Fue a su cuarto y rescató la pistola de debajo del colchón. Por pura rutina, extrajo el cargador y comprobó las balas anees de guardarla bajo el cinturón. Salió a la plaza. Tras dudar un poco, rodeó el edificio de la Comandancia y buscó un lugar donde acomodarse al abrigo del desmonte. Tomó asiento en una roca y se recostó en el tronco de un pino. Desde aquel lugar podía controlar la puerta de la cantina sin que se advirtiera su presencia. Antes o después, Markus Vogel debería salir de allí para regresar a su escondite, y aquélla sería su única oportunidad para seguirlo hasta un lugar donde no hubiera testigos.
Pasó un rato sin que nadie asomara por la plaza. Desde la cantina le llegaba rumor de voces. La claridad que salía por la puerta se difuminaba en la negrura impenetrable sin llegar a iluminar otra cosa que el suelo pedregoso. Benito Buroy intentaba no pensar, pero el miedo a amodorrarse le impedía dejar la mente en blanco. Fue poco después de ver salir al Lluent tambaleándose y canturreando cuando se hizo consciente del engaño en que había hecho caer a Leonor Dot. Una y otra vez le resonaba en la cabeza la fiase con que había querido tranquilizarla antes de empezar la partida, «saldremos de ésta, no se preocupe», y veía de nuevo la mirada de ella, incrédula pero expectante, y no sabía, porque las palabras son escurridizas como peces, si él mismo lo había dicho refiriéndose estrictamente al juego, o si pretendía enviarle un velado mensaje de confianza, o si lo único que deseaba era caerle un poco mejor para poder empezar la partida. En cualquier caso, podía ser que hubiera cometido el desliz de insinuar a Leonor Dot que no haría lo que lo había llevado hasta allí. Así parecía haberlo entendido la mujer. Y aquello sucedía precisamente la noche en que iba a matar a Markus Vogel, pues era su última oportunidad y se le había agotado el tiempo eterno de la isla.
«La semana que viene estarás en Palma -se dijo-, no pienses en otra cosa.»
La espera se le hizo interminable. Leonor Dot y Camila salieron tarde de la cantina y tomaron el camino de su casa cogidas de la mano. Algo después se retiraron los soldados que cada noche jugaban a las cartas. Paco se asomó a la puerta y se desperezó con la mirada perdida. Unos minutos más tarde comenzaron a apagarse las luces, Benito Buroy soltó una exclamación de rabia. Salió de su escondite y cruzó la plaza a grandes zancadas. Cuando entró en la cantina se encontró con Felisa García, que ascendía la escalera de su domicilio con las manos en los ríñones. No había nadie más en el bar.
– ;Qué hace aquí? -le dijo la cantinera-. ¿No ve que hemos cerrado?
Buroy no contestó. Miró un instante hacia lo alto de la escalera y salió de nuevo a la plaza. Dejó transcurrir el resto de la noche rondando por los alrededores, desesperado ante la posibilidad de que Markus Vogel aprovechase la oscuridad para escapar. Acabó instalándose en un lugar elevado desde el que abarcaba con la vista todo el edificio. Al amanecer, aterido por el frío que le había ido calando hasta los huesos, oyó ruidos en la cantina. Poco después entraba de nuevo en el bar, donde Felisa García preparaba achicoria para los soldados de la guardia. Ellos eran los primeros en aparecer por allí, cuando acababan su turno.
– ¿Es que usted no duerme? -le saludó la mujer.
– Necesito algo caliente -murmuró, dejándose caer en una silla.
Habría estado dispuesto a continuar esperando el tiempo que hiciera falta, pero sabía que era inútil. La noche anterior, apostado tras el edificio de la Comandancia, había sido un iluso pensando que Leonor Dot hubiera podido llegar a depositar alguna confianza en él. No era falsa expectativa lo que había en su mirada cuando él quiso tranquilizarla, sino suspicacia mezclada con indefensión. Ni ella ni nadie habría creído jamás que Benito Buroy pudiera ser distinto de como era, ni libre de elegir sus acciones. Todos allí habían vivido una guerra muy larga y estaban acostumbrados a protegerse de los demás.
Markus Vogel había desaparecido.
A mamá no le gustó que yo estuviera ayer con Hermann. Empiezo a pensar que se está volviendo un poquito amargada. Anda siempre inquieta y ve peligros donde no los hay. Últimamente hasta le ha dado por mirar con angustia por la ventana restregándose las manos, como esas viejas que de tanto esperar malas noticias parece que las desean. Antes me dejaba ir sola a cualquier parte, pero ahora quiere saber dónde estoy en todo momento y me obliga a llevar a Andrés de escudero cuando me voy a bañar, con lo fastidioso que se pone espiándome. Si salgo a ver a Felisa sin decirle nada aparece mamá al poco rato por la cantina preguntando muy excitada: «¿Dónde está la niña, dónde está la niña?», como si pudiera estar muy lejos, vaya, que aquí no hay adonde ir. La culpa fue mía por pelearme con ella y decirle que Hermann me parecía el hombre más guapo del mundo. Tiene unos ojos de un azul verdoso que parecen el mar del mediodía, y unas manos grandes y blancas, manos de pianista. Yo a la gente la reconozco por tos ojos y por las manos. Felisa, por ejemplo, te mira sospechando que vas a hacer algo muy, pero que muy reprobable, pero en el fondo es confiada. La delatan sus manos gordezuelas, tan húmedas y rosáceas. En realidad te mira así porque piensa que va a tener que ser ella quien arregle tus estropicios. El Lluent te mira sin verte, pero te busca con sus dedos ásperos y sólo entonces, cuando te toca, está ya seguro de que no eres una alucinación o un espejismo. Benito es distinto. Él te mira sin importarle si estás o no ahí, pero sus manos pequeñas y desagradables, de muñeca de porcelana, juguetean siempre con algo como si el simple hecho de verte le impidiera estar tranquilo. Papá no podía ser malo porque miraba con docilidad y cogía las cosas con cuidado. Era un hombre muy fuerte y cuando se enfadaba daba miedo, pero precisamente por eso veías con claridad que intentaba no hacer daño a los demás ni romper nada, que había escogido utilizar toda esa fuerza para proteger a los suyos. A Hermann le sucede lo mismo. A veces, cuando se queda abstraído vagando en sus pensamientos, se le escapa un gesto de malestar o extrañeza, pero eso debe de ser normal en un soldado que acaba de tener un gravísimo accidente tan lejos de su casa. Yo misma me enfurruño a menudo cuando me da por pensar que nunca podré salir de Cabrera, y eso no me convierte en una mala persona.
