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Dortmunder lo miró.

– ¿Piensa que estamos aquí por los doscientos semanales?

– No lo sé -contestó el mayor-. A estas alturas ya no sé qué pensar, ciertamente.

– Le daré mi respuesta dentro de una semana -aseguró Dortmunder-. Si la respuesta es no, malgastará sólo una semana de salarios. En realidad, mayor, como usted me está irritando, le diré algo más: si mi respuesta es no, le devolveré mis doscientos.

– No es necesario -repuso el mayor-. Los doscientos dólares no son problema.

– Entonces, basta de hablar como si lo fueran. Le contestaré dentro de una semana.

– No es necesario precipitarse -contestó el mayor-. Tómese su tiempo. Lo que pasa es que estoy contrariado, como todos ustedes. Por el mismo motivo. Y Kelp tiene razón: no deberíamos pelearnos entre nosotros.

– ¿Por qué no? -preguntó Prosker, sonriéndoles.

Greenwood se inclinó y, golpeándole con los nudillos detrás de la oreja, le dijo:

– Está empezando de nuevo. Mejor que no lo haga.

El mayor señaló a Prosker y dijo:

– ¿Y qué pasa con él?

– Nos dijo dónde encontrar la llave en su estudio, así que ya no lo necesitamos -respondió Dortmunder-. Pero no podemos dejarlo ir todavía. ¿Dispone de un sótano?

El mayor lo miró sorprendido:

– ¿Quieren que lo retenga aquí?

– Durante algún tiempo -contestó Dortmunder.

Prosker miró al mayor, diciendo:

– Eso se llama ser encubridor.

Greenwood se estiró y le arreó una patada en la espinilla:

– Pero ¿cuándo va a aprender a callarse?

Prosker se volvió y se encaró con él.

– Basta, Greenwood -dijo con calma, pero con cierta irritación.

Greenwood se quedó mirándolo, atónito.

El mayor se dirigió a Dortmunder:

– No me gusta nada tenerlo aquí, pero supongo que no disponen de otro lugar.

– Así es.

El mayor se encogió de hombros.

– Entonces, está bien.

– Nos veremos -afirmó Dortmunder, y se dirigió hacia la puerta.

– Un momento -dijo el mayor-. Por favor, esperen hasta que vengan refuerzos. Preferiría no quedarme a solas con mi prisionero.

– Claro -respondió Dortmunder; él y los otros cuatro se quedaron cerca de la puerta mientras el mayor hablaba por el intercomunicador. Prosker seguía sentado en el centro de la habitación, sonriendo amablemente, con la mano derecha metida en el bolsillo de la bata. Poco después, dos negros musculosos entraron, saludaron al mayor y hablaron en una lengua extranjera.

– Estaré en contacto con usted, mayor -dijo Dortmunder.

– Bien -respondió el mayor-. Sigo teniendo confianza en usted, Dortmunder.

Dortmunder gruñó y salió del despacho, seguido por los otros cuatro.

El mayor, en su lengua nativa, les dijo a los negros musculosos que instalaran a Prosker en el sótano. Lo obedecieron y levantaron a Prosker por los codos. Prosker dijo al mayor:

– Un hermoso conjunto de muchachos, ésos, pero terriblemente Cándidos.

– Adiós, señor Prosker -respondió el mayor.

Prosker seguía mirándolo, tranquilo y amable, mientras los negros musculosos lo conducían hacia la puerta.

– ¿Se da cuenta -preguntó alegremente- de que ni siquiera se les ha ocurrido preguntarse si de veras tiene usted intención de pagarles cuando reciba el diamante?

– ¡Moka! -exclamó el mayor, y los negros musculosos se pararon a medio camino de la puerta-. Kamina loba dai. -Y los negros musculosos se dieron la vuelta y sentaron a Prosker en la silla-. Torolima -dijo el mayor, y los negros musculosos abandonaron el despacho.

Prosker, sentado, seguía sonriendo.

– ¿Usted les sugirió esa posibilidad? -preguntó el mayor.

– Por supuesto que no -contestó Prosker.

– ¿Por qué no?

