– Todavía no he bajado al sótano, pero por lo que he podido ver en la puerta principal, no tiene el tipo de cerradura que se pueda forzar con ganzúa. Haría falta una carga explosiva, quizá barrenar. Mucho tiempo…, y mucho ruido.
Dortmunder asintió de nuevo y miró a Kelp y a Greenwood:
– ¿Alguna sugerencia? ¿Alguna idea?
Kelp dijo:
– Pensé en la posibilidad de horadar las paredes, pero es imposible. Échale un vistazo a este plano, aquí; como ves, el sótano no sólo es subterráneo, rodeado de rocas, cables telefónicos, redes eléctricas, tuberías de agua y Dios sabe cuántas cosas más, sino que, además, las paredes tienen dos metros y medio de espesor, de hormigón armado, con alarmas que suenan en la comisaría del distrito.
– Me he pasado algún tiempo calculando qué podría pasar si entráramos directamente con las armas gritando: «¡Esto es un atraco!» -dijo Greenwood-. En primer lugar, nos sacarían fotos, lo que en otro momento no me molestaría, pero sí en pleno asalto. Además, todos los empleados del banco tienen timbres de alarma al alcance de los pies en su puesto de trabajo. Aparte de eso, la escalera que da al sótano está siempre cerrada, a menos que haya alguien bajando por motivos legales. Hay dos puertas cerradas, con una antesala en medio, y las dos puertas nunca están abiertas al mismo tiempo. Y también pienso que hay algo más, aunque no sé de qué se trata. Aun cuando pudiéramos preparar un plan de fuga, desde allí no podría realizarse.
– Así es -convino Dortmunder-. He llegado a la misma conclusión que vosotros, muchachos. Sólo quería oíros por si a alguno se le había ocurrido algo que se me hubiera pasado por alto.
– No -contestó Chefwick.
– ¿Quieres decir que no hay solución? -preguntó Kelp-. ¿Abandonamos? ¿No se puede hacer el trabajo?
– No he dicho eso -repuso Dortmunder-. No he dicho que el trabajo no se pueda hacer. Pero lo que todos hemos dicho es que ninguno de nosotros puede hacerlo. No es un lugar para un asalto directo. Hemos conseguido de Iko camiones, un helicóptero, una locomotora, y estoy seguro de que podemos conseguir de él todo lo que necesitemos. Pero nada de lo que pueda darnos resolverá el problema. Podría darnos un tanque y no nos ayudaría.
– Porque nunca podríamos fugarnos en él -añadió Murch.
– Es cierto.
– Aunque sería divertido conducir uno -murmuró Murch, pensativo.
– Espera un minuto, Dortmunder -dijo Kelp-, si dices que ninguno de nosotros puede llevar a cabo este trabajo, estás diciendo que el trabajo no se puede hacer. ¿Qué diferencia hay? Estamos acabados.
– No, no lo estamos -contestó Dortmunder-. Somos cinco y ninguno de nosotros podría sacar el diamante del banco. Pero eso no quiere decir que nadie en el mundo pueda hacerlo.
– ¿Quieres decir que incorporemos a alguien nuevo?…
– Quiero decir que tendríamos que conseguir un especialista. Esta vez necesitamos a alguien de fuera; lo traeremos.
– ¿Qué clase de especialista? -preguntó Greenwood, y Kelp insistió:
– ¿Quién?
– Miasmo el Grande -respondió Dortmunder.
Se hizo un corto silencio, y luego todos sonrieron.
– ¿Quieres decir que utilizaremos a Prosker?
– Yo no confiaría en Prosker -dijo Dortmunder. Todos dejaron de sonreír y se miraron confundidos. Chefwick preguntó:
– ¿Si no es Prosker, quién?
– Un empleado del banco -contestó Dortmunder. Todos volvieron a sonreír.
3
El mayor estaba inclinado sobre la mesa de billar cuando el hombre de ébano con gafas de sol reflectantes hizo pasar a Kelp. Prosker estaba sentado a sus anchas en un sillón de cuero, a un lado. Ya no llevaba pijama ni bata, sino un elegante traje, y bebía un cóctel, muy despacio, haciendo tintinear el hielo.
– ¡Ah, Kelp! -exclamó el mayor-. Venga a ver esto, lo aprendí en la televisión. -Kelp se acercó a la mesa de billar.
