Kelp dijo:
– No me gusta atraparlos aquí. Demasiado público y demasiado cerrado.
– De acuerdo -convino Dortmunder-. Los esperaremos abajo. -Dio la vuelta y se puso en marcha.
– Enseguida estoy con vosotros -dijo Greenwood-. Asunto privado.
Dortmunder y Kelp siguieron caminando y un minuto después Greenwood se les unió. Se encontraron con Murch y los cuatro se distribuyeron por la sala de espera, con los ojos fijos en la escalera mecánica de la Puerta de Oro.
Eran casi las seis y la tarde se había convertido en noche fuera dé las ventanas de la terminal cuando el mayor, Prosker y los muchachos negros, por fin, bajaron. Dortmunder se puso en pie y se dirigió hacia ellos. Cuando lo vieron y se quedaron mirándolo, atónitos, se le dibujó una gran sonrisa en el rostro, extendió las manos y avanzó rápidamente, exclamando:
– ¡Mayor! ¡Qué sorpresa! ¡Qué agradable volver a verle de nuevo!
Tomó la inerte mano del mayor y la sacudió como si fuera una bomba de agua. Manteniendo la amplia sonrisa, dijo en voz baja:
– Los demás están por aquí. Si no quiere que le disparemos, quédese quieto.
Prosker echó una mirada alrededor y exclamó:
– ¡Dios mío! ¡Allí están!
– Dortmunder -dijo el mayor-. Creo que podemos hablar de esto.
– Tiene toda la razón, coño, claro que podemos -respondió Dortmunder-. Nosotros dos solos. Nada de abogados, nada de guardaespaldas.
– ¿No se pondrá… violento?
– Yo no, mayor -contestó Dortmunder-. Pero los demás, no sé. Greenwood mataría primero a Prosker, y es natural; pero creo que Kelp empezaría primero por usted.
– No se atreverán a hacer algo así en un lugar repleto de gente, como éste -dijo Prosker.
– Un lugar perfecto para eso -aseguró Dortmunder-. Tiros. Pánico. Nosotros entremezclados con la gente. El lugar más fácil del mundo para esconderse es entre la multitud.
– Prosker, no lo obligue a demostrarnos si es capaz de hacerlo -indicó el mayor.
– Sí, y lo es, ¡mierda! -exclamó Prosker-. Muy bien, Dortmunder, ¿qué quiere? ¿Más dinero?
– No podemos pagar ciento setenta y cinco mil -dijo el mayor-. Es sencillamente imposible.
– Doscientos mil -le recordó Dortmunder-. El precio subió con el tercer trabajo. Pero no quiero hablar delante de toda esta gente. Vamos.
– ¿Vamos? ¿Adónde?
– Sólo vamos a hablar -respondió Dortmunder-. Esta gente puede quedarse aquí y mi gente puede quedarse donde está. Usted y yo nos iremos por aquí y hablaremos. Vamos.
El mayor se mostraba muy reacio, pero Dortmunder insistió y empezó a moverse. Dortmunder, por encima del hombro, les dijo a los demás:
– Ustedes se quedan aquí, y no se les ocurra provocar ningún pánico póstumo.
Dortmunder y el mayor se alejaron por la galería que daba a la aduana, flanqueada a un lado por tiendas libres de impuestos y al otro por una barandilla desde donde la gente podía mirar abajo y ver a sus parientes que volvían de viaje o cómo humillaban a los visitantes extranjeros.
– Dortmunder, Talabwo es un país pobre -explicó el mayor-. Le puedo dar algún dinero más, pero no doscientos mil dólares. Tal vez cincuenta, otros diez mil por cabeza. Pero no nos podemos permitir el lujo de pagar nada más.
– Así que usted planeó esta traición desde el principio -dijo Dortmunder.
– No quiero mentirle -contestó el mayor.
Atrás, en la sala de espera, Prosker les decía a los tres negros:
– Si corremos en cuatro direcciones distintas no se atreverán a tirar.
– No queremos morir -repuso uno de los negros, y los otros asintieron.
– ¡No se atreverán a disparar, coño! -insistió Prosker-. ¿No saben qué hará Dortmunder? ¡Le quitará el diamante al mayor!
