Dortmunder mantenía los ojos y el revólver apuntando al hombre de ébano, y habló de nuevo por el teléfono.
– Disculpe. La madre de la chica está histérica.
– Señor, ¿todo lo que sabemos es el número de vuelo y la hora de partida?
– Y que sale de Kennedy, sí.
– Esto nos puede llevar un poco de tiempo, señor.
– Estoy dispuesto a esperar.
– Lo haré lo más rápido posible, ¿espera?
– Por supuesto.
Se oyó un clic, y Dortmunder le dijo a Chefwick:
– Cachéalo.
– Por supuesto. -Chefwick registró al hombre de ébano y le encontró una Beretta automática del calibre 25, un arma pequeña y peligrosa que Kelp ya había visto antes, ese mismo día.
– Átalo -dijo Dortmunder.
– Exactamente lo que pensaba hacer -contestó Chefwick. Y, dirigiéndose al hombre de ébano-: Deme su corbata y los cordones de los zapatos.
– Fracasarán -afirmó el hombre de ébano.
– Si prefiere que le disparen, métele la bala en el estómago para que haga menos ruido -dijo Dortmunder.
– Naturalmente -asintió Chefwick.
– Quiero cooperar -dijo el hombre de ébano, empezando a desanudarse la corbata-. Pero no importa, fracasarán.
Dortmunder mantenía el auricular junto al oído y el arma apuntando al hombre de ébano, que le entregó la corbata y los cordones a Chefwick.
– Ahora quítese los zapatos y los calcetines y póngase de cara al suelo -ordenó Chefwick.
– No importa lo que hagan conmigo -respondió el hombre de ébano-. No tengo importancia, y ustedes fracasarán.
– Como no se dé más prisa -dijo Dortmunder-, se convertirá en algo de menor importancia todavía.
El hombre de ébano se sentó en el suelo y se quitó los zapatos y los calcetines; después, se tumbó boca abajo. Chefwick utilizó uno de los cordones para atarle los pulgares a la espalda, el otro para atarle los dedos de los pies, y luego le metió la corbata en la boca.
Justo cuando Chefwick acababa de hacer todo esto, Dortmunder oyó otro clic, y la voz femenina dijo:
– ¡Al fin lo encontré, señor!
– Se lo agradezco de veras -respondió Dortmunder.
– Es un vuelo de Air France a París -dijo-. Es el único vuelo con ese número que sale a esa hora.
– Muchísimas gracias.
– Es muy romántico, ¿verdad, señor? -preguntó la voz femenina-. Una fuga a París…
– Me imagino que sí -respondió Dortmunder.
– Es una lástima que el hombre ya esté casado.
– Esas cosas suceden -contestó Dortmunder-. Gracias otra vez.
– Estamos a su disposición, señor.
Dortmunder colgó y le dijo a Chefwick:
– Air France, a París. -Se puso de pie-. Ayúdame a arrastrar a este pájaro aquí, bajo el escritorio. No queremos que nadie lo suelte para que pueda llamar al mayor al aeropuerto Kennedy.
Hicieron rodar al hombre de ébano hasta el escritorio y salieron de la embajada sin ver a nadie más. Greenwood seguía allí enfrente, apoyado en la barandilla de hierro. Dortmunder le contó lo que sabían mientras doblaban la esquina y cruzaban la calle donde Murch aguardaba en la cabina de teléfonos. Una vez allí, Dortmunder dijo:
– Chefwick, tú te quedas aquí. Cuando Kelp llame, dile que vamos de camino y que puede dejar cualquier mensaje para nosotros en Air France. Si han ido a algún otro sitio que no sea el Kennedy, espera aquí, y si no encontramos ningún mensaje en Air France, te llamamos.
Chefwick asintió.
– Nos encontraremos todos en el O. J. cuando acabemos con esto -siguió Dortmunder-. En caso de que nos separemos, nos reuniremos allí.
– Ésta puede ser una noche muy larga -comentó Chefwick-. Mejor llamo a Maude.
– No ocupes la línea.
– Ah, no. Buena suerte.
– Nos vendría bien -respondió Dortmunder-. Vamos, Murch, muéstranos a qué velocidad nos puedes llevar al aeropuerto Kennedy.
– Bueno, desde aquí -contestó Murch, mientras cruzaban la calle hacia el coche-, iré derecho por FDR Drive hasta Triborough…
5
La chica del mostrador de Air France tenía acento francés.
