– Uno de estos días -dijo el imponente hombre-, un hombre irá a verlo a su trabajo. En el banco donde usted está empleado. ¿Me comprende?
– Sí -respondió Albert Cromwell.
– El hombre le dirá: «El puesto de bananas de Afganistán». ¿Me comprende?
– Sí -afirmó Albert Cromwell.
– ¿Qué le dirá el hombre?
– El puesto de bananas de Afganistán -repitió Albert Cromwell.
– Muy bien -dijo el imponente hombre. El número 17 se iluminó brevemente sobre la puerta-. Sigue estando usted muy relajado. Cuando el hombre le diga: «El puesto de bananas de Afganistán», usted hará lo que él le diga. ¿Me comprende?
– Sí -volvió a decir Albert Cromwell.
– ¿Qué hará usted cuando el hombre diga: «El puesto de bananas de Afganistán»?
– Haré lo que él me diga -contestó Albert Cromwell.
– Muy bien -dijo el imponente hombre-. Eso está muy bien, lo está haciendo muy bien. Cuando el hombre se vaya, usted se olvidará de que ha estado allí. ¿Me comprende?
– Sí -respondió Albert Cromwell.
– ¿Qué hará cuando él se vaya?
– Me olvidaré de que él ha estado allí.
– Excelente -dijo el imponente hombre. El número 22 se iluminaba sobre la puerta-. Lo está haciendo muy bien. -Tendió la mano y apretó el botón del piso veintiséis-. Cuando yo le deje, se olvidará de nuestra conversación. Cuando llegue a su piso se sentirá descansado y muy, muy bien. No recordará nuestra conversación hasta que el hombre le diga: «El puesto de bananas de Afganistán». Entonces, usted hará lo que él diga, y después que él se haya ido, volverá a olvidarse de esta conversación y también olvidará que el hombre estuvo allí. ¿Hará todo eso?
– Sí -aseguró Albert Cromwell.
Sobre la puerta se iluminó el número 26, y el ascensor se paró.
La puerta se abrió deslizándose.
– Lo ha hecho usted muy bien -dijo el imponente hombre, saliendo al pasillo-. Muy bien -repitió.
La puerta se cerró deslizándose de nuevo, y el ascensor subió un piso más, hasta el veintisiete, donde Albert Cromwell vivía. Allí se detuvo, la puerta se abrió, y Albert Cromwell se estremeció y salió al pasillo. Sonrió. Se sentía bien, muy relajado y descansado. Caminó a lo largo del pasillo con paso animado, sintiéndose magníficamente bien, y pensaba que tal vez fuera por ese intempestivo calorcito de esa tarde. Fuera por lo que fuere, se sentía fenomenal.
7
Dortmunder entró en el banco, recordando lo que Miasmo el Grande le había dicho la noche anterior, cuando le contó su éxito con Albert Cromwell. «Si es posible -había dicho-, haga su trabajo mañana. Si no lo hace mañana, tendrá que esperar todo el fin de semana antes de probar otra vez. La sugestión durará por lo menos hasta el lunes, pero desde luego, cuanto antes lo liquide, mejor. Podría ver un programa de televisión el sábado por la noche donde alguien dijera: "El puesto de bananas de Afganistán", y su mente podría aclararse. Así que, si puede hacerlo mañana, hágalo mañana».
Ya era «mañana». Por la tarde, para ser exactos. Dortmunder ya había estado en el banco ese mismo día, a las nueve y treinta, pero cuando llegó a la escalera y miró abajo, vio que era Albert quien estaba de guardia, lo que significaba que George estaba dentro. Como no habían preparado a George, se fue. Ahora volvía, con la esperanza de que Albert y George se hubieran turnado después del almuerzo y se mantuvieran en el mismo puesto durante toda la jornada.
Estaban de suerte. Dortmunder se dirigió a la escalera y miró hacia abajo: ahí estaba George. Dortmunder no vaciló; bajó al trote las escaleras, dijo «hola» a George, firmó y franqueó la primera puerta.
No había nadie en la antesala, y durante una fracción de segundo sintió el roce helado de la aprensión en la espalda. Podía imaginarse encerrado allí por un George desbordante de maligna satisfacción, enterado de todo, que lo retendría allí hasta la llegada de la policía. Un final adecuado para la búsqueda del Diamante Balabomo.
