– Afuera hay un tipo que ha pedido un Dewar's con agua y me ha preguntado por usted -le dijo a Dortmunder-, pero en realidad no sé si…
Dortmunder preguntó:
– ¿Por qué no?
– No me parece que esté sobrio.
Dortmunder hizo una mueca.
– Pregúntale si se llama Greenwood, y si es él, hazlo pasar.
– Está bien. -Rollo miró la cerveza de Murch e interrogó-: ¿Está todo bien?
– Perfecto -contestó Murch. Su vaso aún contenía un cuarto, pero la cerveza ya no tenía espuma-. A menos que quiera traerme un poco de sal.
Rollo le dirigió una mirada a Dortmunder.
– Ahora mismo -dijo, y salió.
Un poco después entró Greenwood con la bebida en la mano y un salero en la otra.
– El camarero me ha dicho que el que estaba tomando cerveza quería esto -dijo. Parecía achispado, pero no borracho.
– Es para mí -dijo Murch.
Murch y Greenwood fueron presentados; después Greenwood se sentó y Murch echó un poco de sal en la cerveza, que recobró algo de espuma. La bebió a sorbos.
Dortmunder dijo:
– Bueno, ya estamos todos -miró a Kelp-. ¿Quieres contar tú el asunto?
– No -contestó Kelp-. Hazlo tú.
– Muy bien -dijo Dortmunder. Les contó el plan y agregó-: ¿Alguna pregunta?
Murch inquirió:
– ¿Cobramos ciento cincuenta por semana hasta que hagamos el trabajo?
– Así es.
– Entonces, ¿para qué hacerlo?
– Tres o cuatro semanas es todo lo que conseguiremos del mayor Iko -dijo Dortmunder-. Tal vez seiscientos por cabeza. Prefiero tener los treinta mil.
Chefwick preguntó:
– ¿Quiere sacar el diamante del Coliseo o prefiere esperar a que esté en camino?
– Eso lo hemos de decidir nosotros -respondió Dortmunder-, Kelp y yo estuvimos allí el otro día y parece muy bien custodiado, pero podría ser que reforzaran aún más la vigilancia durante la gira. ¿Por qué no vais mañana a ver qué os parece?
Chefwick asintió.
– Perfecto -dijo.
– Una vez que consigamos el diamante, ¿por qué devolvérselo al mayor? -preguntó Greenwood.
– Es el único comprador -respondió Dortmunder-. Kelp y yo hemos considerado todas las posibilidades que hay.
– Por esa razón somos flexibles en nuestras opiniones -dijo Greenwood.
Dortmunder paseó la mirada por los demás.
– ¿Más preguntas? ¿No? ¿Ninguno abandona? ¿No? Bien. Mañana vais al Coliseo y le echáis un vistazo a la pieza. Nos volveremos a encontrar mañana aquí, a la misma hora. Para entonces ya habré recibido del mayor el pago de la primera semana de gastos.
– ¿Podemos vernos más temprano mañana? Venir a las diez me estropea la noche -dijo Greenwood.
– No muy temprano -apuntó Murch-. No quiero que me pille la hora punta del tránsito.
– Bueno, ¿qué os parece a las ocho? -preguntó Dortmunder.
– Bien -contestó Greenwood.
– Bien -contestó Murch.
– A mí también me parece bien -contestó Chefwick.
– De acuerdo, pues -dijo Dortmunder. Echó su silla hacia atrás y se puso de pie-. Nos vemos mañana aquí a las ocho.
Todo el mundo se levantó. Murch terminó su cerveza, se relamió los labios y exclamó:
– ¡Aaaahhh! -Luego preguntó-: ¿Alguien quiere que le lleve a algún lado?
10
Era la una menos diez de la madrugada y, al otro lado del parque, la Quinta Avenida estaba desierta. Algún que otro taxi fuera de servicio iba hacia el sur. Pero eso era todo. Una llovizna primaveral caía del cielo negro, y el parque, desde el otro lado de la carretera, parecía una jungla remota.
Kelp dobló la esquina y se dirigió a la calle de la embajada. Se había apeado del taxi en la avenida Madison, pero la lluvia que se le colaba por el cuello del abrigo estaba empezando a hacerle pensar que había sido demasiado cauto. Hubiera debido decirle al taxista que lo dejara a la puerta de la embajada y a la mierda con los tapujos. Se había preocupado innecesariamente por pasar inadvertido, en una noche como ésta.
