Pero quien quiera que llamara no se daba por vencido. En los silencios del disco seguía oyéndose el timbre del teléfono: una presencia molesta. Un corredor que tomaba la última curva a doscientos kilómetros por hora no tenía por qué prestar atención al teléfono.
Murch acabó por sacudir la cabeza, disgustado, se encogió de hombros, miró a su madre y descolgó el auricular:
– ¿Quién es? -preguntó, gritando por encima de los ruidos del disco.
Una voz distante contestó:
– ¿Stan Murch?
– Sí, soy yo.
La voz distante dijo algo más.
– ¡Soy Dortmunder!
– ¡Ah, sí! ¿Cómo estás?
– ¡Bien! ¿Dónde vives, en medio de una feria internacional?
– ¡Espera un segundo! -gritó Murch. Dejó el auricular y apagó el tocadiscos-. Lo pondré de nuevo dentro de un minuto -le dijo a su madre-. No hay mal que cien años dure.
Murch regresó al teléfono.
– Hola, ¿Dortmunder?
– Así está mejor -dijo Dortmunder-. ¿Qué hiciste, cerraste la ventana?
– No, era un disco.
Hubo un largo silencio.
Murch dijo:
– ¿Dortmunder?
– ¡Aquí estoy! -contestó Dortmunder, pero su voz se oía más débil que antes. Después más fuerte otra vez-: Me pregunto si estarás disponible para un trabajo de chófer.
– Por supuesto.
– Te espero esta noche en el O. J. Bar and Grill, en la avenida Amsterdam -dijo Dortmunder.
– De acuerdo. ¿A qué hora?
– A las diez.
– Ahí estaré. Hasta luego, Dortmunder.
Murch colgó el auricular y le dijo a su madre:
– Bueno, parece que pronto tendremos algo de dinero.
– Estupendo -contestó la madre-. Pon el disco.
Murch volvió a poner la cara dos, desde el principio.
7
– Tuuu-tuuu… -dijo Roger Chefwick.
Sus tres trenecitos corrían al mismo tiempo sobre las vías que ocupaban todo el sótano. Había cambios, señales luminosas, toda clase de aparatos. Los guardabarreras se asomaban por sus casetas y agitaban sus banderas. Los vagones descubiertos se detenían en determinados sitios para cargar cereales, avanzaban y volvían a detenerse para descargar los cereales. Los vagones postales recogían los paquetes del correo. Sonaban campanas en los pasos a nivel de las autopistas, las barreras bajaban para volver a levantarse cuando ya había pasado el tren. Sucedían muchas cosas.
– Tuuu-tuuu -dijo Roger Chefwick.
Chefwick, un hombre bajo, escuálido, en las postrimerías de la madurez, estaba sentado en un alto taburete ante un gran tablero, y sus hábiles manos se movían sobre una infinidad de transformadores y conmutadores. La alta plataforma de madera laminada, de un metro veinte de ancho, flanqueaba tres paredes del sótano; en el centro, Chefwick, parecía un espectador en el cinerama. Maquetas de casas, de árboles, e incluso de montañas, aportaban realismo al escenario. Sus trenes se deslizaban a través de puentes y túneles, sobre intrincados carriles con curvas a distintos niveles.
– Tuuu-tuuu -dijo Roger Chefwick.
– Roger -lo llamó su mujer.
Chefwick se giró y vio a Maude, plantada en mitad de la escalera del sótano. Maude era una mujer pulcra, agradable; Maude era la pareja perfecta, y él sabía cuán afortunado era por estar con ella.
– Sí, querida -respondió.
– Te llaman por teléfono, Roger.
– Vaya, justo ahora -suspiró Chefwick-. Un momento.
– Voy a decírselo -dijo ella, y volvió a subir las escaleras.
Chefwick se giró de nuevo hacia el tablero de control. El tren número uno estaba cerca de la estación de carga de Chefwick, así que lo envió a su destino original, Center City, a través del túnel de Maude Mountain y las estaciones. Como el tren número dos estaba acercándose a la estación de Rogerville, lo hizo continuar hacia una vía secundaria para dejar la vía principal libre. Eso permitía que el tren número tres pudiera encaminarse a Smoke Pass. Era un itinerario algo complicado, pero por fin Chefwick lo apartó de las montañas de Southern y lo desvió hacia el ramal que llevaba a la antigua Seaside Mining Corporation. Después, contento con su trabajo, desconectó los mandos y subió.