– Mayor -dijo Prosker-, usted es negro y yo soy blanco. Usted es miembro del ejército y yo soy abogado. Usted es africano y yo soy norteamericano. Pero de algún modo percibo una cierta afinidad entre nosotros, mayor, que no siento con ninguno de esos notables personajes que acaban de irse.

El mayor volvió a sentarse lentamente tras su escritorio.

– ¿Y usted qué gana, Prosker? -interrogó.

Prosker volvió a sonreír.

– Estaba esperando que usted me lo dijera, mayor.

2

Eran las nueve de la noche del miércoles, dos días después de la reunión en el despacho del mayor Iko; Dortmunder entró en el O. J. Bar and Grill y saludó a Rollo, que dijo:

– Me alegra verlo de nuevo.

– ¿Hay alguien más por ahí?

– Todos menos el de la cerveza con sal. El otro del whisky ya tiene su vaso.

– Gracias.

Dortmunder siguió caminando hasta el cuarto de atrás, donde Kelp, Greenwood y Chefwick estaban sentados en torno a la mesa redonda, bajo la luz de la verde tulipa metálica. La mesa estaba cubierta con las pruebas de que se estaba planeando un delito: fotografías y bocetos y hasta planos de la Calle 46, de la Quinta Avenida y de una sucursal del Capitalists & Immigrants National Bank (cuya imagen publicitaria en televisión era un perro pastor alemán con el lema «Deje que C & I sea el guía de todos sus intereses bancarios»).

Dortmunder se sentó frente a su vaso vacío, intercambió saludos con los demás y se sirvió un poco de whisky. Bebió, posó el vaso y preguntó:

– ¿Y bien? ¿Qué pensáis?

– Malo -contestó Kelp.

– Pésimo -respondió Greenwood.

– Estoy de acuerdo -dijo Chefwick-. ¿Y tú qué piensas, Dortmunder?

Se abrió la puerta y entró Murch. Todos dijeron hola y él anunció:

– Esta vez me equivoqué. -Se sentó en la silla vacante y agregó-: Pensé que podría resultar una buena idea tomar por la avenida Pennsylvania hasta el Interborough, y luego, del bulevar Woodhaven al bulevar Queens y el puente de la Calle 59, pero no resultó. Te encuentras con un tráfico terrible, especialmente en el bulevar Queens; los coches van circulando, pero ocupan todos los carriles para hacerlo, así que te pillan todos los semáforos. Si no, habría llegado antes de tiempo.

– La pregunta es: ¿qué piensas del asunto del banco? -dijo Dortmunder.

– Bueno, no podemos preparar la fuga, eso es seguro. La Calle 46 es dirección única hacia el sur, lo que nos da solamente la mitad de las direcciones acostumbradas; eso para empezar. También está el problema de los semáforos. Hay un semáforo en cada uno de los cruces de Manhattan y los pillas siempre en rojo. Si tiras por la 46 hacia Madison, te quedas en mitad de la calle. Si vas hacia el sur por la Quinta Avenida, puedes circular sin interrupción, porque hay semáforos sincronizados, pero lo están para permitir circular a unos treinta y cinco kilómetros por hora, y no se puede escapar a treinta y cinco por hora.

– ¿Y qué pasa por la noche?

– Hay menos tráfico, pero los mismos semáforos. Y siempre hay policías dando vueltas por el centro, así que no conviene saltarse ningún semáforo. Y si lo haces, aparece un policía en las primeras diez manzanas. Imposible preparar una fuga en coche, ni de noche ni de día.

– ¿El helicóptero otra vez? -preguntó Greenwood.

– He pensado en ello, pero no sirve -contestó Kelp-. Es un edificio de cuarenta y seis pisos, con el banco en la planta baja. No se puede aterrizar con el helicóptero en la calle, y si aterrizáramos en la terraza tendríamos que escapar por el ascensor, y eso tampoco resultaría, porque lo único que la policía tendría que hacer sería cortar la corriente del ascensor con nosotros dentro y pescarnos como a sardinas en lata.

– Claro -dijo Murch-. No hay forma de preparar una fuga desde la Calle 46 y la Quinta Avenida.

Dortmunder asintió con la cabeza y preguntó a Chefwick:

– ¿Y qué pasa con las cerraduras?

Chefwick sacudió la cabeza: