Выбрать главу

– No -aseguró Kelp, sin advertir hasta qué punto la contestación tranquilizaba a los dos-. Prosker no nos merece confianza, es capaz de volver a engañarnos.

– Está bien -comentó Prosker amablemente-. Nunca hay que confiar en nadie, eso es lo que yo digo.

El mayor le echó una mirada enfurecida.

– Nos pondremos en contacto con uno de los guardias del banco -explicó Kelp.

– Entonces, tienen un plan -dijo el mayor.

– Dortmunder preparó algo fuera de serie.

– Tendré el dinero mañana a las dos de la tarde -afirmó el mayor-. ¿Podría alguno de ustedes venir a buscarlo?

– Quizá venga yo -respondió Kelp.

– Bien, ¿y no necesitan ningún otro material?

– No, nada más que los cinco mil.

– Entonces -dijo el mayor, yendo hacia la mesa de billar-, permítame demostrarle algo más que vi…

– Me encantaría verlo, mayor -contestó Kelp rápidamente-, pero la verdad es que le prometí a Dortmunder que volvería enseguida. Debemos hacer algunos preparativos, ya sabe usted, las cosas tienen que estar listas.

El mayor se detuvo junto a la mesa, evidentemente desilusionado.

– Quizá mañana, cuando vuelva a por el dinero…

– Es una buena idea -convino Kelp, prometiéndose que al día siguiente mandaría a Murch en busca del dinero-. Bueno, hasta la vista, mayor. Ya conozco el camino hacia la puerta.

– Hasta mañana -respondió el mayor.

– Mis saludos a Greenwood y a todos los muchachos -dijo Prosker, jovialmente. Kelp salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.

El mayor se volvió furioso hacia Prosker.

– No tiene nada de gracia.

– No sospechan nada -aseguró Prosker con naturalidad-. Ninguno de ellos.

– Lo harán, si usted sigue haciéndose el gracioso.

– No, no lo harán. Sé cuál es mi límite.

– ¿De veras? -El mayor encendió un cigarrillo con movimientos nerviosos y violentos-. No me gusta jugar con esa gente -dijo-. Puede resultar peligroso. Pueden resultar muy peligrosos.

– Por eso quiere usted tenerme aquí -respondió Prosker-. Usted sabe que yo sé cómo tratar con ellos.

El mayor lo estudió con cinismo.

– Ah, ¿es eso? Me preguntaba por qué no lo había encerrado en el sótano.

– Porque le soy útil, mayor -contestó Prosker.

– Ya veremos -dijo el mayor-. Ya veremos.

4

Con traje y corbata, Dortmunder podía parecerse vagamente a un hombre de negocios de la más baja categoría. Algo así como el dueño de una lavandería en un barrio pobre. A pesar de todo, tenía un aspecto lo bastante aceptable como para hacer diligencias en un banco.

Era viernes 13. Un hombre supersticioso quizá hubiera esperado al lunes para esta parte de los preparativos, pero Dortmunder no era supersticioso. Aceptaba el hecho de que el Diamante Balabomo traía mala suerte en un mundo sin supersticiones, pero no admitía que esa contradicción le infundiera miedos irracionales hacia números, fechas, gatos negros, saleros derramados ni cualesquiera otras amenazas quiméricas con las que la gente se atormenta. Todos los demás objetos inanimados eran mansos y neutrales: únicamente el Diamante Balabomo estaba poseído por un espíritu satánico.

Dortmunder entró en el banco algo después de las dos, un momento del día relativamente tranquilo, y se dirigió hacia uno de los guardias uniformados, un hombre esbelto y canoso que absorbía el aire a través de los dientes postizos.

– Quiero informarme sobre el alquiler de una caja fuerte -dijo Dortmunder.

– Tiene que hablar con un empleado del banco -contestó el guardia, y lo acompañó hasta detrás de una barandilla.

El empleado era un joven de aspecto delicado, con traje color canela salpicado de caspa. Le dijo a Dortmunder que el alquiler de la caja era de ocho dólares y cuarenta centavos al mes. Como la información no pareció impresionar a Dortmunder, el joven le dio un formulario para que lo rellenara, con las preguntas de siempre: domicilio, ocupación y cosas por el estilo. Dortmunder contestó con mentiras preparadas para la ocasión.