– ¿Le parece bien tenerlo suelto?
El mayor echó una mirada a Prosker y dijo:
– No hay por qué preocuparse. El señor Prosker y yo hemos hecho un trato. Me dio su palabra de que no intentará escaparse.
– Con su palabra y diez centavos podrían servirle un café -repuso Kelp-, pero el café sabría mejor con sólo los diez centavos.
– Además -comentó el mayor, como de pasada-, las puertas están custodiadas. Bueno, observe esto. Tengo la primera bola aquí, esas tres bolas contra la otra banda y aquella otra bola al final. Bueno, quiero hacer chocar la primera bola contra el extremo derecho de aquellas tres, y las cuatro tienen que entrar en cuatro troneras diferentes. ¿Le parece imposible?
Kelp, que ya lo había visto varias veces por televisión, con una creciente sensación de apatía, estaba seguro de que era posible, pero ¿para qué estropearle la alegría del mayor?
– Tiene que demostrármelo, mayor -contestó.
El mayor sonrió con la seguridad de quien ha estado practicando y se inclinó con cuidadosa atención sobre la mesa. Miró a lo largo del taco, hizo unas pocas tentativas de aproximación a la bola y luego golpeó. Clac-clac-claqueti-clac… Las bolas se pusieron a rodar de aquí para allá. Una cayó en una tronera, dos más también, y la cuarta chocó contra el borde y estuvo a punto de entrar, pero, en el último segundo, decidió tomar otro camino.
– ¡Mierda! -exclamó el mayor.
– Casi entró -dijo Kelp, para consolarlo-. Ahora veo cómo sería. Estuvo a punto de entrar.
– Lo hice antes de que usted llegara -aseguró el mayor- ¿No es verdad, Prosker?
– Es verdad -respondió Prosker.
– Le creo -afirmó Kelp.
– Tengo que demostrárselo -dijo el mayor-. Un momento, nada más que un momento.
Rápidamente, el mayor dispuso otra vez el juego. Kelp, echándole una mirada a Prosker, se vio correspondido por una simpática sonrisita. Decidido a no aceptar la camaradería que esa sonrisa implicaba, Kelp miró hacia otro lado.
Una vez más, el mayor estaba a punto. Urgió a Kelp a que le mirase, y Kelp le dijo que lo haría. Y lo hizo, rogando para que el mayor metiera de una vez las bolas, porque parecía dispuesto a seguir practicando toda la noche, si era necesario, para triunfar delante de Kelp.
Clac-claqueti-claqueti-clac. La bola número uno cayó en la tronera, la dos y la tres la siguieron, y la cuatro chocó en la esquina, vaciló en una banda, giró lentamente, de mala gana, y cayó en la tronera.
El mayor y Kelp, simultáneamente, suspiraron de alivio, y el mayor dejó su taco con el evidente placer de haberlo conseguido.
– Bueno -dijo, frotándose las manos-, Dortmunder me llamó ayer por la noche y me dijo que creía que había una manera de hacerlo. Se decidió pronto, muy pronto. ¿Tiene la lista para mí?
– Nada de lista esta vez -contestó Kelp-. Lo único que necesitamos es pasta. Cinco mil dólares.
El mayor clavó la mirada en él.
– Cinco mil… -tragó saliva y continuó-: Por el amor de Dios, ¿para qué?
– Tenemos que contratar a un especialista -respondió Kelp-. No podemos montar esto como las otras veces, necesitamos un especialista. Pide como honorarios cinco de los grandes. Dortmunder dice que usted lo puede descontar de nuestros salarios cuando le entreguemos el diamante, porque es un hombre extra, con quien usted no contaba.
El mayor miró de reojo a Prosker, después volvió a mirar a Kelp.
– No tengo tanto en efectivo en este momento -dijo-. ¿Con cuánta urgencia lo necesitan?
– Cuanto antes consiga la pasta -respondió Kelp-, más pronto se pondrá a trabajar el especialista.
– ¿Quién es el especialista?
– Se hace llamar Miasmo el Grande.
El mayor se quedó totalmente desconcertado.
– ¿Y ése qué hace?
Kelp se lo dijo.
El mayor y Prosker intercambiaron una sobresaltada y rápida mirada, y el mayor preguntó:
– ¿Está hablando de Prosker?