– Consejo de guerra -dijo uno de ellos-, Tribunal Militar de Palma. El condenado es nativo de Cabrera.
El sacerdote pateó el suelo para calentarse los pies. La travesía por mar lo había dejado aterido. El capitán hizo la señal de la cruz y lo saludó con una reverencia.
– Quizá le apetezca una copita para entrar en calor… -insinuó.
– Qué dice usted, hombre-contestó el cura-.No…Vamos a ello.
Ascendieron por el camino que conducía al castillo. Benito Buroy, que los seguía de lejos, se dio cuenta de que hasta aquel momento nunca se había internado en ¡a isla ni había pisado otro lugar que los alrededores de la plaza. Sobre el horizonte comenzaba a clarear y el paisaje se iba tiñendo de una luz escasa, tan fría que parecía arrastrar consigo la humedad del mar. El terreno era casi yermo, pero flotaba en el aire un intenso olor a romero. Ya en lo alto de la colma dejaron a un lado los paredones del castillo y se encaminaron hacia el interior. Allí, en el arranque de la suave ladera que descendía hasta el mar por la parte opuesta al pueblo, se encontraba el cementerio. Lo rodeaba un muro bajo de piedra y era tan pequeño que pasaba casi inadvertido. Una cancela herrumbrosa cerraba la entrada, pero los guardias civiles no la abrieron. Situaron al hombre contra la parte exterior del muro. El sacerdote, que parecía haber entrado por fin en calor tras el esfuerzo de la ascensión, se acercó a él y lo contempló unos instantes con una impaciencia desprovista de piedad.
– Lo que has hecho es imperdonable -le dijo-, pero el Señor tiene una infinita benevolencia. ¿Quieres confesarte?
Por toda respuesta, el detenido comenzó a sollozar.
– Compórtate como un hombre, cono -soltó el cura-. Te lo preguntaré una vez más… ¿Quieres confesar tus pecados o prefieres irte al infierno con ellos?
El hombre continuó sollozando. Le fallaron las rodillas y buscó apoyo en el brazo del sacerdote.
– ¡Déjame! ¡En pie! ¡En pie te he dicho!
El clérigo recostó contra el muro al condenado. Tras comprobar que se sostenía derecho, se alejó de él diciéndole al capitán Constantino Martínez:
– Venga, acabemos.
Benito Buroy, que se había sentado sobre una roca a cierta distancia, vio que los soldados remoloneaban un poco a la hora de formar. No debía de gustarles disparar contra un hombre que lloraba. El sargento los alineó a empujones y les hizo montar las armas. Luego miró a su superior, pero el capitán, que conversaba con el sacerdote, le indicó con la mano que acabara él la faena. El sol despuntaba ya en el horizonte.
Sonó una detonación múltiple, una ráfaga desordenada, y el condenado se desplomó de rodillas. Se mantuvo unos instantes en esa posición. Luego cayó de bruces y dejó escapar un largo lamento. Los soldados, atónitos, lo contemplaban sin bajarlos fusiles.
– ¡Ridruejo! -gritó el capitán-. ¿No ve que está vivo? ¡Déle de una vez el tiro de gracia!
Avanzó el sargento desenfundando su arma y sonó un último pistoletazo. El cura había contemplado la escena con un gesto de profundo desagrado.
– Cuánto cuesta Limpiar España -reflexionó ante el capitán, que asentía en silencio-. En este país metió mano el diablo, y así estamos… Vaya usted bajando, si lo desea. Yo rezaré una oración por el alma de este asesino y luego le aceptaré esa copita.
El militar no se lo hizo repetir dos veces. Mientras el sacerdote ordenaba a los soldados que cavaran la fosa allí mismo, fuera del recinto sagrado por haber rechazado el reo la confesión, se dio la vuelta y emprendió el regreso a la Co mandancia. Benito Buroy no se movió de la piedra donde se había sentado hasta que lo tuvo junto a él. Entonces se puso en pie y caminó a su lado.
