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Dortmunder observaba a los guardas. Parecían aburridos, pero no dormidos. Estudió el cristal, cuyo color verdoso denotaba una buena cantidad de metal en su composición. Antibalas, antirrobo. Los ángulos del cubo de cristal estaban rematados con acero cromado, al igual que la parte por donde el cristal se apoyaba en el suelo.

Se encontraban en el segundo piso del Coliseo; el techo estaba a unos nueve metros sobre sus cabezas y una gran claraboya rodeaba tres de sus lados. La Exposición de Arte y Cultura Panafricana se extendía de un extremo al otro de las cuatro plantas dedicadas a la muestra, y sus principales obras se exhibían en el segundo piso. La altura del techo hacía rebotar el ruido que la gente producía al pasar ante las obras expuestas.

Al no ser Akinzi una nación africana ni muy grande ni muy importante, el Diamante Balabomo no ocupaba el centro de la sala, pero como se consideraba una joya excepcional, tampoco estaba arrinconado contra la pared ni se exhibía en la cuarta planta. Ocupaba un lugar bastante visible, a gran distancia de cualquier salida.

– Ya he visto lo suficiente -dijo Dortmunder.

– También yo -convino Kelp.

Salieron del Coliseo y cruzaron por Columbus Circle hasta Central Park, y tomaron un camino que se dirigía al lago. Dortmunder dijo:

– No va a ser fácil sacar esa piedra de ahí.

– No, no va a serlo -respondió Kelp.

– Pienso que tal vez debamos esperar a que empiece la exposición itinerante.

– Para eso todavía falta tiempo, y a Iko no le gustaría tenernos sentados por ahí sin hacer nada, a ciento cincuenta semanales por cabeza.

– Olvídate de Iko. Si hacemos el trabajo, yo soy el único responsable. Me arreglaré con Iko; no te preocupes.

– De acuerdo, Dortmunder, como tú digas.

Caminaron hasta el lago y una vez allí se sentaron en un banco. Era el mes de junio, y Kelp miraba a las chicas que pasaban. Dortmunder, sentado, contemplaba el lago.

No sabía qué pensar de ese proyecto, ni siquiera sabía si le gustaba o no. Le agradaba la idea del dinero seguro y lo fácil que parecía transportar el pequeño objeto que tenían que robar, y estaba seguro de que podría evitar que Iko le causara problemas; pero, en cualquier caso, tendría que ser cauto. Ya había fracasado dos veces; no estaría bien fracasar otra vez. No quería pasarse el resto de sus días comiendo la bazofia que dan en la cárcel.

¿Qué era lo que no le gustaba, entonces? Bueno, por un lado, andaban detrás de un objeto valorado en medio millón de dólares, y era razonable pensar que un objeto valorado en tal cantidad estuviera fuertemente custodiado. No sería fácil arrebatarles esa piedra a los akinzi. Los cuatro guardas y el cristal antibalas, probablemente, sólo eran el aspecto más elemental de las defensas.

Por otro lado, aunque se las arreglaran para largarse con la piedra, había que contar con que la policía iría tras ellos. La policía suele dedicar más tiempo y energía a perseguir a la gente que roba un diamante de medio millón de dólares que a correr tras quien roba una televisión portátil. También intervendrían los detectives de las compañías de seguros, y, a veces, eran peor que los policías.

Y, por último, ¿cómo podía saber si se podía fiar de Iko? Ese pájaro era demasiado melifluo.

– ¿Qué piensas de Iko? -preguntó.

Kelp, sorprendido, dejó de mirar a una chica con medias verdes y contestó:

– Es un buen tipo, creo. ¿Por qué?

– ¿Te parece que nos pagará?

Kelp se rió.

– Seguro que pagará -dijo-. Quiere el diamante, tiene que pagar.

– ¿Y qué pasa, si no lo hace? No encontraríamos otro comprador en ningún lado.

– La compañía de seguros -aseguró Kelp de inmediato-. Pagarían ciento cincuenta de los grandes por una piedra de medio millón de dólares en cualquier momento.

Dortmunder asintió con la cabeza.

– Quizás -dijo-, ése sería el mejor sistema.

Kelp no le entendió.

– ¿Cuál…?

