– Yo soy Paco, sí. Les acompañaré a.su casa. Can Xuxa se llama. La Xuxa se murió antes de la guerra, pero aquí todos seguimos llamando a la casa por su nombre.
– Muy amable. Nos gustaría estar solas cuanto antes -sentenció Leonor Dot, cogiendo del brazo a su hija y cargando la maleta.
Las pocas casas del pueblo se arracimaban en torno a la explanada y a un tramo de camino que ascendía por entre la vegetación rala de la montaña. Algunas estaban destechadas. En ninguna se veía un alma. El hombre subió a buen paso hasta la última de ellas y las esperó junto a la puerta.
– Tendrán que atrancarla por dentro -les dijo mientras la abría-. La cerradura está en buen estado, pero no he encontrado la llave. A saber qué diablos haría con ella la Xuxa.
Era una casa humilde de una sola habitación. Estaba construida en un repecho de la montaña. En la parte que daba a la bahía conservaba el esqueleto arruinado de un porche, y a un lado tenía un pequeño terreno cubierto enteramente de ortigas y rodeado por un muro bajo.
– Es el huerto -aclaró el hombre-. La casa lleva vacía muchos años, pero no tiene goteras. Los soldados han traído una mesa y un par de catres. Mi mujer, que tiene un carácter algo difícil, se ha negado a adecentarla. Dice que usted no va a tener nada mejor que hacer aquí… Bueno, vayan ustedes con Dios.
El hombre se alejó por el camino de regreso al puerto. Camila salió al porche y mostró a su madre un dedo tiznado de hollín.
– ¿Con qué me limpio? La cocina está asquerosa. Leonor Dot entró en la casa. Contempló con desolación las paredes manchadas de humedad, la mesa, flanqueada por dos sillas de anea, los dos camastros al fondo de la habitación. Aquello era todo. No había armario ni alacena. Junto al fogón de leña se conservaba un estante de obra recubierto de azulejos. Y sobre el estante ropa de cama del ejército, una cacerola y dos platos de estaño.
Leonor Dot se acercó a una ventana. Tuvo que forcejear con ella hasta que el marco cedió con un chasquido de madera reseca y las hojas se abrieron dejando escapar un melancólico chirrido. Desde allí se veía toda la ensenada. En aquel momento un pequeño laúd entraba en el puerto. Leonor Dot apoyó una mano en el alféizar, se llevó la otra a los ojos y se echó a llorar. Lloraba con tanta fuerza que los hombros se le alzaban en violentas sacudidas.
Detrás de ella, Camila hizo una mueca de disgusto y se dejó caer en una silla.
– Parece que guardes todas tus energías para ellos -dijo con acritud, en voz baja-. Sólo me fastidias a mí.
El mar es como el alma. Es profundo, sabes que lo es pero no cuánto en realidad, porque es también impenetrable. Y está lleno de monstruos terribles y un poco grotescos, igual que el alma. El Lluent me ha contado que en estas aguas hay rayas y tiburones más grandes que su barca de pesca, pero estoy segura de que exagera. Aunque a veces, cuando nado, veo sombras que se deslizan por debajo de mí. Entonces me asusto y me pongo a cantar bien fuerte y a agitar los pies hasta que las sombras desaparecen, se disuelven en la profundidad como el reflejo de las nubes. Porque en el fondo del océano es muy fácil ir de un lugar a otro, no hay fronteras ni existe la gravedad. Los peces son los pájaros de las aguas.
Mi madre dice que el Lluent bebe demasiado. Dice que es una cosa curiosa que muchas veces no pueda tenerse en pie y que nunca se haya caído de la barca. Pero yo sé que eso no puede suceder. El Lluent jamás se caerá de la barca porque respeta demasiado la profundidad. Una mañana en que lo encontré almorzando en el muelle me enseñó a ver las cosas a través del cristal de su botella de vino. El mundo entero era verde y de proporciones engañosas, como cuando buceas. «Un hombre es igual que una botella -me dijo-. Si miras a través de él lo ves todo distorsionado.» Es posible que el Lluent, acostumbrado a observar las olas en busca de los bancos de peces, lo vea todo siempre así, y que por eso, cuando sale de ¡a taberna, camine aturdido y balanceándose. Quizá lleve ya demasiado tiempo paseándose con su barca por la superficie del mar. O quizá, en fin, sea cierto que bebe demasiado.
