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– Siga -dijo Kelp-. ¿Qué más?

– Nada más -contestó Prosker-. Les han pagado como merecían. El mayor y yo cargamos sobre nosotros los delitos cometidos por ustedes en relación con el diamante. Si ahora los cinco se dedican a sus propios asuntos, el tema puede quedar zanjado. Pero si alguno de ustedes nos crea algún problema al mayor o a mí, la vida se complicará mucho para todos ustedes.

– El mayor puede regresar a Talabwo, pero usted seguirá aquí -señaló Kelp.

– En realidad, no -respondió Prosker, sonriendo amablemente-. En Talabwo hay un puesto vacante de asesor legal para la redacción de su nueva Constitución. Un trabajo bien pagado, desde luego, con un subsidio del Gobierno de Estados Unidos. Llevará unos cinco años redactar una nueva Constitución. Me gusta mucho la idea de cambiar de escenario.

– Estoy dispuesto a sugerirle un cambio de escenario -dijo Kelp.

– No lo dudo -admitió Prosker. Echó un vistazo a su reloj-. Lamento apurarlo -añadió-, pero ando un poco escaso de tiempo. ¿Alguna otra pregunta?

– Ninguna que usted desee contestar -dijo Kelp, poniéndose de pie-. Hasta la vista, Prosker.

– Lo dudo -replicó Prosker-. Esos dos caballeros lo acompañarán hasta la puerta.

Kelp salió entre los dos negros, que cerraron la puerta con firmeza tras él una vez que estuvo fuera.

El coche de Murch estaba a la vuelta de la esquina. Kelp corrió hacia él y se deslizó en el asiento delantero.

– ¿Todo bien? -preguntó Murch.

– Todo una mierda -respondió Kelp rápidamente-. Ponte donde se pueda ver la esquina.

Murch puso en marcha el coche mientras preguntaba:

– ¿Cuál es el problema?

– Traición. Tengo que hacer una llamada. Si alguien sale de la embajada antes de que yo vuelva, atropéllalo.

– Está bien -asintió Murch, y Kelp bajó del coche.

4

Rollo fue hasta el cuarto del fondo y dijo:

– El del whisky al teléfono. Quiere hablar con usted.

– Me lo imaginaba -comentó Greenwood-. Algo ha salido mal.

– Quizá no -contestó Dortmunder, pero su cara demostraba que tenía serias dudas. Se levantó y, precedido por Rollo, fue rápidamente hacia la cabina telefónica. Se metió dentro, cerró la puerta, cogió el auricular y preguntó-: ¿Sí?

– Traición -respondió la voz de Kelp-. Ven enseguida.

– Hecho -dijo Dortmunder, y colgó. Salió de la cabina y volvió al cuarto del fondo, llamando a Rollo en el camino-. Volveremos pronto.

– Seguro -asintió Rollo-. En cualquier momento.

Dortmunder abrió la puerta del cuarto del fondo, asomó la cabeza y dijo:

– Vamos.

– Es muy irritante -dijo Chefwick.

Depositó con energía su refresco de cola sin calorías sobre la mesa y siguió a Dortmunder y a Greenwood fuera del bar.

Consiguieron un taxi enseguida, pero les costó una eternidad cruzar el parque. En todo caso, les pareció una eternidad. Cuando la eternidad pasó, Dortmunder y los demás se bajaron del taxi en la esquina, a media manzana de la embajada de Talabwo. Murch se acercó corriendo cuando el taxi se fue.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Dortmunder.

– Traición -contestó Murch-. Prosker y el mayor trabajan juntos.

– Debimos enterrarlo en el bosque. Ya lo suponía, fui demasiado bueno -dijo Greenwood.

– Cállate -ordenó Dortmunder. Y, dirigiéndose a Murch-: ¿Dónde está Kelp?

– Siguiéndolos -respondió Murch-. Hace unos cinco minutos, el mayor, Prosker y otros tres salieron y cogieron un taxi. Iban con equipaje, y Kelp va tras ellos en otro taxi.

– Mierda -dijo Dortmunder-. Hemos perdido demasiado tiempo cruzando el parque.

