más grande que una zorra -dijo el mayor. Como las piernas no le sostenían, buscó una silla en la que sentarse. La lista colgaba olvidada de su mano.

– Chefwick es nuestro especialista en ferrocarriles -dijo Kelp-. Así que si quiere hablar del asunto con él, le dirá exactamente qué es lo que necesitamos.

– Por supuesto -respondió el mayor.

Kelp lo miró extrañado.

– ¿Se siente bien, mayor?

– Por supuesto -contestó el mayor.

Kelp se levantó y agitó la mano frente a los ojos del mayor. No cambiaron, siguieron mirando fijamente algún punto en el centro de la habitación. Kelp dijo:

– Tal vez sea mejor que lo llame más tarde. Cuando se sienta mejor.

– Por supuesto -contestó el mayor.

– En realidad, no necesitamos una locomotora tan grande -insistió Kelp-. Bastará con una locomotora mediana.

– Por supuesto -respondió el mayor.

– Bueno. -Kelp miró a su alrededor, un poco desconcertado-. Lo llamaré más tarde -dijo-. Para saber cuándo puede venir Chefwick.

– Por supuesto -reiteró el mayor.

Kelp retrocedió hasta la puerta y allí vaciló durante un segundo, sintiendo la necesidad de decir algo para levantarle el ánimo al mayor.

– Está jugando mucho mejor, mayor -dijo por fin.

– Por supuesto -volvió a decir el mayor.

5

El mayor Iko, parado al fondo del camión y con la frente arrugada por la preocupación, dijo:

– Tengo que devolver esta locomotora. No la pierdan, no la estropeen. Tengo que devolverla, me la prestaron.

– Se la devolveremos -le aseguró Dortmunder. Consultó su reloj y dijo-: Debemos irnos.

– Tengan cuidado con la locomotora -suplicó el mayor-. Es todo lo que les pido.

– Mayor, le doy mi palabra de honor de que no le pasará nada a la locomotora -aseguró Chefwick-. Creo que usted sabe lo que siento respecto a las locomotoras.

El mayor asintió con la cabeza, un poco más tranquilo, pero todavía preocupado. Tenía un rictus en la mejilla.

– Es hora de irse -dijo Dortmunder-. Hasta la vista, mayor.

Por supuesto, sería Murch el encargado de conducir; Dortmunder se sentó en la cabina, a su lado, mientras que los otros tres se instalaron atrás. El mayor siguió mirándolos; Murch lo saludó con la mano y condujo el camión por el camino de tierra de la granja desierta. Salió a la autopista, donde giró hacia el norte, y se alejó de Nueva York rumbo a New Mycenae.

Era un camión corriente, con una cabina roja común y un remolque cubierto por completo por un toldo color aceituna parduzco; cuando adelantaban a alguien pasaban desapercibidos. Pero debajo del toldo estaba escondida una máquina de tren increíblemente brillante, en cuyos costados se combinaban escenas de transportes ferroviarios pintadas en luminosos colores con unas letras rojas, de treinta centímetros de alto, en las que podía leerse: LA ISLA DE LA ALEGRÍA – PARQUE DE ATRACCIONES – PULGARCITO. Y debajo, en letras negras un poco más pequeñas, «La Famosa Locomotora».

Qué hilos había movido el mayor, qué historia tuvo que contar, qué sobornos pagó, qué presiones hizo para conseguir esa locomotora eran cosas que Dortmunder no sabía ni le importaban. La había conseguido a las dos semanas de habérsela pedido, eso era todo, y ahora Dortmunder se disponía a borrarle la risa de la cara al señor Prosker. Ah, sí, lo haría, estaba seguro.

Era el segundo domingo de octubre, un día soleado pero fresco, con poco tránsito en las carreteras secundarias por donde circulaban, a un buen promedio, hasta New Mycenae. Murch los condujo a través de la ciudad y salieron a la carretera en dirección al Sanatorio Claro de Luna. Pasaron frente a él y Dortmunder le echó un vistazo cuando lo dejaron atrás. Tranquilo. Los mismos dos guardias charlando en la puerta principal. Todo igual.

Viajaron otros cinco kilómetros por la misma carretera, y al fin Murch giró a la derecha. Unos doscientos metros más adelante se desvió a un lado de la carretera y se detuvo; echó el freno de mano, pero dejó el motor en marcha. Era un lugar arbolado, en pendiente, sin casas ni otras edificaciones. Unos cien metros más adelante, dos barras blancas cruzadas señalizaban un paso a nivel.

Dortmunder miró su reloj.

– Llegará dentro de cuatro minutos -dijo.

En las dos últimas semanas habían estado dando vueltas por el lugar, hasta que lo conocieron tan bien como sus propias casas. Sabían cuáles eran las vías más transitadas y cuáles eran las vías muertas. Sabían adónde iban todos los caminos vecinos, conocían todos los coches de policía del lugar y adónde solían ir los agentes a pasar la tarde del domingo, sabían de cuatro o cinco lugares donde podían esconder un camión y sabían los horarios del ferrocarril.

Lo sabían mejor que los mismos ferrocarriles, evidentemente, puesto que el tren que Dortmunder esperaba venía ya con cinco minutos de retraso. Pero al fin lo oyeron pitar en la distancia, acercarse lentamente y pasar junto a ellos. Era el mismo tren de viajeros que había transportado a Dortmunder y a los demás dos semanas atrás.

– Ésa es tu ventana -dijo Murch, señalando la ventana agujereada que pasaba lentamente.