Una vez rellenado el papel, el joven acompañó a Dortmunder hasta abajo para mostrarle su caja. Al pie de la escalera había un guardia uniformado y el joven explicó a Dortmunder el procedimiento de control que debería seguir cada vez que visitara su caja. La primera puerta estaba abierta y pasaron a un cuartito donde Dortmunder fue presentado a un segundo guardia uniformado, que se ocuparía de él a partir de ahí. El joven dio un apretón de manos a Dortmunder, le dio otra vez la bienvenida a la familia del C & I y volvió a subir.

El último guardia, que se llamaba Albert, dijo:

– O George o yo lo atenderemos siempre, cada vez que necesite ir a su caja.

– ¿George?

– Es el que está hoy en el escritorio con el registro de firmas.

Dortmunder asintió.

Entonces Albert abrió la puerta inferior y entraron en una morgue para liliputienses, con filas y filas de cajones para los diminutos cadáveres. Había círculos de varios colores pegados en los frontales de muchas de las cajas; cada color tenía, sin duda, un significado para el banco. El cajón de Dortmunder estaba abajo, a la izquierda. Albert usó primero su llave maestra, después le pidió a Dortmunder la llave que el joven acababa de entregarle. Dortmunder se la dio, el guardia abrió el cajón y enseguida le devolvió la llave.

La caja fuerte era en realidad un cajón de unos tres centímetros de alto, diez de ancho y cuarenta y cinco de profundidad. Albert lo sacó casi hasta el final y dijo:

– Si desea estar en privado, señor, puedo llevárselo a una de esas habitaciones de al lado.

Hizo un ademán hacia las pequeñas cámaras fuera de la morgue principal, cada una provista de una mesa y una silla, en donde el propietario de la caja podía estar a solas con ella.

– No, gracias -contestó Dortmunder-, esta vez no hace falta, sólo quiero poner esto dentro.

Y del bolsillo interior de la chaqueta sacó un voluminoso sobre lacrado que contenía siete pañuelos de papel sin usar. Con mucho cuidado lo puso en el centro del cajón y dio un paso atrás mientras Albert cerraba de nuevo la caja.

Albert lo acompañó hasta la primera puerta y George hasta la segunda; Dortmunder subió y salió a la calle, donde le pareció extraño que aún fuera de día. Miró su reloj y llamó un taxi, porque sabía que tenía que llegar al centro de la ciudad y luego hacer todo el camino de vuelta con Miasmo el Grande, antes de que los empleados del banco empezaran a irse a sus casas.

5

– Nueva York es una ciudad muy solitaria, Linda -dijo Greenwood.

– Oh, sí -afirmó ella-. Ya lo sé, Alan. -Había conservado su nombre de pila, y su nuevo apellido empezaba también con G, lo cual era bastante seguro y muy conveniente.

Greenwood acomodó la almohada bajo su cabeza y abrazó con más fuerza a la chica que estaba junto a él.

– Cuando uno se encuentra con un alma comprensiva en una ciudad como ésta -dijo-, ya no quiere dejar que se vaya.

– Ah, te entiendo -respondió ella, acomodándose más contra él, con la mejilla apoyada sobre el pecho desnudo y las tibias mantas sobre los cuerpos de ambos.

– Por eso odio tener que salir esta noche -continuó él.

– Yo también lo odio.

– Pero ¿cómo podía saber que una preciosidad como tú iba a entrar hoy en mi vida? Y ahora es demasiado tarde para cambiar de planes. Tengo que ir, no hay más remedio.

Ella levantó la cabeza y estudió la cara de él. La chimenea artificial del rincón era el único punto de luz. Lo miró atentamente, bajo esa incierta luz rojiza.

– ¿Estás seguro de que no se trata de otra chica? -Trató de hacer la pregunta en tono de broma, pero no le salió del todo bien.

Greenwood la tomó por la barbilla.

– No existe ninguna otra chica -aseguró-. En ningún lugar del mundo. -Y la besó suavemente en los labios.