– Buenos días -murmuró el capitán-. Ya lo ve, aparecen por todas partes. Son como las moscas en verano.
Benito Buroy no contestó al comentario. Caminaba pensando que él también tenía un deber que cumplir. En un par de días regresaría la barca de abastecimiento y tenía que volver en ella a Palma. Pero ni siquiera había visto al alemán.
– El bueno del párroco me ha contado la historia de ese hombre -continuó el militar-. ¿Sabe que aquí en Cabrera se hacía un carbón de primera calidad? Y, ¿sabe quién lo hacía? El tipo al que acabamos de fusilar. SÍ hubiera seguido con su oficio no le habría pasado nada, pero prefirió irse al Ampurdán a matar curas. Lo pillaron en Barcelona, escondido en un sótano entre las ratas.
– Yo le habría puesto otra vez de carbonero -opinó Benito Buroy sin demasiado entusiasmo-. Algún día tendremos que volver a una vida normal.
– ¿Eso cree? ¿Y qué hacemos con el rencor de ese marxista? ¿Voy a entrar en negocios con alguien que me odia y que sólo desea verme muerto? ¿Vamos a dejar que vuelvan todos a casa a seguir conspirando? Si hasta el cardenal Goma, que era un hombre de Dios y un santo, dijo que la única solución posible era conseguir su exterminio… Mire, mire allá.
El capitán Constantino Martínez señalaba en dirección al mar. A lo lejos, sobre las aguas mansas, se veían dos líneas grises que reverberaban como si fueran a evaporarse.
– ¿Los ve usted? Son barcos ingleses. Están ahí para impedirnos comerciar con Italia, y eso es todo por ahora. Pero antes o después acabaremos entrando en guerra. Bastante trabajo tendré entonces defendiendo la isla para controlar además si un comunista está pensando en apuñalarme por la espalda. El peor enemigo está en la retaguardia, amigo mío.
Aceleraron el paso, pues el militar quería dar parte de la presencia de la flota británica. Al llegar a la plaza y ver que ya estaba abierta la puerta de la cantina, Benito Buroy se encaminó hacia allí. Nada más entrar descubrió a Felisa García, que contemplaba el exterior a través de uno de los cristales cubiertos de grasa.
– ¿Quién era? -preguntó la mujer-. No he querido mirar.
– Alguien de aquí -contestó Buroy acodándose en la barra-. No me han dicho su nombre…Era carbonero.
Felisa García no apartaba la mirada del cristal, pero no parecía ver el exterior. Apoyó la mano sobre la superficie sucia del vidrio.
– Dentro de un rato mí hijo estará en su silla de ruedas en cualquier esquina de Madrid… Cuando era niño, a menudo me pedía permiso para acompañar a Pascual. Así se llamaba ese hombre, Pascual. A mi hijo le encantaba pasar las noches al raso viendo cómo salía el humo de la carbonera. Aprendió bien el oficio, los niños aprenden rápido… Es un trabajo que podría hacer ahora, si regresara.
Benito Buroy sintió la necesidad sorprendente de decir algo.
– Yo también estuve a punto de ser fusilado… -comenzó, pero se sintió ridículo y dejó la frase a medias.
– Ya veo que usted tuvo más suerte -le contestó la cantinera-. No hace falta que me cuente su vida.
