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– ¿En serio?… -Era obvio que el mayor estaba encantado-. Éstas sí que son buenas noticias. Había perdido la esperanza.

– Nosotros también, mayor. Como usted comprenderá, es pago y entrega.

– Naturalmente. El dinero está esperando en la caja.

– El muchacho de siempre se la llevará.

– ¿No vienen todos? -El mayor parecía contrariado.

– No me gusta la idea de un viaje en grupo. Podría llamar la atención y no queremos.

– Supongo que sí… -dijo el mayor, ambiguamente-. Bien, estarán agotados. Gracias por la llamada. Espero a su amigo.

– Bien -contestó Dortmunder. Colgó y salió de la cabina.

Rollo lo examinó cuando volvía al cuarto del fondo y le dijo:

– Hoy parece muy animado.

– Hoy es un día animado -respondió Dortmunder-. Parece que no volveremos a usar el cuarto del fondo durante una buena temporada.

-Mazeltov [1] -dijo Rollo.

– Sí -convino Dortmunder, y entró en el cuarto del fondo a esperar.

3

El mismo hombre de ébano con las gafas reflectantes hizo pasar a Kelp, pero no le acompañó hacia la sala de siempre.

– ¡Eh! -exclamó Kelp cuando giraron hacia el otro lado-. Mesa de billar, ¿se acuerda? -Hizo los movimientos de dar con un taco.

– Oficina, hoy -dijo el hombre de ébano.

– ¡Ah! Sí, hoy es un día especial, claro. Muy bien, vamos.

Sin embargo, Kelp no se podía creer que el mayor dejara pasar la oportunidad de mostrarle alguna otra jugada que hubiera aprendido.

¿O lo haría? El hombre de ébano abrió la puerta de la oficina. Kelp entró: el mayor no estaba sentado detrás de su escritorio. Estaba Prosker, sentado allí como si hubiera sido el dueño del tugurio, sonriendo amablemente a Kelp, como una araña a una mosca.

En cuanto cruzó la puerta, Kelp se detuvo, pero una mano en el centro de su espalda lo empujó dentro.

– ¡Eh! -exclamó, y se dio la vuelta.

El hombre de ébano, que había entrado tras él, cerró la puerta, sacó una automática del bolsillo y apuntó a Kelp en la nariz.

Kelp dio unos pasos hacia atrás, poniendo más distancia entre él y el cañón de la automática.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó; entonces vio a otros dos negros con armas en la mano, de pie contra la pared del fondo.

Prosker contenía la risa.

Kelp se volvió hacia él y lo miró, furioso.

– ¿Qué ha hecho usted con el mayor?

Prosker soltó la lengua.

– ¡Con el mayor! ¡Ay, Dios mío! ¡Ustedes son infantiles, muy infantiles! ¡Qué he hecho yo con el mayor!

Kelp dio un paso amenazador hacia adelante.

– Sí, ¿qué ha hecho usted con el mayor? ¿Qué está tramando?

– Estoy hablando en nombre del mayor -contestó Prosker, controlándose. Tenía las manos cómodamente apoyadas sobre el escritorio-. Ahora trabajo para el mayor, y el mayor ha pensado que debo ser yo quien asuma la tarea de explicarle las realidades de la vida. Ha pensado que una mentalidad jurídica es más capaz de resumir todo el asunto en unas pocas frases, que luego podrá usted repetir a sus amigos. Por otra parte, yo mismo contribuí mucho a esta conspiración.

– ¿Conspiración? -Kelp se imaginó esos tres revólveres abriéndole agujeritos en la nuca; pero que lo condenaran si mostraba otra cosa que confianza en sí mismo y cabreo-. ¿Qué conspiración? -preguntó.

– Siéntese, Kelp -propuso Prosker-. Hablaremos.

– No hablaremos nada -repuso Kelp-. Sólo hablaré con el mayor.

La sonrisa de Prosker se volvió triste.

– ¿Tendré que pedirles a los hombres que están detrás de usted que lo obliguen a sentarse? ¿No preferiría que arregláramos todo esto sin violencia?

Kelp se lo pensó y dijo:

– Muy bien, le escucho. Hasta ahora, todo esto es pura palabrería. -Y se sentó.

– Palabrería es lo único que usted conseguirá, me temo -dijo Prosker-, así que escúcheme con atención. En primer lugar, me devolverá el Diamante Balabomo a mí, y no recibirá ningún dinero por él. El mayor les ha pagado ya catorce mil trescientos dólares, más cinco mil para ese hipnotizador, más unos cinco mil por otros gastos, lo que suma más de veinticuatro mil dólares. Considera que es suficiente.

