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– Maldita sea -gimió de nuevo el capitán Constantino Martínez.

En aquel momento, el soldado de guardia abrió la puerta para anunciar que el cantinero buscaba a Benito Buroy. Entró Paco increíblemente desgreñado, la camisa abierta hasta el ombligo y su mata de pelo torácico empapada de sudor. El hombre jadeaba, pero parecía contento. Daba la impresión de que sutilísimas descargas eléctricas le fueran provocando leves movimientos en los brazos y en las piernas. El capitán y Buroy se dieron cuenta de que a duras penas reprimía un caderazo conectado sin duda con alguna música interior.

– ¿Está usted… bailando? -preguntó el militar-. ¿O es que ha vuelto a pasarse con la bebida?

– Las dos cosas, mi capitán, pero con el permiso de mi muj er.

– ¿Y a qué viene aquí?

– Me envían para decirle a Buroy que la señora Leonor quiere hablar con él. Que si puede subir ahora, si no le es molestia y da usted su permiso.

El capitán Constantino Martínez, con los brazos cruzados sobre el vientre, pensó que vivía rodeado de cretinos. Mataban a un hombre en el muelle y al poco rato estaban todos de fiesta. Por si eso fuera poco no le invitaban, y reclamaban además la presencia del hombre que había arruinado su carrera militar. Decididamente, por él podían irse todos a la mierda.

Benito Buroy se había puesto en pie y le interrogaba con la. mirada. El capitán hizo un gesto con la cabeza con el que quiso dar a entender su asentimiento, pero también su desinterés por cualquier tipo de acto festivo y un ilimitado desprecio por todo el estamento civil. Demasiadas cosas para el alcance de su mímica. Buroy, que sólo le había visto cabecear, avanzó un paso y apoyó las yemas de los dedos sobre la mesa.

– ¿Puedo? -preguntó.

– ¡Ya he dicho que sí! ¡Vayase!

Salió Benito Buroy acompañado por el cantinero, y el capitán se quedó a solas en su despacho. Los dos hombres se encaminaron hacia la casa de Leonor Dot. Comenzaba a anochecer. La higuera, sacudida por una brisa intermitente, esparcía por e! aire el aroma de su plenitud. También el mar olía fuerte, a algas y a sal. La noche se anunciaba agridulce y embriagadora.

A medida que se acercaban a la casa se iba oyendo la música con mayor intensidad. A Paco se le escapaba la danza. No tardó en hacer remolinos con los pies, y en girar sobre las puntas alzando los codos. Tras cada explosión de ritmo recuperaba la compostura, se ponía al paso de Benito Buroy y lo miraba como si fueran cómplices de alguna diversión secreta. El pistolero caminaba con ganas de llegar de una vez.

Cuando entraron sonaba «La Parrala». Felisa García, desplomada en una silla, hinchaba los carrillos abanicándose con un papel. Andrés continuaba sentado en el suelo al lado del tocadiscos, atento a cambiar el disco cuando hiciera falta. Leonor Dot batía huevos para preparar una tortilla a Camila, y la niña, que no se había movido de la cama, sonreía con cierto agotamiento. Benito Buroy pensó que Paco no podría disfrutar mucho rato más del baile.

– ¡Andrés, quita eso! -gritó Felisa, leyéndole las ideas-. ¡Para ese trasto! ¡Ya está bien por hoy!

Benito Buroy saludó con la cabeza. El repentino silencio hizo que se sintiera más incómodo. De buen grado habría regresado sobre sus pasos, pero Leonor Dot le cogió de brazo y lo condujo hacia el porche. Felisa García se había levantado y, con una sartén en la mano, se disponía a cuajar la tortilla. Paco se había quedado plantado en medio de la habitación, sin saber qué hacer.

– Vete a casa -le dijo su mujer-.Y llévate a Andrés, que ya recogeremos mañana.

Benito Buroy salió al porche detrás de Leonor Dot. Aunque no le apetecía estar a solas con ella, deseaba aquel encuentro por algún motivo que no alcanzaba a explicarse. Buroy era consciente de que no había logrado engañarla, pero por eso mismo se sentía bien en su compañía. No necesitaba ocultar nada, ni fingir ninguna integridad, ni, por el contrario, aparentar ser un hombre desprovisto por completo de escrúpulos. Podía comportarse como realmente era y decir lo que pensaba, por mucho que fuera incapaz de hacerlo.

