Terminado su discurso de bienvenida le dio unas amistosas palmaditas en los hombros. De inmediato, al ver que se había mojado las manos, se las secó en los pantalones. El piloto permaneció unos instantes mirándolo fijamente con una absoluta y nada afable seriedad. Luego se volvió hacia el capitán Constantino Martínez. Sin molestarse en esforzarse como Paco, pronunció unas palabras del todo incomprensibles:
– Ich w'áre Ihnen dankbar, wenn Síe mir diesen ¡dioten vom Halse schafften und mir erlauben würden mich umzuziehen.
Debía de ser razonable lo que decía porque el capitán, aun sin haber entendido nada, se puso de inmediato en movimiento. Señaló el edificio desde el que Benito Buroy los contemplaba acodado en la balconada.
– Sígame a la Comandancia. Tendrá usted que secarse…y habrá que dar parte a las autoridades.
Un rato después Constantino Martínez, de pie junto al teléfono de pared, informaba de lo sucedido a la Capitanía General de Palma. El piloto, sentado junto a la mesa con una toalla en torno a la cintura y el torso desnudo, paladeaba un sorbo de fina Al acabar la conversación, el militar tomó asiento en su butaca. Miró al accidentado sin poder evitar cierta sensación de inferioridad ante aquel hombre tan grande y tan rubio. Era una situación que le molestaba enormemente, pero el alemán, recuperado del susto y más relajado, no parecía advertirlo. Esbozó una leve sonrisa alzando el vaso.
– Kóstíich!… ich bedanke michjür Ihre Gastjreundschaft und für die Schnelligkeit mtt der Sie mir zur Hilfe gekommen sind.
El capitán supuso con razón que su invitado alababa la bebida. Se echó hacia atrás en la butaca haciéndola crujir.
No sabía dónde poner las manos, así que las cruzó sobre el vientre. Se sentía tan incómodo que se decidió a hablar aunque fuera consciente de que el otro no iba a entenderle.
– Es fino de Málaga, un vino típico de aquí… En España también tenemos cosas buenas, no vaya usted a pensar.
El alemán volvió a sonreír al tiempo que inclinaba levemente la cabeza en un gesto de gratitud. Se veía que era un hombre elegante, quizá un ricachón que se entretenía coleccionando medallas de guerra. El capitán Constantino Martínez se sentía zafio ante él, zafio y miserable. Estaba seguro de que aquei individuo tenía una mujer bellísima y una gran mansión por donde corrían niños rubios de mejillas rubicundas. También, por qué no, una amante en Berlín, una cabare-tera muy racial y muy morena que cubriría esos deseos sucios que tienen todos los hombres. Sí, no cabía la menor duda. La vida de aquel alemán era un campo de rosas, mientras él se pudría en Cabrera a la espera de un destino más digno. Aquella idea lo sublevaba.
– ¿No estaban bien como estaban? -pronunció, con la sola intención de sentirse menos apocado por aquel hombre que a fin de cuencas estaba en sus manos-. Ay, Señor, en qué lío van a meternos.
– Danke!, Danke! -repetía el otro.
Fue entonces cuando, al alzar el vaso para apurar su contenido, el piloto alemán descubrió la cara radiante de Camila por el lado exterior de la ventana. La niña dio un respingo al verse sorprendida y salió corriendo hacia la cantina. Leonor Dot estaba en la barra del bar con una taza de achicoria entre las manos. Felisa García, al otro lado del mármol, vio entrar a Camila como un torbellino. Quiso decirle algo, pero la niña la interrumpió con un grito jadeante:
– ¡Es guapísimo! ¡Parece un príncipe!
La cantinera alzó las cejas y se volvió hacia Leonor Dot meneando la cabeza.
– Si ya lo decía yo, que a esta jovencita le falta compañía.
– Soy yo, Benito. Soy Otto, o lo que queda de él. Un soldado había ido a la cantina a avisar a Benito Buroy de que tenia una llamada. Éste acudió a la Comandancia pensando que se trataba del comisario. El capitán Constantino Martínez y el aviador alemán bebían fino en el despacho y se miraban sin saber qué decirse. El militar hizo un gesto de apremio a Buroy para que cogiera el auricular que colgaba de la pared. Le obedeció, esperando oír los gritos del policía, pero en lugar de eso había sonado un gemido apagado. A Otto Burmann le temblaba la voz y la tenía extraña. Parecía hablar con la cara pegada a una almohada.
– ¿Cómo has conseguido este teléfono? -preguntó Benito Buroy.
– Yo no sé a qué te dedicas, pero ya me tienes harto. Eres un malnacido. Un día de estos me tiro por la ventana. Te lo juro por lo más sagrado, me tiro y se acabó.
Benito Buroy cerró los ojos. En aquellas dos semanas se había acostumbrado a vivir sin Otto Burmann y empezaba a sentirlo como un extraño. A su regreso a Palma tendría que buscar un piso y un trabajo distintos, cambiar de compañía. Eso en el caso, cada vez más improbable, de que el comisario no lo devolviera al penal de Burgos y le permitiera reemprender su vida.
– Ahora estoy ocupado -le dijo, intentando que su voz no reflejara ninguna intimidad.
Y de inmediata añadió, estropeando su distanciamiento: -¿Qué cono quieres?
Al otro lado de la línea volvió a sonar un gemido. De todas las cosas que no era y que sin embargo conformaban su manera de ser, donde más cómodo se sentía Otto Burmann era en el papel de animal abandonado.
