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Dortmunder gritó:

– ¿Le pego un tiro en los tobillos y le pido a alguien que me lo traiga? ¡Venga aquí!

Una doctora que estaba cerca de allí, con pantalones negros y una bata blanca de laboratorio, gritó:

– ¡Debería darles vergüenza! ¿No se dan cuenta de que están destruyendo el concepto de realidad que estamos tratando de inculcar a esta gente? ¿Cómo esperan ustedes que puedan diferenciar entre ilusión y realidad, haciendo cosas como esto?

– Cállese -le dijo Dortmunder, y volvió a dirigirse a Prosker-: Estoy perdiendo la paciencia.

Pero Prosker seguía ahí plantado, con apariencia inocente, hasta que, de pronto, un guardia que estaba cerca de él dio un paso con rapidez y le dio un empujón, gritándole:

– ¿Quiere apartarse de ahí? Quién sabe si tiene buena puntería. ¿Quiere que maten a gente inocente?

Un coro de aprobación siguió a este comentario. Los internos (cuya distribución recordaba ahora las piezas de un tablero de ajedrez viviente) formaron una especie de hilera de porteadores y empujaron a Prosker, pasándoselo de mano en mano, desde el jardín hasta la locomotora.

Cuando llegó hasta donde estaba Dortmunder, se volvió locuaz:

– ¡No soy un hombre sano! -gritó-. ¡Estoy lleno de enfermedades, de trastornos, he perdido la memoria! De lo contrario, no estaría aquí. ¿Por qué habría de estar aquí si no estuviera enfermo? Ya les digo, perdí la memoria, no sé nada de nada.

– Venga aquí -dijo Dortmunder-. Ya se la refrescaremos.

De muy mala gana, empujado por muchas manos, Prosker subió al ténder. Kelp y Greenwood lo sujetaron, mientras Dortmunder les decía a los reclusos que no se movieran hasta que ellos se fueran.

– Además -agregó-, manden a alguien a cambiar las vías después de que nos hayamos ido. No queremos que descarrile ningún tren, ¿verdad?

Un centenar de cabezas asintió.

– Bien -dijo Dortmunder. Llamó a Chefwick-: Retrocede hasta aquí.

– Ah, muy bien -contestó Chefwick, y entre dientes murmuró-: Tuuu-tuuu. -No lo podía decir en voz alta, ahora que le podían oír esos locos; podrían hacerse una idea equivocada acerca de él.

La locomotora retrocedió lentamente hacia los macizos de flores. Dortmunder, Greenwood y Kelp rodeaban a Prosker y lo agarraban por los codos, manteniéndolo levantado unos centímetros en el aire. Y ahí estaba él, colgando y atosigado por todos lados por aquellos tipos de los trajes de goma, con los pies calzados con zapatillas balanceándose a unos cuantos centímetros del suelo.

– ¿Qué están haciendo? -exclamó-. ¿Por qué hacen esto?

– Así no se electrocutará -le respondió Greenwood-. Tenemos que pasar por las vallas electrificadas. Coopere, señor Prosker.

– Ah, sí, voy a cooperar -dijo Prosker-. Voy a cooperar.

– Sí, claro que lo hará -aseguró Dortmunder.

6

Murch, parado junto a las vías, fumaba un Marlboro y pensaba en los trenes. ¿Qué se sentiría al conducir un tren, uno de verdad, un diésel moderno? Claro que uno no podía cambiar de ruta cuando quisiera, pero, de todos modos, podía resultar interesante, muy interesante.

En los últimos quince minutos sólo había pasado un vehículo, rumbo al oeste, una vieja camioneta verde con un canoso granjero al volante y una gran cantidad de cosas metálicas atrás que hicieron clanc cuando la furgoneta cruzó las vías. El granjero dirigió a Murch una torva mirada, como si sospechara que Murch fuese el responsable del ruido.

Al cabo de un minuto o dos se oyó otro ruido, apagado y muy lejano: era el breve tartamudeo de una ráfaga de metralleta. Murch escuchaba con atención, pero el ruido no se repitió. Quizá sólo fuera una advertencia, y no una señal de dificultades.