Hacía más de un mes que ¡a viuda de Ricardo Forteza había llegado a la isla con su hija. Algunas noches, cuando Camila ya dormía, Leonor Dot bajaba a la cantina y se quedaba un rato de tertulia. Le gustaba conversar con Felisa junto a la mesa de la cocina, contemplando las estrellas por la ventana, con el rumor de fondo de las voces de los pocos clientes del bar y los golpes secos de las fichas de dominó. En aquella cocina se respiraba un ambiente de caverna cálida y acogedora. También lo eran las palabras de Felisa García que, a solas con su amiga, se entregaba a reflexiones filosóficas de aplastante sencillez. Tras un largo silencio introspectivo, soltaba «todo es tan sencillo y tan complicado, ¿verdad?», o bien «seríamos tan felices si no fuera por las desgracias», o quizá «me alegro de no haber estudiado como tú, Leonor, sería muy triste que supiera todo lo que tú sabes con la vida que llevo». A estas reflexiones Leonor Dot respondía invariablemente con una sonrisa, y entonces Felisa García recuperaba en parte su carácter atronador, daba una palmada en la mesa y exclamaba:
– ¡Qué mema soy, caray, si no sé ni pensar! ¡Las ideas se me agolpan unas detrás de otras y acabo diciendo tonterías!
Nunca habría sido capaz de sospechar que Leonor Dot pudiera admirarla, pero había algo en su mirada que llevaba a la cantinera a sentirse próxima a aquella señoritinga, a elucubrar que al fin y al cabo no eran tan distintas y que ella, Felisa García García, a pesar de haberse criado en aquel rincón miserable, podía llegar a hacerse una idea general de lo que era el mundo con sus grandezas y sus miserias. Junto a Leonor Dot, Felisa se veía arrastrada a poner palabras a sus sensaciones, lo que no era tarea fácil. Se había acostumbrado a vivir en un permanente y difuso malestar que, al intentar definirlo en sus largas y lentas tertulias en la cocina, adquiría mil matices insospechados y una riqueza que la dejaba perpleja y hasta a veces un poco mareada. En esas ocasiones intentaba salir de sí misma y hablaba de lo primero que se le ocurría:
– Uno de los soldados, un chico de Logroño que estudia para maestro, me ha dicho que la pimienta la trajeron los árabes del lejano oriente. ¡Qué barbaridad! Si supiera leer, leería libros sobre la pimienta.
– Los libros hablan de todo, Felisa -contestaba Leonor Dot-. Si quieres, te enseño a leer.
Pero la cantinera meneaba la cabeza y decía que no tenía tiempo ni ganas, que cada uno era como era y, de la misma forma que se habría referido a un rasgo físico o a un atributo del carácter imposible de evitar, que ella había nacido analfabeta y que así moriría el día que Dios lo dispusiera.
Una de aquellas noches, tras pasar un rato de plática con Felisa, Leonor Dot salió de la cantina y ascendió lentamente hasta su casa. Había luna llena, tan grande y luminosa que la noche parecía más bien un día mortecino. La tierra reverberaba como si las piedras estuvieran veteadas de metales preciosos, y las sabinas que jalonaban el camino habían cambiado su color verde por un gris blanquecino que las hacía parecer fósiles vegetales- Algunos pájaros cruzaban el cielo alertados por la claridad. Leonor Dot se detuvo a contemplar el mar metálico y brillante, pero al cabo de unos instantes se sintió acariciada por el frío y por aquella sensación de soledad, de desamparo definitivo, que la atacaba en cuanto bajaba un poco la guardia. Se encaminó en silencio hacia la casa pensando que aquella noche le iba a resultar difícil conciliar el sueño. La llave que encontrara Camila estaba puesta en el cerrojo, pero ya nunca la usaban. Empujó la puerta con suavidad.
En un primer instante la sorprendió que la luz de la luna inundara la habitación, pues ella misma había echado las cortinas antes de bajar a la plaza. Casi de inmediato ahogó un gemido y se llevó una mano al pecho. Camila dormía boca abajo, descubierta y con el camisón alzado hasta la cintura. Tenía los pies cruzados, las pantorrillas relajadas y en los muslos las primeras curvas que delataban que pronto sería una mujer. Su culo, como una fruta palidecida, aparecía blanquísimo bajo aquella fosforescencia plateada. Camila dormía protegida por la luna mientras Andrés, de pie junto a la cama, absolutamente inmóvil y boquiabierto, la contemplaba con el gesto de arrobo estupefacto con que se asiste a un milagro.