– ¿Se supone que tenemos que esperar aquí a Kelp? -preguntó Greenwood.

Murch señaló la cabina de teléfonos de la esquina opuesta:

– Apuntó ese número de teléfono. Nos llamará en cuanto pueda.

– Buena idea -convino Dortmunder-. Muy bien, Murch, tú te quedas en la cabina. Chefwick, tú y yo nos vamos a la embajada. ¿Llevas tu revólver encima, Greenwood?

– Claro.

– Pásamelo.

Greenwood le entregó su Terrier. Dortmunder lo metió en el bolsillo de la chaqueta y le dijo a Greenwood:

– Quédate ahí fuera y vigila. Vamos.

Murch regresó a la cabina, y Dortmunder, Chefwick y Greenwood se dirigieron a la calle de la embajada. Greenwood se detuvo y, recostándose contra la ornamentada barandilla de hierro, encendió negligentemente un cigarrillo mientras Dortmunder y Chefwick subían por la escalinata de piedra. Chefwick iba sacando variadas herramientas de precisión de sus bolsillos.

Eran ya casi las cuatro de esa tarde del viernes, y la Quinta Avenida rebosaba de tráfico; taxis, autobuses, de cuando en cuando algunos coches particulares y, por aquí y por allá, alguna limusina negra deslizándose en dirección al sur: una perezosa corriente fluía por la Quinta Avenida, con el parque a la derecha y los impresionantes edificios de piedra vieja a la izquierda. Las aceras estaban también muy concurridas, con niñeras que empujaban cochecitos de bebés, ascensoristas que paseaban perros salchicha y enfermeras de color que acompañaban a encorvados ancianos. Dortmunder y Chefwick daban la espalda a todo eso, cubriendo las atareadas manos de Chefwick cuando éste atravesó la puerta como un coche acrobático atravesando un aro de papel. La puerta se abrió con mansedumbre, y Dortmunder y Chefwick entraron. Dortmunder sacó el revólver mientras Chefwick cerraba la puerta tras ellos.

Las dos primeras salas por las que pasaron, haciendo rápidas exploraciones, estaban vacías, pero en la tercera había dos máquinas de escribir y dos mecanógrafas negras. Las encerraron con llave en un cuarto y Dortmunder y Chefwick siguieron a lo suyo.

En el despacho del mayor Iko encontraron un bloc de notas donde se leía escrito a lápiz en el encabezamiento de la página: «Kennedy -Vuelo 301- 7 y 15». Chefwick dijo:

– Deben de haber ido ahí.

– ¿Pero a qué compañía?

Chefwick miró sorprendido. Volvió a leer la nota.

– No lo dice.

– La guía de teléfonos -dijo Dortmunder-. Las páginas amarillas.

Los dos se pusieron a abrir cajones. El tomo de páginas amarillas de Manhattan estaba en el último cajón de la izquierda del escritorio. Chefwick preguntó:

– ¿Vas a llamar a todas las compañías?

– Espero que no. Probemos con PanAm. -Buscó el número, marcó y, después de catorce señales de llamada, una amable voz femenina, aunque algo metálica, contestó-. Tengo que hacerle una pregunta que le parecerá estúpida, pero trato de impedir una fuga.

– ¿Una fuga, señor?

– Aborrezco cruzarme en el camino de unos jóvenes enamorados -dijo Dortmunder-, pero acabamos de enterarnos de que el hombre está casado. Sabemos que viajará esta noche desde el aeropuerto Kennedy a las siete quince. El vuelo es el tres-cero-uno.

– ¿Es un vuelo PanAm, señor?

– No lo sabemos. No sabemos con qué compañía volarán y no sabemos adónde van.

Se abrió la puerta del despacho y el hombre de ébano entró. Una luz blanca se reflejaba en sus gafas. Dortmunder siguió hablando por el teléfono:

– Espere un segundo. -Apoyó el auricular contra su pecho y mostró al hombre de ébano el revólver de Greenwood-. Quédese ahí -conminó, señalando un panel desnudo de pared lejos de la puerta.

El hombre de ébano levantó las manos y se dirigió hacia donde Dortmunder le había indicado.