Выбрать главу

– Acércate -dijo Greenwood; abrió el mueble bar, en la biblioteca, y preparó un Rob Roy lo bastante dulce como para disimular una buena cantidad de whisky.

Cuando se volvió, la chica estaba admirando un cuadro colgado entre las ventanas con cortinas de terciopelo castaño.

– ¡Oh, qué interesante! -comentó.

– Es El rapto de las sabinas. En términos simbólicos, por supuesto. Aquí tienes tu copa.

– Ah, gracias.

Se preparó su copa (poco whisky y mucha agua), y dijo:

– Brindo por ti… -Luego, sin apenas pausa, añadió-: Miranda.

Miranda sonrió y agachó la cabeza, agradablemente turbada.

– Por nosotros -susurró.

Él sonrió asintiendo.

– Por nosotros.

Bebieron.

– Ven a sentarte -dijo Greenwood, llevándola al sofá tapizado de gamuza blanca.

– ¡Oh! ¿Esto es gamuza?

– Mucho más cálido que el cuero -contestó él suavemente, tomándola de la mano. Se sentaron.

Sentados el uno junto al otro, contemplaron un momento la chimenea; luego, ella dijo:

– Parece leña de verdad, ¿no es cierto?

– Y sin cenizas -respondió él-. Me gustan las cosas… limpias.

– Ah, sé lo que quieres decir -aseguró ella con una brillante sonrisa.

Greenwood le pasó el brazo alrededor de los hombros; ella levantó la barbilla. Sonó el teléfono.

Greenwood cerró los ojos y los abrió de nuevo.

– No le hagas caso -dijo.

El teléfono sonó otra vez.

– Tal vez sea algo importante -respondió Miranda.

– Tengo un contestador para atender las llamadas. Recibirá el mensaje.

El teléfono sonó otra vez.

– Yo tenía pensado poner un contestador automático -dijo ella. Se movió hacia adelante; le apartó el brazo, se giró hacia él y, sentada sobre una pierna doblada, le preguntó-: ¿Es muy caro?

El teléfono sonó por cuarta vez.

– Unos veinticinco al mes -contestó Greenwood con una sonrisa ya algo forzada-. Pero no es mucho, con lo útil que resulta.

Quinta vez.

– Por supuesto. Y así no se pierden las llamadas importantes.

Sexta.

Greenwood procuró reír con naturalidad.

– Por supuesto -afirmó-, no son siempre tan seguros como uno quiere.

Séptima.

– Ésa es la costumbre de la gente, hoy en día -dijo ella-. Nadie está dispuesto a trabajar en serio por un jornal decente.

Octava.

– Así es.

Se acercó más a él.

– ¿Tienes un tic en el párpado? En el ojo derecho.

Novena.

Greenwood se llevó bruscamente una mano a la cara.

– ¿Ah, sí? Me pasa a veces, cuando estoy cansado.

– Ah, ¿estás cansado?

Décima.

– No -respondió él rápidamente-, no en especial. Tal vez la luz del restaurante, que era un poco mortecina, me haya hecho forzar la…

Undécima.

Greenwood se abalanzó hacia el teléfono, agarró de un tirón el auricular y gritó:

– ¿Qué pasa?

– ¿Hola?

– ¡Hola, hable usted! ¿Qué quiere?

– ¿Greenwood? ¿Alan Greenwood?

– ¿Quién habla? -preguntó Greenwood.

– ¿Es usted Alan Greenwood?

– ¡Coño, sí! ¿Qué es lo que quiere?-Pudo ver por el rabillo del ojo que la chica se había levantado del sofá y estaba de pie, mirándolo.

– Soy John Dortmunder.

– Dort… -Se dominó, tosió-. Ah -dijo, mucho más calmado-. ¿Cómo andan las cosas?

– Muy bien. ¿Estás disponible para un trabajito?

Greenwood miró la cara de la chica al mismo tiempo que pensaba en su cuenta del banco. Ninguna de las perspectivas era placentera.

– Sí, estoy disponible -respondió. Trató de sonreír a la chica, pero no obtuvo respuesta. Lo estaba mirando cautelosamente.

– Tenemos una reunión esta noche -dijo Dortmunder-. A las diez. ¿Estás libre?

– Sí, me parece que sí -contestó Greenwood sin alegría.