– Por un diamante de medio millón de dólares… -murmuró Kelp con amargura.

– … que en realidad pertenece al país del mayor, de todos modos. Veinticuatro mil dólares es muchísimo dinero para un país pequeño y naciente como Talabwo, particularmente cuando se ha pagado para recuperar algo de su propiedad.

– ¿Se supone que debo sentir lástima por Talabwo? -preguntó Kelp-. Ustedes me están secuestrando, mis compañeros y yo hemos sido víctimas de un fraude de doscientos mil dólares, ¿y usted quiere que sienta lástima por un país cualquiera de África?

– Lo único que quiero es que usted comprenda la situación. Primero, quiero que comprenda por qué el mayor se siente justificado para no hacer más pagos por la devolución de algo que pertenece a su país. Creo que así queda explicado el primer punto. Vamos al segundo. El mayor preferiría que usted y los demás no causaran ningún problema acerca de esto.

– Ah, ¿lo preferiría? -dijo Kelp sonriendo con la mitad de la boca-. Eso le resultará un poco difícil al mayor.

– No necesariamente. Recuerde la pasión del mayor por los expedientes.

Kelp frunció el ceño.

– Papeles en carpetas. ¿Y eso qué?

– Depende mucho de quién abra esas carpetas y lea esos papeles. El Manhattan DA, por ejemplo, que encontraría fascinantes las cinco carpetas de ustedes. Resolverían cinco delitos espectaculares de reciente cosecha, por un lado, y además, les darían amplias sugerencias sobre algún otro delito no resuelto del pasado.

Kelp miró de reojo a Prosker.

– ¿El mayor va a hacer eso?

– Únicamente si le causan problemas -respondió Prosker. Se reclinó en su asiento y extendió las manos-. Después de todo, ustedes han salido bien parados, considerando la ineptitud con que resolvieron el trabajo.

– ¡Ineptitud!

– Tuvieron que hacer cinco intentos para conseguir el diamante -le recordó Prosker. Levantó una mano para anticiparse a las balbuceantes objeciones de Kelp y agregó-: No los estoy criticando. Todo está bien cuando termina bien, como dijo una vez el bardo, y usted y sus amigos finalmente han entregado el diamante. Pero en verdad no son los modelos de eficiencia y profesionalidad que el mayor creyó contratar.

– Se proponía traicionarnos desde el principio -dijo Kelp, furioso.

– No opino sobre eso -contestó Prosker-. Bueno, ponga el diamante sobre el escritorio, por favor.

– No pensará que estoy lo bastante loco como para traerlo conmigo, ¿no?

– Sí -afirmó Prosker, sereno-. El problema es otro: ¿está usted lo bastante loco como para obligar a esos señores que están detrás de usted a que lo fuercen a entregarlo?

Kelp lo pensó, furioso y amargado, y decidió que no estaba tan loco. No tenía sentido recibir golpes innecesarios. No había más remedio que dar por perdido ese asalto y consolarse con la idea de que el combate no había terminado. Rebuscó en sus bolsillos, sacó el estuche de terciopelo negro y lo depositó sobre el escritorio.

– Muy bien -dijo Prosker, sonriendo al estuche. Extendió las dos manos, lo abrió y sonrió a su contenido. Cerró el estuche, miró por encima de Kelp a los tres silenciosos cancerberos, y añadió-: Uno de ustedes debería llevar esto al mayor.

El hombre de ébano se adelantó, con la luz reflejándose en sus gafas, y cogió el estuche. Kelp lo miró salir del despacho. Prosker dijo:

– Bueno. -Kelp volvió la mirada hacia él-. Bueno -repitió Prosker-, le diré qué ocurrirá ahora. En síntesis: ahora saldré de aquí y me presentaré a la policía. He inventado un cuento fantástico acerca de cómo fui raptado por un grupo que tenía la equivocada impresión de que yo sabía dónde estaba escondido el botín de un ex cliente mío. Les llevó varios días aceptar su error y al fin me dejaron marchar. No reconocí a ninguno de ellos y espero no ver ninguna de sus fotos en las listas de delincuentes. ¿Comprende usted? Ni el mayor ni yo tenemos interés en causarles dificultades innecesarias. Deseamos que se metan eso en la cabeza y que no nos obliguen a tomar medidas más severas.