Los tres del cuarto del fondo permanecieron en silencio durante cinco o seis minutos, hasta que Murch dijo de repente:
– ¿Sabéis? He estado pensando en eso.
– Es un error -contestó Kelp-. No pienses en eso. Te saldrá un sarpullido.
– He estado sentado aquí -insistió Murch-, tratando de pensar qué podría salir mal esta vez. Por ejemplo, que el banco se hubiera mudado ayer. O que alguno de los que trabajan allí hubiera afanado el diamante.
– Estoy de acuerdo con Kelp -dijo Chefwick con calma-. Opino que debes dejar de pensar en esas cosas. O por lo menos, deja de hablar de ello.
– Sin embargo, nada de lo que pienso me parece posible. Alguna vez tiene que cesar la mala suerte que nos persigue. Casi estoy por creer que de un momento a otro Dortmunder cruzará esa puerta con el diamante en la mano. -Murch señaló la puerta, que se abrió en ese momento, y Greenwood entró con un vodka sour en la mano. Parpadeó ligeramente ante el dedo con que Murch lo apuntaba y preguntó:
– ¿Me ha llamado alguien?
Murch dejó de señalarle.
– No -contestó-. Tan sólo decía que me sentía optimista.
– Error -comentó Greenwood, y se sentó a la mesa-. Ya he tomado la precaución de dejar la noche libre, ante la posibilidad de que tengamos que sentarnos alrededor de esta mesa para planear nuestra próxima jugada.
– Ni lo menciones siquiera -dijo Kelp.
Greenwood sacudió la cabeza.
– Si lo menciono, puede que no suceda. Pero ¿qué pasaría si hubiera llamado a alguna preciosa y complaciente jovencita y la hubiera invitado a cenar en mi nido esta noche? ¿Qué opinas, Kelp?
– Sí -afirmó Kelp-. Tienes razón.
– Exactamente -Greenwood tomó un sorbo de su vodka sour-. Mmm… Riquísimo.
– Éste es un lugar agradable -convino Murch-. Sin embargo, está lejos de mi barrio, como para que me pille de paso. Aunque si estoy en Belt o Grand Central, por qué no. -Bebió un sorbo de su cerveza y le agregó un poquito de sal.
– ¿Qué hora es? -preguntó Kelp. Pero cuando Chefwick miró el reloj, Kelp añadió rápidamente-: ¡No me lo digas! No quiero saberlo.
– Si atrapan a Dortmunder -dijo Greenwood-, tendremos que liberarlo, por supuesto. Igual que vosotros, muchachos, me liberasteis a mí.
– Naturalmente -respondió Chefwick, y los otros asintieron.
– Haya conseguido o no el diamante -siguió Greenwood.
– Claro -asintió Kelp-. ¿Qué otra cosa…?
Greenwood suspiró.
– Cuando mi querida madre me dijo que buscara un trabajo estable -contestó-, dudo que fuese esto lo que pensaba.
Murch dijo:
– ¿Creéis que alguna vez vamos a conseguir ese diamante? A lo mejor Dios quiere que volvamos al buen camino, y esto es como una amable indirecta.
– Si los cinco trabajos para el mismo diamante son una amable indirecta -respondió Kelp con amargura-, no quiero que se enfade conmigo.
– Sin embargo -expuso Chefwick, estudiando su refresco de cola bajo en calorías-, ha sido muy interesante. Mi primer vuelo en helicóptero, por ejemplo. Y conducir la Pulgarcito fue muy agradable.
– Basta de trabajos interesantes -dijo Murch-. Si todos pensáis lo mismo, desde ahora quiero cosas aburridas. Lo único que deseo es que se abra esa puerta y Dortmunder entre con el diamante en la mano. -Señaló la puerta otra vez, y la puerta se abrió otra vez, y Dortmunder entró con un vaso vacío en la mano.
Todos se quedaron mirándolo. Dortmunder miró el dedo que lo apuntaba, luego se desplazó fuera de la línea de fuego y dio la vuelta a la mesa hasta la silla vacía y la botella de whisky. Se sentó, se sirvió whisky en el vaso y tomó un trago. Todos lo observaban sin pestañear. El silencio era tan profundo que se le oyó tragar.