9

Dortmunder entró el O. J. Bar and Grill de la avenida Amsterdam a las diez menos cinco. Dos clientes jugaban una partida en la máquina del millón, y otros tres, en la barra, rememoraban a Irish McCalla y a Betty Page. Detrás de la barra estaba Rollo, alto, corpulento, calvo y mal afeitado, con una sucia camisa blanca y un sucio delantal blanco.

Dortmunder ya había advertido a Rollo acerca de la reunión, esa misma tarde, pero se detuvo ante la barra un segundo, como una cortesía, y preguntó:

– ¿No ha llegado nadie todavía?

– Un tipo -contestó Rollo-. Ha pedido una cerveza. Me parece que no lo conozco. Está al fondo.

– Gracias.

– Para usted un whisky doble, ¿no es cierto? Solo.

– Me sorprende que te acuerdes -dijo Dortmunder.

– No olvido a mis clientes -respondió Rollo-. Me alegro de verlo de nuevo. Si quiere le doy la botella.

– Gracias otra vez -dijo Dortmunder, y siguió su camino. Dejó atrás a los nostálgicos y pasó ante dos puertas con sendos dibujos de unas siluetas caninas y en las que se leía POINTERS y SETTERS, respectivamente; pasó frente a la cabina telefónica y la puerta verde del fondo y entró en una habitación cuadrada, con el suelo de cemento. Las paredes estaban prácticamente cubiertas, desde el suelo hasta el techo, de cajas de cerveza y otras bebidas alcohólicas. En el centro del cuarto había un pequeño espacio libre donde justo cabían una vieja mesa destartalada con un tapete de fieltro verde, media docena de sillas y una pequeña bombilla con una tulipa de latón que colgaba de un largo cable negro.

Stan Murch estaba sentado ante la mesa, con medio vaso de cerveza frente a él. Dortmunder cerró la puerta y dijo:

– Has llegado pronto.

– Hice un buen tiempo -respondió Murch-. En vez de ir por el camino que rodea el Belt, subí por Rockaway Parkway hasta Grand Army Plaza y seguí derecho por la avenida Flatbush hasta el puente de Manhattan. Desde allí, por la Tercera Avenida y por el parque hasta la Setenta y Nueve. De noche se puede hacer más rápido por ese recorrido que si se rodea el Belt Parkway y se sigue por el túnel de Battery y West Side Highway.

Dortmunder lo miró.

– ¿Ah, sí?

– De día es el mejor camino -contestó Murch-. Pero por la noche las calles de la ciudad son igual de buenas. Mejor.

– Qué interesante -dijo Dortmunder, y se sentó.

Se abrió la puerta y entró Rollo con un vaso y una botella de algo que se llamaba Amsterdam Liquor Store Bourbon: «Nuestra propia marca de fábrica». Rollo puso la botella y el vaso frente a Dortmunder y dijo:

– Fuera hay un tipo que, me parece, viene a la reunión. Ha pedido un jerez. ¿Le pongo el Doble-O?

– ¿Ha preguntado por mí?

– Ha preguntado por un tal Kelp. ¿Es el Kelp que yo conozco?

– El mismo -dijo Dortmunder-. Tiene que ser uno de los nuestros. Hazlo pasar.

– Lo haré. -Rollo miró el vaso de Murch-. ¿Quiere otra ronda?

– No, todavía me queda -respondió Murch.

Rollo dirigió una mirada a Dortmunder y salió. Un minuto después entró Chefwick con su copa de jerez.

– ¡Dortmunder! -exclamó sorprendido-. Fue con Kelp con quien hablé por teléfono, ¿no es cierto?

– Estará aquí dentro de un momento -dijo Dortmunder-. ¿Conoces a Stan Murch?

– Creo que no tengo el gusto.

– Stan es nuestro chófer. Stan, éste es Roger Chefwick, nuestro cerrajero. El mejor en su oficio.

Murch y Chefwick inclinaron la cabeza mascullando unas palabras, y Chefwick se sentó a la mesa y preguntó:

– ¿Falta alguno?

– Sólo dos -contestó Dortmunder, y entró Kelp, trayendo un vaso.

– Dice que tienes la botella -dijo a Dortmunder.

– Siéntate -respondió Dortmunder-. Todos os conocéis, ¿no?

Sí. Todos dijeron hola, y Kelp se echó whisky en su vaso. Murch tomó un sorbo de cerveza.

Se abrió la puerta y Rollo asomó la cabeza.