Los muchachos negros se miraron.
– Si no ayudan al mayor y Dortmunder le quita el diamante, recibirán algo peor que un tiro, y ustedes lo saben.
Los muchachos parecían preocupados.
– Contaré hasta tres -ordenó Prosker-, y a la de tres salgan corriendo en diferentes direcciones. Den unas vueltas y diríjanse a donde están Dortmunder y el mayor. Yo correré hacia atrás, usted derecho hacia adelante, usted hacia la izquierda y usted hacia la derecha. ¿Preparados?
No les gustaba hacerlo, pero pensar en el mal humor del mayor era todavía peor. Asintieron de mala gana.
– Uno -dijo Prosker. Podía ver a Greenwood sentado detrás de un ejemplar del Daily News-. Dos. -En otra dirección, podía ver a Kelp-. Tres. -Y echó a correr. Los muchachos negros se quedaron quietos durante un segundo o dos, y también empezaron a correr.
Ver gente que corre en un aeropuerto no llama demasiado la atención, pero esos cuatro habían empezado a hacerlo tan de repente que una docena de personas se quedaron mirándolos con sorpresa. Kelp, Greenwood y Murch también los miraron, y también echaron a correr.
Mientras tanto, Dortmunder y el mayor seguían caminando por el corredor. Dortmunder trataba de encontrar un lugar tranquilo donde poder aliviar al mayor del peso del diamante y el mayor se explayaba sobre la pobreza de Talabwo, sus remordimientos por haber intentado engañar a Dortmunder y su deseo de repararlo lo mejor posible.
Una voz distante gritó:
– ¡Dortmunder! -Reconociendo la voz de Kelp, Dortmunder se volvió y vio a dos de los muchachos negros que corrían en su dirección, empujando a los mirones a izquierda y derecha.
El mayor intentó unirse al grupo de rescate, pero Dortmunder lo agarró por el codo y lo dejó clavado donde estaba. Miró a su alrededor; justo enfrente de ellos había una dorada puerta cerrada, con un «Prohibida la entrada» escrito en letras negras. Dortmunder empujó la puerta, empujó al mayor y lo siguió. Se encontraron al principio de una escalera mugrienta y gris.
– Dortmunder, le doy mi palabra… -dijo el mayor.
– No quiero su palabra, quiero esa piedra.
– ¿Cree que la llevo encima?
– Eso es exactamente lo que usted haría con ella, no se apartaría de ella hasta encontrarse a salvo en su casa -Dortmunder sacó el revólver de Greenwood y lo hundió en el estómago del mayor-. Tardaremos más si tengo que buscársela yo.
– Dortmunder…
– ¡Cállese y deme el diamante! ¡No tengo tiempo para mentiras!
El mayor miró la cara de Dortmunder, a pocos centímetros de la suya, y murmuró:
– Le pagaré todo el dinero, yo…
– ¡Usted morirá, joder! ¡Deme el diamante!
– ¡Está bien, está bien! -contestó el mayor, balbuceando ante la urgencia de Dortmunder-. Guárdelo -dijo, y sacó del bolsillo de la chaqueta el estuche de terciopelo negro-; me pondré en contacto con usted, conseguiré el dinero para pagarle.
Dortmunder le arrebató el estuche, dio un paso atrás, lo abrió y echó un vistazo al interior. El diamante estaba allí. Levantó la mirada: el mayor saltaba sobre él. Al saltar se hundió aún más contra el cañón del revólver y cayó hacia atrás, aturdido.
Se abrió la puerta y uno de los muchachos negros entró. Dortmunder le dio un golpe en el estómago, recordando que acababa de comer; el guardaespaldas exclamó:
– ¡Fuf! -Y se dobló en dos.
Pero el otro estaba tras él, y el tercero no debía de andar lejos. Dortmunder se volvió con el diamante en una mano y el revólver en la otra, y corrió escaleras abajo.
Oyó que lo seguían, oyó gritar al mayor. La primera puerta que se encontró estaba cerrada con llave; la segunda lo condujo al exterior, en medio de la desapacible oscuridad de una tarde de octubre.
Pero, ¿dónde estaba? Dortmunder tropezó en la oscuridad, dobló por una esquina, y la noche se llenó de aviones.