Ahora algo bajaba por las vías. Murch se inclinó hacia adelante y miró con atención. Era la buena y vieja Pulgarcito, deslizándose por las vías y gimiendo, marcha atrás, con su viejo motor Ford.

Bien. Murch tiró el Marlboro y corrió hacia el camión. Retrocedió y lo puso en la posición debida, a punto para cuando llegara Pulgarcito.

Chefwick, con facilidad, detuvo la locomotora a unos pocos metros de la parte trasera del camión. Parecía un poco triste ante la perspectiva de recuperar su tamaño normal, pero no tenía alternativa. Su poción mágica se había agotado.

Mientras Greenwood seguía vigilando a Prosker en el ténder, Dortmunder y Kelp se quitaron el traje de goma y salieron para colocar la rampa en su lugar. Cuidadosamente, Chefwick metió la locomotora marcha atrás en el camión, y después Dortmunder y Kelp introdujeron la rampa. Kelp subió al camión, y Dortmunder cerró la puerta y dio la vuelta para subir a la cabina junto a Murch.

– ¿Todo bien? -preguntó Murch.

– Ningún problema.

– ¿Al lugar más cercano?

– Donde te parezca mejor -contestó Dortmunder.

Murch puso el camión en marcha y arrancó, y tres kilómetros después tomó una curva hacia la izquierda para coger un camino, uno de los que habían señalado durante las dos últimas semanas. Éste, ellos lo sabían, se perdía en los bosques sin llevar a ninguna parte. Había ciertos indicios, en el primer kilómetro, de que alguna vez había sido utilizado como paseo de enamorados, pero más adelante se volvía más estrecho y cubierto de hierba hasta desaparecer por completo en medio de una hoya seca, sin vestigios humanos, excepto un par de hileras de piedras serpenteantes que alguna vez fueron cercados y que ahora se desmoronaban en su mayor parte. Tal vez hubo allí una granja, o tal vez una ciudad entera. Las landas boscosas en los estados del noroeste están llenas de granjas abandonadas desde hace mucho tiempo y de pueblos rurales desiertos, algunos de ellos ya desaparecidos sin dejar rastro y otros de los que aún pervive un fortuito muro de piedra o una lápida semienterrada que indica dónde estaba el cementerio.

Murch llevó el camión tan lejos como se atrevió y lo detuvo.

– Escuchad el silencio -dijo.

La tarde moría y en los bosques no se oía ni un ruido. Era un silencio más calmo, más tenue que el del sanatorio después de la ráfaga de metralleta de Dortmunder, pero tan absoluto como aquél.

Dortmunder salió de la cabina, y cuando la cerró, el portazo resonó como un fragor de guerra entre los árboles. Murch había salido por el otro lado. Caminaron por separado a ambos lados del remolque y se encontraron de nuevo al final. Alrededor se erguían tres troncos, y bajo sus pies, se extendían las rojas y anaranjadas hojas muertas. Otras hojas cubrían aún las ramas y revoloteaban sin cesar en una aleteante caída, movimiento que mantenía a Dortmunder mirando de derecha a izquierda sin parar.

Dortmunder abrió la puerta trasera, y él y Murch treparon al remolque y cerraron la puerta tras ellos. El interior estaba iluminado por tres lámparas de cristal esmerilado, espaciadas a lo largo del techo. La locomotora ocupaba casi todo el espacio, sin dejar sitio para pasar por el lado derecho y apenas el suficiente para pasar por el izquierdo. Dortmunder y Murch fueron hasta el ténder y subieron a bordo.

Prosker estaba sentado sobre el cajón de las armas; su inocente expresión de amnésico se disipaba por momentos. Kelp, Greenwood y Chefwick estaban de pie, mirándolo. No había armas a la vista.

Dortmunder se acercó a él y le dijo:

– Prosker, más sencillo no puede ser. Si nos quedamos sin diamante, usted se queda sin vida. Desembuche.

Prosker levantó la mirada hacia Dortmunder, con una expresión tan inocente como la del perrito que ha perdido el periódico, y respondió:

– No sé de qué me hablan. Soy un hombre enfermo.

Greenwood, enfadado, sugirió:

– Atémoslo a las vías para que le pase el tren por encima unas cuantas veces. Quizá entonces hable.

– Lo dudo -dijo Chefwick.