Pero cuando George dijo: «Albert estará con usted dentro de un segundo, señor», la paranoia de Dortmunder se desvaneció como por encanto. Asintió. George cerró la puerta tras él y volvió a su escritorio.
Había un par de sillas en ese cuarto, pero Dortmunder estaba demasiado nervioso para sentarse. Se quedó donde estaba, como si alguien lo hubiese olvidado allí, como un paraguas. Al cabo de un par de minutos, la puerta se abrió y surgió una corpulenta dama de cierta edad, apretando un pequinés contra su zorro, y seguida por Albert.
Albert cerró la puerta y le dijo a Dortmunder:
– Sólo un momento, señor.
– Tómese su tiempo -respondió Dortmunder.
Albert abrió la otra puerta e hizo salir a la señora. Después se volvió hacia Dortmunder:
– Si quiere seguirme, señor.
Franquearon la puerta de adentro y fueron directamente a la caja de Dortmunder. Albert insertó su llave, le pidió a Dortmunder la suya y, tras abrir la caja, se la devolvió.
– Sólo quería esto -comentó Dortmunder, y cogió el sobre lleno de pañuelos de papel y lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
Albert usó las dos llaves para cerrar la ahora vacía caja, le devolvió a Dortmunder su llave y dijo:
– Por aquí, señor.
– El puesto de bananas de Afganistán -dijo Dortmunder.
Albert se detuvo donde estaba. Se volvió hacia Dortmunder; parecía tranquilo y dispuesto a obedecerle.
– Sí, señor -respondió.
Dortmunder cogió la llave de Prosker.
– Ahora abriremos esta caja.
– Sí, señor -Albert tomó la llave y se alejó. Dortmunder lo siguió, y ambos atravesaron el pasillo hacia la caja de Prosker. Albert usó las dos llaves y abrió la caja. Luego se quedó parado, al parecer, tranquilo, y dispuesto a obedecerle.
En la caja de Prosker había un montón de papeles, escrituras y abultados sobres blancos, certificados de nacimiento y otras cosas más. Entre todo eso había un estuche de terciopelo negro, de los que se usan para guardar gemelos y pendientes. Dortmunder estiró la mano hacia el cajón, cogió el estuche de terciopelo negro y lo abrió.
El Diamante Balabomo llenaba todo el estuche y le hacía guiños a Dortmunder bajo las luces fluorescentes. Parecía sonreírse a sí mismo dentro de la cajita.
Dortmunder cerró el estuche y lo deslizó en el bolsillo izquierdo de su chaqueta.
– Muy bien, ya está, ciérrela -le ordenó a Albert.
– Sí, señor.
Albert cerró la cajita y entregó a Dortmunder la llave de Prosker. Luego volvió a aparecer tranquilo, atento y dispuesto a obedecerle.
– Nada más. Ahora estoy listo para salir -dijo Dortmunder.
– Sí, señor.
Albert se encaminó hacia la primera puerta, la abrió y se hizo a un lado para dejar pasar a Dortmunder. Éste tuvo que esperar a que la cerrara otra vez antes de cruzar la pequeña antesala y abrir la puerta exterior. Dortmunder se adelantó y, una vez fuera, George dijo:
– Que pase un buen día, señor.
– Gracias -respondió Dortmunder. Subió por la escalera, salió del banco y llamó un taxi-. A la avenida Amsterdam con la Calle 84.
El taxi bajó por la Calle 45, giró a la derecha y se metió en pleno embotellamiento de tráfico. Dortmunder sonreía. Era increíble. Tenían el diamante, por fin. Dortmunder vio que el taxista lo miraba asombrado por el espejo retrovisor, sin duda preguntándose por qué sonreía un cliente atrapado en pleno atasco. Pero Dortmunder no podía contenerse. Siguió sonriendo.
FASE SEIS
1
En torno a la mesa, en el cuarto del fondo del O. J. Bar and Grill, estaban sentados Murch, Kelp y Chefwick. Murch bebía su cerveza con sal y Kelp su whisky solo, pero como todavía era temprano, Chefwick no bebía su acostumbrado jerez. En cambio, tomaba un refresco de cola sin calorías que bebía muy despacio. Greenwood estaba ante la barra del bar, enseñando a Rollo cómo preparar un vodka sour con hielo, y Rollo lo observaba con el ceño escépticamente fruncido, dispuesto a no recordar ninguno de los detalles.