Mi madre no me deja acompañarlo cuando va de pesca, pero a menudo nos lleva a las dos a dar breves paseos por la costa. Mi madre suele llorar en cuanto nos alejamos un poco del puerto, y no porque esté asustada, sino porque recuerda los paseos en barca que daba con mi padre. El Lluent, claro, no puede sustituirlo, ni a él ni a nadie. A duras penas podría sustituirse a sí mismo, pues no creo que sea consciente de lo raro que nos resulta a los demás. Cuando ve llorar a mi madre se le saltan las lágrimas y comienza a moquear en silencio jugando con los anzuelos. Yo no lloro, aunque me gustaría, porque los dos parecen muy felices cuando mi madre dice «oh, basta ya, Lluent, somos un par de bobos», y se limpian las narices, el pescador con la manga, mi madre con un pañuelito que se saca del escote, No lloro porque no puedo. Me limito a mirar e¡ mar, que de día es transparente como el vidrio de la botella y deja ver las algas del fondo y los peces. Pero no siempre es así. A media tarde las aguas se aquietan y se enturbian, cansadas por todo lo que esconden, para encerrarse en sí mismas. Y por la noche el mar es ya completamente negro y parece que todo en su interior sea también negro y un poco peligroso, como en el alma.
El peor secreto del mar son las medusas, que existen apenas y te amenazan sin que las veas, sin que puedas saber que las tienes al lado. A mí me recuerdan a esos miedos que a veces te sobresaltan sin motivo, o a esas tristezas que te inundan los pulmones y te ahogan en la pena cuando menos lo esperas, o a las malas ideas que te revolotean en la mente y que te hacen sentir mezquina porque no puedes dejar de seguirías igual que a mariposas.
Yo creo que las medusas no deberían existir, y el Lluent piensa lo mismo. Como está loco, cuando las ve desde la barca las coge con las manos y las tira a las rocas, donde se convierten en charcos de gelatina. Después se seca en los pantalones y escupe al agua, intentando limpiar el mar con su saliva.
Cuando Otto Burmann vio a aquel hombre en la puerta del bar, salió de detrás de la barra y se encaminó cojeando hacia el fondo del local. Tras echar un vistazo a la grasienta cocina en penumbra se detuvo ante la puerta del lavabo, que alguien golpeaba desde el interior de forma rítmica y persistente. Observó durante unos instantes el pomo esférico. Uno de los tornillos que lo sujetaban se había aflojado y bailaba con el traqueteo de la puerta. Sin pensárselo más
– Das gibt's nicht! -exclamó Otto Burmann-. Erica ha vuelto a beber demasiado… y tú tienes al comisario esperándote en el bar. Súbete los pantalones.
El hombre del retrete hizo un gesto de cansancio. Dio unos golpecitos en la espalda de la mujer, que alzó un brazo desorientado al tiempo que apoyaba las rodillas en el suelo. No parecía capaz de incorporarse por sí sola.
– Esto no se le hace a una mujer, Benito -censuró el alemán-. Ni a ésta, ni a ninguna.
– Ayúdame. Yo no puedo levantarla.
Otto Burmann la cogió por las axilas para enderezarla. Ya fuera del lavabo le arregló la falda y, sosteniéndola por el talle, regresó con ella al bar. La depositó sin mucho miramiento en una silla frente a una mesa desocupada. La mujer tenía el rostro abotargado, las mejillas salpicadas de venas diminutas y unos labios gruesos que se le arqueaban en una mueca desagradable. Miró con desidia a su alrededor. Parecía ver un mundo distinto del real, o ninguno. Intentó enfocar el rostro del alemán sin conseguirlo. Chasqueó la lengua con rabia.