– ¿Señor Dortmunder? -preguntó-. Sí, tengo un mensaje para usted. -Le dio un sobrecito.
– Gracias -contestó Dortmunder.
Él y Greenwood se alejaron del mostrador. Murch estaba fuera, aparcando el coche. Dortmunder abrió el sobre. Dentro había un papelito donde se leía en letras garabateadas: «Puerta de Oro».
Dortmunder le dio la vuelta al papel; por el otro lado estaba en blanco. Le dio la vuelta de nuevo y dijo:
– Puerta de Oro. Nada más, sólo Puerta de Oro. Lo que faltaba.
– Espera un minuto -contestó Greenwood, y se dirigió hacia la primera azafata que pasaba, una rubia bonita de pelo corto con uniforme azul oscuro-. Disculpe, ¿quiere casarse conmigo?
– Me encantaría -respondió ella-, pero mi avión sale dentro de veinte minutos.
– Cuando vuelva -dijo Greenwood-. Mientras tanto, ¿podría decirme qué es y dónde está la Puerta de Oro?
– Es el restaurante del edificio de las llegadas internacionales.
– Estupendo. ¿Cuándo podemos comer ahí?
– La próxima vez que usted esté en la ciudad.
– Magnífico. ¿Cuándo puede ser?
– ¿Usted no lo sabe?
– Todavía no. ¿Cuándo vuelve usted?
– El lunes -contestó ella sonriendo-. Llegamos a las tres y treinta de la tarde.
– Una hora perfecta para almorzar. ¿Podemos encontrarnos a las cuatro?
– Digamos a las cuatro y media.
– El lunes a las cuatro y media en la Puerta de Oro. Reservaré la mesa inmediatamente. A nombre de Grofield -dijo, dando su más reciente apellido.
– Allí estaré -aseguró ella. Tenía una bonita sonrisa y bonitos dientes.
– Nos vemos, entonces -dijo Greenwood, y volvió junto a Dortmunder-. Es un restaurante en el edificio de las llegadas internacionales.
– Vamos.
Al salir se encontraron con Murch. Lo pusieron al corriente, preguntaron a un empleado cuál era el edificio de las llegadas internacionales y cogieron un bus.
La Puerta de Oro estaba arriba, al final de una larga y ancha escalera mecánica. Al pie de ella estaba Kelp. Dortmunder y los otros dos se le acercaron y Kelp dijo:
– Están allá arriba, llenándose la barriga.
– Cogerán el vuelo de Air France a las siete y cuarto para París -respondió Dortmunder.
Kelp se quedó mirándolo.
– ¿Cómo lo supiste?
– Telepatía -contestó Greenwood-. Mi truco es ése, puedo adivinar tu peso.
– Subamos -dijo Dortmunder.
– No voy vestido para entrar en un lugar así -repuso Murch. Llevaba una cazadora de cuero y pantalones de trabajo, mientras que los otros vestían traje o chaqueta deportiva y corbata.
– ¿Hay otra manera de bajar de ahí? -preguntó Dortmunder a Kelp.
– Quizá. Éste es el único acceso para el público.
– Bien, Murch, quédate aquí abajo, por si se nos escapan a nosotros. Si lo hacen síguelos, pero no intentes nada. Kelp, ¿Chefwick sigue en la cabina telefónica?
– No, dijo que se iba al O. J. Podemos dejarle aviso allí.
– Bien. Murch, si alguien baja y tú lo sigues, déjanos el recado en el O. J. lo más rápido que puedas.
– Está bien.
Los otros tres subieron escaleras arriba y llegaron a una alfombra oscura, en una oscura superficie abierta. El mostrador del maître y una hilera de plantas artificiales separaban ese recinto del salón comedor principal. El maître en persona, con un acento francés menos encantador que el de la chica de Air France, se acercó y les preguntó cuántos eran. Dortmunder contestó:
– Vamos a esperar a los que faltan, antes de entrar.
– Muy bien, señor. -El maître se inclinó y se fue.
Kelp dijo:
– Allí están.
Dortmunder miró por entre las hojas de plástico. El comedor era amplio y estaba casi vacío. En una mesa, no demasiado lejos y junto a una ventana, estaban sentados el mayor, Prosker y tres robustos muchachos negros. Comían con mucha parsimonia: eran poco más de las cinco y tenían más de dos horas libres antes de su vuelo.