La cocina, diminuta, blanca y tibia, estaba impregnada de olor a chocolate. Maude lavaba platos junto al fregadero.
– Mmm. Qué bien huele -comentó Chefwick.
– Estará listo dentro de un momentito -dijo ella.
– Me muero de ganas -dijo él, sabiendo que eso la complacía, y cruzó la diminuta casa hacia la salita, donde estaba el teléfono. Se sentó en el sofá cubierto por una cretona, cogió el auricular y preguntó suavemente:
– ¿Sí?
Una voz ronca dijo:
– ¿Chefwick?
– Sí.
– Soy Kelp. ¿No te acuerdas?
– ¿Kelp? -El nombre le sonaba, pero Chefwick no era capaz de recordar exactamente por qué-. Lo siento, yo…
– En la panadería -dijo la voz.
Entonces se acordó. Por supuesto, el atraco a la panadería. -¡Kelp! -dijo, contento de haberlo recordado-. ¡Qué alegría oírte de nuevo! ¿Cómo te va?
– Por aquí y por allá… Ya sabes cómo son las cosas. Lo que yo… -Bueno, me alegro de oír tu voz otra vez. ¿Cuánto tiempo hace que…?
– Un par de años. Lo que yo…
– No sé cómo pude olvidar tu nombre. Debía de estar pensando en otra cosa.
– Sí, claro. Lo que yo…
– ¡Oh, pero si no te he dejado decirme para qué me has llamado! -dijo Chefwick-. Te escucho. Silencio.
– ¿Oye? -preguntó Chefwick.
– Sí.
– Ah, estás ahí.
– Sí -dijo Kelp.
– ¿Querías algo? -preguntó Chefwick. Sonó como si Kelp suspirara profundamente antes de decir:
– Sí, quería algo. Quería saber si estás disponible.
– Espera un momento, por favor -dijo Chefwick. Dejó el auricular en el borde de la mesa, se levantó, fue hasta la cocina y le preguntó a su mujer:
– Querida, ¿cómo andan nuestras finanzas?
Maude se secó las manos con el delantal, lo miró pensativa y después dijo:
– Creo que tenemos unos setecientos dólares en la cuenta.
– ¿Nada en el sótano?
– No. Saqué los últimos trescientos a finales de abril.
– Está bien -dijo Chefwick. Volvió a la salita, se sentó en el sofá, cogió el auricular y preguntó:
– ¿Oye?
– Sí -respondió Kelp. Su voz parecía aburrida.
– Me interesa -dijo Chefwick.
– Bien -dijo Kelp, aunque su voz seguía sonando aburrida-. Esta noche nos reuniremos a las diez, en el O. J. Bar and Grill, en la avenida Amsterdam.
– De acuerdo -dijo Chefwick-. Te veré a las diez.
– Vale -respondió Kelp.
Chefwick colgó, se puso en pie, volvió a la cocina y dijo:
– Saldré un rato esta noche.
– No hasta muy tarde, espero.
– No, esta noche no creo. Discutiremos algunas cosas, nada más. -Chefwick tenía una mirada picara, una sonrisa de duende en los labios-. ¿Ya está listo el chocolate?
Maude le sonrió con indulgencia.
– Me parece que ya lo puedes probar -le contestó.
8
– ¡Así que éste es tu apartamento! -dijo la chica.
– Mmm. Sí -respondió Alan Greenwood, sonriendo. Cerró la puerta y se metió las llaves en el bolsillo-. Ponte cómoda.
La chica estaba de pie en el centro de la habitación y dio una vuelta, muy admirada.
– Bueno, he de admitir que está muy cuidado para ser un apartamento de soltero.
Greenwood fue hacia el bar y dijo:
– Hago lo que puedo. Pero echo en falta un toque femenino.
– No se nota para nada -replicó ella-. Para nada.
Greenwood encendió el fuego de la chimenea.
– ¿Qué tomas?
– Oh -dijo ella, encogiéndose de hombros con coquetería-, algo suave.