Subió al trote los peldaños de la embajada y llamó al timbre. Podía ver las luces detrás de las ventanas del primer piso, pero pasó un buen rato antes de que alguien acudiera a abrir la puerta. Por fin apareció un negro silencioso, quien, con un dedo largo y delgado, le hizo señas para que entrara, cerró la puerta tras él y lo acompañó a través de varias ostentosas salas antes de dejarlo solo en una sala llena de estanterías con libros en las paredes y con una mesa de billar en el centro.
Kelp esperó tres minutos, quieto, sin hacer nada, y al fin decidió mandarlo todo al diablo. Apretó el mecanismo de debajo de la mesa, extrajo con cierto esfuerzo las bolas, eligió un taco y empezó a jugar consigo mismo.
Estaba a punto de meter la bola número ocho cuando se abrió la puerta y entró el mayor Iko.
– Ha llegado más tarde de lo que esperaba -dijo.
– No pude conseguir taxi -respondió Kelp. Apoyó el taco, se palpó varios bolsillos y se acercó al mayor con una arrugada hoja de papel amarillo. Éstas son las cosas que necesitamos -dijo tendiéndole al mayor la hoja de papel-. ¿Quiere avisarme cuando lo tenga todo listo?
– Espere un momento -dijo el mayor-. Déjeme echarle un vistazo.
– Tómese el tiempo qué quiera -respondió Kelp.
Se volvió hacia la mesa, tomó el taco y metió la octava bola. Después dio media vuelta alrededor de la mesa e introdujo la nueve y (con una carambola) la trece. La diez ya estaba metida, así que intentó meter la once, pero rozó la quince, que quedó en una mala posición. Se agachó, cerró un ojo y empezó a estudiar los diversos puntos de vista.
– En cuanto a estos uniformes -dijo el mayor-. Aquí dice cuatro uniformes, pero no dice de qué clase.
– Ah, sí, me olvidé -Kelp sacó unas fotos Polaroid de otro bolsillo. Mostraban a los guardias del Coliseo desde varios ángulos-. Aquí tengo algunas fotos -dijo entregándoselas-. Así verá cómo tienen que ser.
El mayor cogió las fotos.
– Vale. ¿Y qué son estos números del papel?
– Las medidas de los trajes de cada uno.
– Claro. Tendría que haberme dado cuenta.
El mayor metió la lista y las fotos en el bolsillo y sonrió a Kelp.
– Así que en realidad hay otros tres hombres.
– Ciertamente -afirmó Kelp-. No íbamos a hacerlo nosotros dos solos.
– Comprendo. Dortmunder se olvidó de darme los nombres de los otros tres.
Kelp sacudió la cabeza.
– No. Me dijo que usted trató de sonsacárselos, y que quizá trataría de hacerlo también conmigo.
El mayor, súbitamente irritado, dijo:
– Maldita sea, tengo que saber a quién contrato. Esto es absurdo.
– No, no lo es -respondió Kelp-. Usted nos contrató a Dortmunder y a mí. Dortmunder y yo contratamos a los otros tres.
– Pero necesito comprobar también quiénes son.
– Usted ya ha hablado con Dortmunder de ello -dijo Kelp-. Y conoce su posición.
– Sí, ya sé -respondió el mayor.
De todos modos, Kelp le dijo:
– Si empieza a estudiar expedientes de todo el mundo, si hace demasiadas averiguaciones llamará la atención y puede que se descubra todo el asunto.
El mayor sacudió la cabeza:
– Esto va contra mi experiencia, contra todo lo que sé. ¿Qué tratos pueden hacerse con un hombre de quien no se tiene un expediente? Eso nunca se hace.
Kelp se encogió de hombros.
– No lo sé. Dortmunder dice que tiene que darme el dinero de la semana.
– Ésta es la segunda semana -dijo el mayor.
– Así es.
– ¿Cuándo harán el trabajo?
– Tan pronto como usted nos entregue las cosas -Kelp extendió las manos-. No nos hemos estado rascando la barriga esta semana, ¿sabe? Nos ganamos nuestra paga, coño. Ir todos los días al Coliseo, reunimos para trazar planes cada noche, eso es lo que hemos estado haciendo durante la semana.