Leonor Dot le daba la espalda, vuelta hacia el mar. Su voz sonó extrañamente afable.

– Usted vino aquí a matar a alguien, ¿no es cierto?

Benito Buroy no se molestó en responder. Permanecer en silencio le hizo sentirse en paz consigo mismo, como si de aquella forma tan sencilla estuviera dejando de ocultarse.

– Es horrible lo que le han hecho a Camila -continuó Leonor Dot-. Cuando supe quiénes eran esos hombres, yo también habría dado lo que me pidieran por verlos muertos a ellos. Pero;de qué habría servido?

Se volvió hacia Benito Buroy. Él le sostuvo la mirada, no le costó hacerlo. Leonor Dot no parecía reprocharle nada.

– Mi hija es lo único que tengo. No espero más de la vida, ella me basta. Y estoy segura de que estaría de acuerdo con lo que voy a decirle.

Poco después, Benito Buroy entraba de nuevo en la casa y se detenía unos instantes a los pies de la cama de Camila. Felisa García, sentada junto a la niña, lo miró con cara de pocos amigos.

– Me voy -dijo él-. Feliz cumpleaños.

Había emprendido ya el descenso a la plaza cuando lo detuvo una voz. Leonor Dot se le acercaba en la oscuridad. Cuando le habló, Benito Buroy notó su aliento cálido en la cara.

– Diremos a Camila que ese piloto huyó disfrazado de pescador. No nos creerá, pero se quedará más tranquila. Todos queremos que nos engañen.

Benito Buroy asintió en silencio y esperó a que la mujer volviera a entrar en la casa. Luego retomó el camino. Pero, tras dar unos pasos, al verse solo y comprobar que nadie le seguía, se detuvo y desvió la mirada hacia lo alto. El cielo estaba abarrotado de estrellas. La brisa cuajada de olores le estremecía la espalda con lametazos gélidos, pero él agradecía aquella frialdad. Le despejaba las ideas. Nunca, hasta aquella noche, habría podido sospechar que el mal, en manos de una mujer, pudiera servir para hacer el mundo un poco mejor.

El capitán Constantino Martínez recibió a Benito Buroy murmurando por lo bajo. Había puesto la máquina de escribir sobre la mesa y tecleaba trabajosamente con los dedos índices. Al hacerlo, hundía las clavijas con tanta fuerza que los tipos golpeaban el papel con chasquido de látigo. Muchos de ellos, por causa del impacto y del enquilosamiento de la máquina, se quedaban atascados en el momento de plasmar la letra. El militar, maldiciendo, los obligaba a retroceder y se manchaba de tinta las yemas de los dedos.

Benito Buroy tomó asiento delante de él, recuperando la posición que tenia antes de que reclamaran su presencia en la fiesta. Por un momento se le extravió la mirada. A espaldas del capitán, al otro lado de la ventana, las brasas del atardecer teñían de rojo la higuera.

– ¿Ha hablado con Palma? -preguntó Buroy cruzando los dedos.

– ¡Estoy ocupado! ¿No lo ve? -saltó el militar-. Tengo que redactar el informe para enviarlo a Capitanía, y ya es muy tarde. Llamaré mañana a primera hora.

Benito Buroy dejó escapar un suspiro de alivio. Cruzó las piernas y encendió un cigarro. Debía evitar apresurarse. Había llegado el momento de desplegar toda su capacidad de persuasión, pero no era él una persona a la que le gustara andarse con rodeos. Pensó que decir la verdad podía ser más efectivo que dejar volar la imaginación. Lo único importante era convencer al capitán, llevar adelante la propuesta de Leonor Dot. En aquel momento, y no sólo porque a él también le beneficiaba, habría hecho cualquier cosa por conseguir que aquella mujer se saliera con la suya.

El militar, ajeno al largo silencio de su visitante, continuaba absorto en el castigo sistemático de la máquina de escribir. Benito Buroy optó por embestir sin contemplaciones. Reclinó un momento la cabeza, cerró los ojos y se masajeó las sienes. Luego, adoptando una pose relajada y con el mismo tono de voz con que comentaría el estado del tiempo, dijo: