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Pedro Zarraluki

Un Encargo Difícil

A Coco

Benito Buroy Frere llevaba media hora sentado en la sala de espera. Había dejado el sombrero en la silla contigua y de vez en cuando palpaba el forro con la esperanza de que se hubiera secado el sudor. Odiaba volver a ponerse el sombrero todavía húmedo. En media hora, Benito Buroy había hecho todo lo que se podía hacer en aquel lugar. Había hojeado el periódico, había intentado entablar conversación con el policía del mostrador, que no se molestaba en contestarle y le miraba con recelo si le preguntaba por su señora o por cualquier otro asunto, y había observado, con la curiosidad sin premura de los jubilados, a la mujer que pasaba la escoba tarareando una copla de Angelillo.

En aquellos momentos la mujer terminaba con la sala, pero las viejas baldosas estaban tan sueltas que el polvo y hasta las colillas se habían ido filtrando por entre las juntas. La mujer, acostumbrada probablemente a tan insólito fenómeno, se encogió de hombros. Salió de allí con un amplio y complaciente suspiro. Benito Buroy se preguntó a dónde iría a parar el polvo que se tragaba aquel piso cada vez que lo barrían.

En eso pensaba cuando se abrió la puerta del despacho y asomó la jeta del comisario. El policía era un hombre torvo, y tan pequeño que daba apuro detenerse a mirarlo. Se dirigía a los demás con la hostilidad propia de las personas incompletas, aunque por lo habitual se sentía satisfecho de sí mismo, y muy en especial de su sentido del humor.

– Más te vale que sean buenas noticias -dijo a modo de saludo-. En Burgos necesitan comunistas maricones para hacer de putas de los reclusos.

El funcionario del mostrador forzó una carcajada servil. Benito Buroy se puso en pie. Dijo, tras coger su sombrero y, de forma instintiva, comprobar que seguía humedecido por el sudor:

– Con todos los respetos, recuérdeme usted cuándo le he fallado.

– Pasa, pero no se te ocurra tocarme los cojones. El comisario se acomodó tras su mesa sin ofrecer asiento a su visita. Benito Buroy permaneció en pie con el sombrero en la mano. La ventana enmarcaba una gaviota con las alas extendidas, esforzadas y trémulas, inmóvil en el aire. -Ya está hecho -dijo Benito Buroy. -No esperarás que vaya a creer en tu palabra. Dame pruebas.

Buroy sacó un sobre del bolsillo interior de su abrigo y lo dejó sobre la mesa. El comisario lo abrió con fingida desidia. En el interior había una larga nota mecanografiada. Comenzó a leerla apoyando la frente en una mano.

– Es el informe del comandante de Cabrera -dijo Benito Buroy-. El hizo todos los trámites y le dio entierro en el cementerio de la isla… Supongo que no enviará usted copia al consulado alemán.

El policía negó aunque sin entusiasmo, como si todo aquel asunto ya le hubiera ocupado demasiado tiempo. -Entrégame la pistola.

Benito Buroy sacó el arma envuelta en un pañuelo. Desdobló éste con cuidado, la cogió por el cañón y se la ofreció al policía. El comisario extrajo el cargador.

– Faltan dos balas -dijo-. Antes te bastaba con una. -Me tiembla el pulso. Creo que debería ir pensando en dejar todo esto.

– Lo dejarás cuando yo te lo diga. Ahora, lárgate. Regresa a Cu bar. Y ya sabes: si te cruzas conmigo por la calle, evita saludarme. Yo no me trato con pervertidos.

Cuando salió al exterior, Benito Buroy se alegró de que la vida regresara por fin a la normalidad. Se detuvo en la acera y dejó por unos instantes que el calor del sol le acariciase la cara. Con los ojos entrecerrados y las manos en los bolsillos, aprovechó para plantearse lo que haría a continuación. Tras dudar un poco decidió que se encaminaría al mercado. Compraría bacalao, si el racionamiento lo permitía, y lo prepararía con un sofrito de tomate y cebolla. Después de todo lo que había sucedido durante aquellas semanas, no estaba seguro de que Otto Burmann quisiera continuar cocinando para él.

Se puso en marcha con una sonrisa. Acordarse del pobre y miserable Otto le había llevado a rememorar, como si hubiera pasado muchísimo tiempo, sus viciosos encierros con Erica en el excusado del bar. Se trataba de una evocación muy poco romántica, pero Benito Buroy consideraba que no era él una persona de la que pudiera esperarse nada mejor… Una voz le susurraba dentro de la cabeza: «Desprecíate ahora, no esperes a mañana, podría ser demasiado tarde». ¿Dónde había oído aquella frase? Le gustaba, se le ajustaba al cuerpo como un traje demasiado caro para poder permitírselo.

Ya era casi la hora de comer cuando llegó al bar con dos trozos de bacalao envueltos en papel de periódico.

Habían pasado tres semanas desde que saliera de aquel tugurio para cumplir el encargo del comisario, tres semanas tan largas que le daba la sensación de haber cambiado por completo. Sin embargo todo seguía allí en su lugar, hasta él mismo asumía la actitud de siempre, como si lo que había cambiado en Benito Buroy fuera de una dimensión que nada tuviera que ver con su rutina en Palma de Mallorca. Si se había convertido en otro hombre debería buscarse como quien busca a un extraño, en otras ciudades y en otros ambientes. Pero era tarde hasta para eso.

Dejó el paquete en la barra y se detuvo a contemplar el local. A aquellas alturas ya habían recogido los restos de los destrozos policiales. Otto Burmann intentaba recomponer una pata rota de una mesa puesta boca abajo sobre la barra. Erica, subida a una escalera y con la cabeza cubierta con un pañuelo de flores, encalaba la pared del fondo.

– Ya estás aquí -dijo Otto al verle, con la misma expresión de desaliento que habría puesto para comunicarle un desenlace fatal.

Benito Buroy lo miró con impaciencia.

– Dame una cerveza. Allí en Cabrera no hay. Las echo de menos.

Otto Burmann abrió el arcón, pero se demoró con el botellín en la mano.

– No será a mí a quien eches de menos, claro que no. A ti no te importa otra cosa que no sea darle gusto al cuerpo…Y a saber lo que habrás hecho en esa isla. Nada bueno, de eso estoy seguro. Me apostaría los ojos a que ese policía estará encantado contigo. En este país sois todos unos salvajes.

– No empieces, joder. Abre la botella, que tengo sed.

El alemán puso un vaso bajo el chorro del grifo para quitarle el polvo. Luego lo dejó mojado sobre la barra. En ese momento, un soplo de furtiva complicidad pareció paseársele por la cara.

– Erica lleva dos semanas sin beber-dijo, con una voz de improviso alegre y un poco fefisttáóoica-. Mírala. Su culo ya no parece una plaza de toros.

La mujer se había vuelto para sonreír al recién llegado. Buroy observó que no tenía el rostro abotargado como días atrás. Incluso le habían desaparecido las telarañas de capilares que le cubrían las mejillas.

– Estás guapa -le dijo-. Pareces otra.

Y a continuación, sin pensárselo demasiado, con la agilidad con que se expresan esas ideas que llevan tiempo acompañándonos a hurtadillas, ideas viejas que nacen como revelaciones, añadió:

– ¿Quieres casarte conmigo? Otto nos hará de padrino y nos pagará la boda.

Un gruñido del alemán se avanzó como preludio de una de sus broncas, pero fue Erica la que contestó sin dejar de pasar la brocha por la pared,

– No te burles de mi. Ahora estoy frágil. Ni siquiera sé todavía si sirvo para ser una persona normal, pero tengo planes, En Inglaterra, cuando era más joven, cosía unos vestidos muy bonitos.

Buroy no había aventurado aquella propuesta para burlarse de Erica. Sin embargo, pensó que era mejor que ella se lo tomara así. De no volver Erica a las andadas ya encontraría ocasiones para continuar insistiendo, y antes o después cedería. Todas las mujeres acababan entregándose a la compañía de alguien, casi siempre a la compañía de cualquiera y sin muchos miramientos, como quien se pone a salvo de la lluvia. En lo relativo a este tema Benito Buroy no se hacía demasiadas ilusiones. La suya, si la había, sería una boda un poco triste, melancólica, de atardeceres en casa oyendo la radio.

– Está bien -aceptó. Ya había acabado de beberse la cerveza-, pero ven conmigo al servicio. Llevo tres semanas haciendo vida de monje.

– Ni lo sueñes. Ahora ya no lo hago en los retretes sino en las camas, como las señoras. A lo mejor después, cuando acabe de encalar.

Aquello era más de lo que Otto Burmann podía soportar. -¡A lo mejor después te irás a tu casa, guarra! ¡Y tú, cabrón, me dijiste que cocinarías para mí! ¡Ya estoy harto de que todo el mundo me chupe la sangre! ¡Harto estoy! ¡Imbéciles! ¡Que sois unos imbéciles…!

Benito Buroy apoyó los codos en la barra dando la espalda al alemán. Abrió las manos y comprobó que los dedos le temblaban. Le sucedía siempre después de enfrentarse a la muerte: las manos le temblaban durante una semana, a veces durante más tiempo.

Tomó aire y lo dejó escapar lentamente por entre los labios. Acodado en la barra, oyendo como un rumor de fondo los improperios inagotables de Otto Burmann, cerró los ojos y recordó los atardeceres plácidos en la soledad exhausta de Cabrera, sus largas veladas en la balconada de la Comandan cia Militar fumando puros con sabor a metralla, y recordó el día en que el Lluent pescó el atún más grande que se había visto nunca, y aquel otro día en que Camila convirtió un camión del ejército en una atracción de feria, y las largas horas en que la sombra de la higuera le había dado refugio mientras esperaba el momento de matar a Markus VogeL Pensó, sin dejarse seducir por un atisbo de añoranza, que todo había terminado por fin, ineludiblemente, y que su vida volvía a ser la de siempre, aquella que se había acostumbrado a vivir.

Abrió de nuevo los ojos con la sensación de estar descerrajando unas cerraduras llenas de herrumbre. Erica canturreaba subida a ía escalera. Ya era una mujer limpia, una mujer frágil, por lo tanto. Benito Buroy se observó el temblor de las manos y para contenerlo cerró los puños con fuerza. Se dijo: despréciate ahora, no esperes más…sobrevive.

A Camila le disgustaba la exagerada dignidad con que su madre se enfrentaba a la desgracia. Cuanto más la agredían, más erguida se mostraba ella, más firme y altiva. Le bastaba con alzar la barbilla para mirar con desdén a los que intentaban doblegarla. Era una forma extraña de sentirse importante ante sí misma, o ante unas personas que indudablemente la habrían secundado, pero que se hallaban muy lejos o ya estaban muertas. Nada quedaba del mundo en el que habían vivido, nada ni nadie. A Camila, su madre le recordaba las estatuas de las plazas, que se mantienen hieráticas y victoriosas mientras los pájaros se les cagan en la cabeza.

Ella habría preferido llorar, pero se senda demasiado herida para que aquello pudiera bastarle. Sentada en la popa de la barca, encogida para protegerse de las salpicaduras de las olas, veía el mar que el motor acuchillaba y que a medida que avanzaban se cerraba de nuevo, sin dolor y sin sangre. La isla de Mallorca, de la que habían zarpado media hora antes, se había convertido en una línea neblinosa en el horizonte. En aquellos momentos navegaban por entre peñascos inhóspitos que brotaban del agua como amenazas de las tinieblas. Cabrera se veía allí delante, perdida en ninguna parte, absurdamente diminuta y estéril. Las ruinas de un castillo se alzaban sobre la embocadura del puerto.