– Dejamos que Iko financie el golpe. Pero cuando consigamos el diamante, en vez de entregárselo a él, se lo vendemos a la compañía de seguros.

– No me gusta eso -respondió Kelp.

– ¿Por qué no?

– Porque él sabe quiénes somos, y si el diamante es un símbolo importante para el pueblo de ese país, podrían enfadarse mucho con nosotros si nos lo quedáramos, y no me atrae demasiado la posibilidad de que todo un país africano ande tras de mí, por muchos dólares que haya en juego.

– Está bien -dijo Dortmunder-. Ya veremos qué hacemos.

– Un país entero tras de mí -comentó Kelp y se estremeció-. No me gustaría nada.

– Muy bien.

– Cerbatanas y flechas envenenadas -continuó Kelp, y se estremeció de nuevo.

– Creo que ahora emplean métodos más modernos -replicó Dortmunder.

Kelp lo miró.

– ¿Dices eso para que me sienta mejor? Armas inglesas y aviones.

– Tranquilízate -dijo Dortmunder. Y para cambiar de tema agregó-: ¿A quién te parece que podemos llevar con nosotros?

– ¿El resto del equipo? -Kelp se encogió de hombros-. No sé. ¿Qué clase de tipos necesitamos?

– Es difícil saberlo. -Dortmunder miró ceñudo hacia el lago, ignorando a una chica con medias rayadas que pasaba-. Nada de especialistas, excepto tal vez un cerrajero. Pero no un experto en cajas fuertes ni nadie por el estilo.

– ¿Necesitaremos ser cinco o seis?

– Cinco -respondió Dortmunder, y sacó a relucir una de sus normas de siempre: si no puedes hacer un trabajo con cinco hombres, no lo puedes hacer de ningún modo.

– Muy bien -dijo Kelp-. Así que necesitamos un conductor y un cerrajero, y sería útil alguien que vigile.

– Exacto -afirmó Dortmunder-. El cerrajero podría ser aquel tipo bajito de Des Moines. ¿Sabes quién te digo?

– ¿Algo parecido a Wise…, Wiseman…, Welsh?

– ¡Whistler! -dijo Dortmunder.

– ¡Eso es! -aseguró Kelp, y sacudió la cabeza-. Está entre rejas. Lo cazaron por soltar un león.

Dortmunder volvió la cabeza y miró a Kelp.

– ¿Qué hizo?

– No me eches la culpa -contestó-. Eso es lo que oí. Llevó a sus chicos al zoológico. Estaba aburrido y empezó a jugar con las cerraduras, completamente distraído, como nos podría pasar a ti o a mí, y, de repente, el león estaba suelto.

– Qué bonito -dijo Dortmunder.

– No me eches la culpa a mí -reiteró Kelp, y luego agregó-: ¿Qué te parece Chefwick? ¿Lo conoces?

– El ferroviario loco. Está más loco que una cabra.

– Pero es un gran cerrajero -afirmó Kelp-. Y está disponible.

– Está bien. Llámalo.

– Lo haré -dijo Kelp, mirando pasar a dos chicas vestidas en tonos verdes y dorados-. Ahora necesitamos un conductor.

– ¿Qué te parece Lartz? ¿Te acuerdas de él?

– Olvídalo. Está en el hospital.

– ¿Desde cuándo?

– Desde hace unas dos semanas. Chocó contra un avión.

Dortmunder le dirigió una lenta y sostenida mirada.

– ¿Qué dices?

– No me eches la culpa -volvió a decir Kelp-. Según me contaron, estaba en la boda de un primo suyo en la Isla y volvía a la ciudad, pero tomó el Van Wyck Express en dirección equivocada; cuando se dio cuenta estaba en el aeropuerto Kennedy. Iría un poco borracho, supongo, y…

– Ya… -dijo Dortmunder.

– Sí. Confundió las señales, y después de dar vueltas y vueltas, terminó en la pista diecisiete y chocó con el avión de la Eastern Lines que acababa de llegar de Miami.

– La pista diecisiete -murmuró Dortmunder.

– Eso me dijeron.

Dortmunder sacó su paquete de Camel y, pensativo, se llevó uno a la boca. Le ofreció a Kelp, pero Kelp negó con la cabeza diciendo:

– Dejé de fumar. La publicidad contra el cáncer me convenció.