– Ha sido espantoso, Benito. El comisario ha estado aquí con varios policías. Es un energúmeno. Me ha llamado de todo, maricón y de todo, no te lo puedes imaginar. Luego han empezado a destrozar el bar. tiraban las botellas al suelo y golpeaban las sillas y las mesas contra las paredes. Ha dicho que quedaba precintado por atentar contra la moral, y que si el miércoles que viene no regresas irá él a buscarte… Pero eso no ha sido lo peor, Benito.
– ¿Aún hay más?
– Me ha pegado. Tengo la nariz llena de algodones porque no se me corta la hemorragia. No me atrevo ni a mirarme en el espejo. Debo de estar horrible, y todo por tu culpa, que ya me tienes harto.
Benito Buroy chasqueó la lengua y miró al suelo con preocupación. Era absurdo esperar que fueran a perdonarle que no matara a Markus Vogel. Jamás podría volver a su vida anterior.
– Lo siento, Otto. He tenido problemas. Y el comisario es un hijo de puta, ya lo sabes.
– Será lo que sea, pero eres tú el que lo traes por aquí. Tú y los líos que os lleváis, que me da miedo imaginar lo que andáis tramando. Porque la gente normal como yo no entiende toda esa chulería y esa maldad. Sois malos, y tú eres tan malo como él, de eso estoy seguro. Me pregunto qué será lo que hace feliz a alguien que sólo sabe repartir hostias e insultar a los demás. ¿A ti qué te hace feliz, Benito?
Otto Burmann no esperó demasiado una respuesta que de todas maneras, y él lo sabía, nunca iba a llegar.
– Quiero que sepas que a mí me hacía feliz estar contigo -continuó-. Así de sencillas son las cosas para la gente decente… Pero ahora todo me da igual, no se puede seguir vivo a cualquier precio. Me han destrozado el negocio, estoy monstruoso con esta nariz hinchada y me siento tan humillado que voy acabar con todo de una puta vez.
Benito Buroy pensó que muy mal debía de andar él por la vida si Otto Burmann, la persona más desesperada que conocía, se consideraba un hombre normal y decente a su lado. Por si aquello fuera poco, él no sólo no encontraba la manera de rebatírselo sino que estaba de acuerdo. Se sintió insoportablemente a disgusto consigo mismo. En cualquier caso, qué más daba. En cuestión de días estaría muerto o encerrado de nuevo en un penal. Pensó que debía convencer a Otto Burmann de que lo mejor para él era regresar a Alemania. Pero no en aquel momento.
– No hagas tonterías, te lo suplico. El miércoles que viene estaré de nuevo en Palma. Te haré la cena. Todo volverá a ser como antes, no te preocupes. Y el bar lo reconstruiremos, le hacía falta un buen repaso.
Se hizo un largo silencio. Benito Buroy se sintió inquieto.
– ¿Otto?
– Perdona, me estaba secando la sangre… ¿Has dicho que harás la cena? Pero si tú nunca has cogido una sartén… No puedes ni imaginar lo bonito que es cocinar para la gente a la que quieres.
El sargento Ridruejo llegó con Markus Vogel cuando ya empezaba a anochecer. El ermitaño sabía que no podía esconderse de los soldados, pues eran suficientes para rastrear la isla entera y encontrarlo en pocas horas. Por lo tanto, al oír las voces había salido de su cueva pensando que llegaba el momento de enfrentarse a su destino. El sargento se había negado a decide para qué lo reclamaban en Comandancia, lo que parecía el peor de los indicios. Muy probablemente los hubiera enviado Benito Buroy, y si era así, si el comandante del destacamento colaboraba con el hombre que debía matarlo, Markus Vogel podía darse por acabado. Hasta aquel momento los militares se habían mostrado con él, si no cordiales, cuando menos lo bastante desinteresados para dejarlo en paz. Eso era lo mejor que podía pasarle. En el fondo, que los españoles lo hubieran recluido allí no dejaba de ser un regalo inesperado. Estaba harto de la vida que llevaba. Cuando lo detuvieron, cuatro meses atrás, ya no sabía ni quién era en realidad ni qué hacia saliendo del hotel Palace de Madndjun-to a una mujer enjoyada que podía ser también cualquier cosa. Andaba perdido desde hacia demasiado tiempo, limitándose a mantenerse a salvo de unos y de otros. En aquella época en la capital le resultaba imposible conciliar el sueño, y en cambio en Cabrera dormía perfectamente. Si por un milagro salía de allí con vida se instalaría para siempre en una de aquellas islas. Plantaría cañas junto a la ventana de su dormitorio, y tendría una alberca en el jardín y un muro alto que lo separase del exterior. Del exterior en su sentido más amplio. Nunca más volvería a Alemania.
En esto pensaba Markus Vogel cuando el sargento Ri-druejo y él llegaron al edificio de la Comandancia Militar. El capitán, que los esperaba en su despacho, se puso en pie al verlos.
– Gracias, Ridruejo, puede retirarse… Y a usted he de pedirle un favor. Un piloto alemán ha caído con su avión en esta isla. Felizmente ha salido ileso del accidente, pero ahora necesito un intérprete… Está en la cantina esperándonos. Le propongo que cenemos con él.
– Será un placer ayudarle -contestó Markus Vogel descubriendo con alivio que sus temores eran infundados. El militar no colaboraba con Buroy. A pesar de ello, y aunque fuera de manera inconsciente, lo había obligado a meterse en la boca del lobo. Benito Buroy se alegraría de verlo en el pueblo.
El piloto estaba sentado en el porche con un vaso de vino entre las manos. Tenía cara de impaciencia y no era de extrañar, pues Paco, espatarrado a su lado, debía de llevar un buen rato de agradable chachara con él. Por la familiaridad con que lo trataba no cabía la menor duda de que el cantinero lo consideraba ya un buen amigo.