Miró en torno suyo, a todos ellos. Su cara no tenía expresión; las de ellos, tampoco. Al fin, Dortmunder sonrió.
2
Sobre la destartalada mesa, el diamante parecía un precioso huevo puesto por la lámpara de pantalla verde que colgaba sobre sus cabezas. La luz se reflejaba mil veces en los prismas de la piedra. Era como si el diamante se riese en silencio allí, en medio de la mesa, contento de ser el centro de atracción, feliz de sentirse admirado.
Los cinco hombres en torno a la mesa mantuvieron los ojos clavados en el diamante durante un buen rato, como esperando que se formaran imágenes de su futuro en las facetas. El mundo exterior estaba muy lejos, los ruidos confusos y amortiguados del tráfico sonaban como desde otro planeta. El silencio del cuarto del fondo del O. J. Bar and Grill era a la vez reverencial y extático. Los cinco hombres parecían envueltos en una atmósfera de pavorosa solemnidad, y sin embargo, sonreían. De oreja a oreja. Contemplando los guiños del risueño diamante y devolviéndole la sonrisa.
– Aquí está -suspiró Kelp.
Los demás cambiaron de posición, como si despertaran de un trance.
– Nunca pensé que esto llegaría a suceder.
– Pero ahí está -respondió Greenwood-. ¿No es una preciosidad?
– Ojalá que Maude pudiera ver esto -comentó Chefwick-. Debería haber traído mi Polaroid para hacerle una foto…
– Casi me da pena desprenderme de él -dijo Kelp.
Dortmunder asintió con la cabeza.
– Te comprendo -convino-. Nos ha costado tanto conseguirlo… Pero tenemos que deshacernos de él, y sin demora. Esta piedra me pone demasiado nervioso. Pienso que en cualquier momento se abrirá esa puerta y entrará un millón de policías.
– Están todos por el centro, golpeando a los jóvenes.
– De todos modos, ha llegado el momento de entregar la piedra al mayor Iko y recoger nuestro dinero.
– ¿Queréis que vayamos todos? Tengo mi coche ahí fuera -dijo Murch.
– No -respondió Dortmunder-. Los cinco juntos podríamos llamar la atención. Además, si algo sucediera, por lo menos uno de nosotros debería quedar libre y dispuesto para ayudar. Kelp, tú fuiste quien inició este trabajo. Nos metiste a los demás en él, fuiste el primero en ponerte en contacto con el mayor. Y eres tú quien le llevó siempre las listas. ¿Quieres entregarle la piedra?
– ¡Claro! -afirmó Kelp. Estaba contento-. Si creéis que lograré atravesar la ciudad…
– Murch puede llevarte. Y nosotros tres nos quedaremos aquí. Además, si vuelve a comenzar la mala suerte, el diamante jodería a cualquiera que lo llevara. Si la mala suerte te tocase a ti, lo entenderíamos.
Kelp no estaba seguro de si eso era tranquilizador o no. Mientras se sentaba con el ceño fruncido, Dortmunder tomó el diamante y volvió a ponerlo en su estuche de terciopelo negro. Se lo dio a Kelp, que lo cogió y dijo:
– Si no volvemos dentro de una hora, sabe Dios dónde estaremos.
– Esperaremos hasta saber algo de vosotros -contestó Dortmunder-. Cuando os vayáis, llamaré al mayor para decirle que abra su caja fuerte.
– Está bien. -Kelp se metió el estuche en el bolsillo, terminó su whisky y se puso en pie-. Vamos, Murch.
– Espera a que termine mi cerveza -respondió Murch. Le costaba tomarla a grandes tragos. Al fin vació el vaso y se puso en pie-. Listo.
– Nos veremos luego -dijo Kelp, y salió. Murch iba tras él, y los otros le oyeron decir-: ¿Qué te parece? ¿Vamos cruzando el parque, por la Calle 64, o…? -Y la puerta se cerró.
Dortmunder pidió prestada una moneda. Chefwick le dio una y él fue a la cabina telefónica y llamó a la embajada. Tuvo que hablar con dos personas antes de que, por fin, Iko se pusiera al teléfono. Entonces dijo:
– Haremos la entrega esta tarde.