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– ¿Dónde coño estamos?

– En la Carretera Ochenta de Jersey -le contestó Firgus-. Mira, ¿ves ese tipo? ¡Mira pronto, antes de que se pierda de vista!

– ¿La Carretera Ochenta? ¡Estamos en un avión, Firgus!

– ¿Quieres mirar?

– ¿Qué coño hacemos en tierra? ¿Quieres provocar un accidente? ¿Qué estás haciendo en la Carretera Ochenta?

– Ya se perdió de vista -dijo Firgus, levantando las manos-. Te dije que miraras, pero no.

– Debes de estar borracho -respondió Bullock-. ¡Estás pilotando un avión por la Carretera Ochenta!

– ¡No estoy pilotando un avión por la Carretera Ochenta!

– Bueno, entonces, ¿cómo coño le llamas a esto?

– ¡Nos secuestraron, hostia! Un tipo se subió al avión con un revólver y…

– Si hubiéramos estado en el aire, no habría sucedido.

– ¡Fue en el aeropuerto Kennedy! Un minuto antes de despegar, se subió al avión con un revólver y nos secuestró.

– Sí, claro que sí -asintió Bullock-. Y ahora estamos en La Habana, la maravillosa.

– No. Quería ir a New Jersey. Asaltó un avión para que lo llevara a New Jersey. ¿Y qué querías que hiciera? -aulló Firgus-. ¡Eso es lo que pasó!

– Uno de los dos está teniendo una pesadilla -aseguró Bullock-, y como tú llevas el control, espero que sea yo.

– Si te hubieras despertado a tiempo…

– Sí, bueno, despiértame cuando lleguemos a la laguna de Delaware. No quiero perderme la expresión de sus caras cuando el avión llegue a la cabina de peaje. -Bullock sacudió la cabeza y se volvió a acostar.

Firgus, vuelto a medias en su asiento, lo miraba furioso.

– Un tipo nos secuestró -afirmó, con la voz peligrosamente suave-. Así fue.

– Si vamos a volar a esta altura -dijo Bullock, con los ojos cerrados-, ¿por qué no paramos a comer y tomarnos un par de cafés?

– Cuando lleguemos a Pittsburgh -aseveró Firgus-, te romperé la cara. -Y puso la proa al frente, hizo girar el Vela, alzó el vuelo y viajó animado por la furia durante todo el trayecto hasta Pittsburgh.

6

El embajador de Akinzi ante las Naciones Unidas era un hombre alto y corpulento llamado Nkolimi. Una lluviosa tarde de octubre, el embajador Nkolimi estaba sentado en su comedor privado de la embajada de Akinzi, una estrecha finca urbana en la Calle 63 Este de Manhattan, cuando uno de los miembros de su personal entró y anunció:

– Embajador, afuera hay un hombre que quiere verlo.

En ese momento el embajador comía una tarta de nueces, canela y café. Ésa era, desde luego, una de las razones de que fuera tan corpulento. Era su merienda. Acompañaba la tarta con café con crema y azúcar. Disfrutaba enormemente, en más de un sentido de la palabra, y le molestaba que lo interrumpieran.

– ¿Para qué quiere verme? -preguntó.

– Dice que es respecto al Diamante Balabomo.

El embajador frunció el ceño.

– ¿Es un policía? -dijo.

– No lo creo, embajador.

– ¿Usted qué cree que es?

– Un gángster, embajador.

El embajador enarcó una ceja.

– ¿De veras? Haga entrar a ese gángster.

– Sí, embajador.

El miembro del personal salió, y el embajador rellenó el tiempo de espera y su boca con tarta. La estaba regando con café cuando el miembro del personal volvió y dijo:

– Aquí lo tengo, señor.

El embajador levantó la mano y el gángster fue llevado ante su presencia. Con un gesto indicó a Dortmunder que se sentara frente a él. El embajador, siempre masticando y engullendo, hizo otro gesto con la mano para ofrecerle tarta a Dortmunder.

– No, gracias -contestó Dortmunder.

El embajador tomó otro pequeño sorbo de café, engulló abundantemente, se dio unos golpecitos en los labios con la servilleta y dijo:

– Aaaah. Bien. Tengo entendido que quiere hablarme del Diamante Balabomo.

– Así es -dijo Dortmunder.

– ¿Qué quiere usted decirme?

– Debe quedar todo entre usted y yo -respondió Dortmunder-. Nada de policía.

– Bueno, están buscándolo, por supuesto.

– Claro -Dortmunder miró al miembro del personal, que estaba plantado cerca de la puerta, muy atento -. No quiero decir ciertas cosas delante de testigos.

El embajador meneó la cabeza y sonrió:

– En eso no puedo complacerle, me temo. Prefiero no estar a solas con un extraño.

Dortmunder pensó en ello durante unos breves segundos.

– Muy bien -dijo-. Hace poco más de cuatro meses alguien robó el Diamante Balabomo.

– Sí, ya lo sé.

– Es de gran valor.

El embajador sacudió la cabeza.

– Eso también lo sé. ¿Trata de vendérmelo?

– No exactamente -contestó Dortmunder-. Las joyas muy valiosas tienen imitaciones encargadas por sus propietarios para exhibirlas en ciertos lugares. ¿Hay imitaciones del Diamante Balabomo?

– Varias -respondió el embajador-. Y es mi más caro deseo que una de ellas hubiera estado en el Coliseo.

Dortmunder lanzó una desconfiada mirada al miembro del personal.

– Estoy aquí para proponerle un negocio -dijo.

– ¿Un negocio?

– El diamante verdadero por una de sus imitaciones.

El embajador esperó a que Dortmunder siguiera hablando, después dijo con una sonrisa perpleja:

– Creo que no lo comprendo. ¿La imitación y qué más?

– Nada más -aseguró Dortmunder-. Un negocio directo: una piedra por otra.

– Sigo sin comprender -admitió el embajador.

– Ah, y una cosa más -añadió Dortmunder-. No debe hacer ningún anuncio público hasta que yo le dé el visto bueno. Tal vez dentro de un año o dos, tal vez menos.

El embajador frunció los labios.

– Me parece que usted tiene una fascinante historia para contar.

– No ante dos testigos.

– Muy bien -dijo el embajador, y volviéndose hacia el miembro de su personal, dijo-: Espere afuera.

– Sí, embajador.

Cuando estuvieron a solas, el embajador dijo:

– Ahora.

– Esto fue lo que sucedió -comenzó Dortmunder, y le contó toda la historia sin nombres, salvo el del mayor Iko.

El embajador escuchaba, meneando la cabeza de cuando en cuando, diciendo tut-tut a ratos, y cuando Dortmunder terminó, dijo:

– Bueno. Ya sospechaba que el mayor tendría algo que ver con el robo. Muy bien, trató de estafarle, y usted ha recobrado el diamante. ¿Y ahora qué?

– Algún día -respondió Dortmunder- el mayor volverá con los doscientos mil dólares. Podría ser el mes que viene, el año que viene. No sé cuándo, pero sé que así será. Quiere el diamante.

– Talabwo lo quiere, sí -convino el embajador.

– Por eso conseguirá el dinero -dijo Dortmunder-. Lo último que me gritó el mayor fue que guardase el diamante, que me pagaría. Sé que lo hará.

– Pero ahora usted no quiere darle el diamante, ¿no es eso? Porque él trató de engañarle.

– Así es. Lo que ahora quiero entregarle es el negocio. Y lo haré. Por eso le propongo este trato. Usted recibe el verdadero diamante y lo oculta durante un tiempo. Yo me llevo la imitación y se la muestro al mayor para que la vea. Después se la vendo por doscientos mil, él se la lleva a casa, en África, en avión, y usted acaba con toda la historia y se queda con el diamante legítimo.

El embajador sonrió con tristeza…

– No tratarán muy bien al mayor en Talabwo, si paga doscientos mil dólares por un pedazo de vidrio.

– Eso mismo pienso yo.

Siempre sonriendo, el embajador sacudió la cabeza.

– Tendré presente que nunca debo tratar de engañarle.

– ¿Es un trato entonces?

– Desde luego -dijo el embajador-. Aparte de tener otra vez el diamante, aparte de cualquier otra cosa, es un trato porque he estado esperando durante años para darle al mayor una buena en el ojo. Podría contarle algunas historias propias, ¿sabe? ¿Está seguro de que no quiere un poco de tarta de café?