Además, conmigo se le van los recuerdos desagradables o lo que sea que le hace estar tan a disgusto. Al verme se le alegra el rostro y me saluda con una profunda inclinación de la cabeza, como si yo fuera una gran dama que acabara de entrar en un baile. Herniann es el único que no ha intentado nunca darme palmaditas en la cabeza, que es algo que odio. Bueno, Andrés tampoco, pero ése no cuenta y más vale que no lo intente, porque con lo bruto que es me hundiría el cráneo.
Puede ser que mamá esté un poco celosa de mí, no lo sé. Pero es muy rara esa manía que le ha dado de vigilarme. Parece que le molesta que yo quiera estar sola o relacionarme con la gente al margen de ella. A veces se pasa dos o tres días tratándome igual que a una desconocida, pero luego se me abraza de repente y me huele el pelo y se pone a llorar. Yo creo que sufrió demasiado con lo de papá y que no sabe lo que quiere, que ya nada la puede satisfacer. Seguramente por eso sufre por mí, porque le gustaría evitar que yo pasara por todo lo que ha pasado ella. Pero el resultado es que no me deja ni respirar.
Ayer mismo se comportó de una forma tan tonta que me va a costar mucho tiempo perdonarla. Yo había ido a la cantina y me encontré a Hermann sentado solo a una mesa. En Cabrera todos le evitan porque no sabe hablar español y se sienten incómodos a su lado. Yo no. Hablar no es tan importante y la demostración es que Hermann me saludó como siempre, con esa sonrisa que me da palpitaciones, y yo le contesté haciendo una reverencia pues estábamos solos y no me daba apuro que me vieran. Él entonces me hizo un gesto con la mano para que me acercara, sacó una de sus piernas de debajo de la mesa y se dio unas palmaditas en la rodilla. Me senté sobre ella intentando que no se diera cuenta de que temblaba un poco, pero sólo un poco, y nos miramos como si en realidad ya hubiéramos estado hablando largo rato y nos tuviéramos mucha confianza. Yo creo que hay personas a las que ves una vez y tienes la sensación de que las conoces desde siempre.
Hermann se llevó una mano a la cazadora y sacó una cartera que abrió sobre la mesa. Era una cartera negra de piel de lagarto bastante gastada, como si la llevara. Debía de llevarla con él desde hacía mucho tiempo. De su interior sacó dos fotos. Me mostró la primera dando unos golpecitos sobre ella con la yema del dedo índice. Se veía a un niño muy repeinado con un pantalón con peto y un avión de juguete en la mano. Tenía las cejas hundidas y los labios hacia fuera como si estuviera imitando el sonido de un motor. «Hermann», dijo Hermann, y se puso a reír. Le hacía mucha gracia encontrarse consigo mismo después de tantos años. Luego apartó aquélla y me enseñó la otra foto. Era de una casa grande con la fachada cubierta por una enredadera. Junto a la puerta había un hombre y una mujer. Aunque no hacían ningún gesto en especial y sus caras eran bastante insípidas, daba la impresión de que para ellos era un momento importante. «Jakob, María», dijo Hermann, y añadió algunas palabras muy dulces que no me importó no comprender, pues me había puesto una mano sobre el hombro y fue como si se hubiera parado allí un animal cálido y amistoso, un animal que en cualquier momento podría rozarme el cuello y ponerme la piel de gallina. Yo sólo deseaba que aquello sucediera, que el animal se moviera un poco y notar su calidez en el cuello, pero en aquel momento todo se vino abajo.
– ¡Camila! -tronó la voz de Felisa-. ¡Ven para acá inmediatamente!
Al volverme la vi en la puerta de la cocina, pero no tuve tiempo de decir nada porque Felisa ya estaba a mi lado y me arrastraba de un brazo. Fue tan rápido que ni siquiera pude quejarme del daño que me hacía. Me sacó a la plaza y comenzó a llamar a gritos a mamá, que no tardó en llegar junto a nosotras sofocada y con mirada de loca. Yo no entendía nada. Felisa le cuchicheó algo al oído y no soltó mi brazo hasta que mamá me lo hubo cogido, como si les diera miedo que quisiera escaparme. Nada de eso. Estaba demasiado asustada incluso para hablar.
– ¿Tú eres tonta? ¿Es que eres tonta? -me gritaba mi madre mientras subíamos a casa. Y no paraba de gritar-: ¿Es que eres tonca?
Cuando llegamos se calmó un poco. Se veía que hacía esfuerzos por ordenar sus pensamientos. Me obligó a sentarme en la cama, dio unas vueltas por la habitación retorciéndose las manos y por fin se arrodilló en el suelo frente a mí. Me cogió la cara y me besó en la frente. Luego me explicó, conteniendo la voz y con una sonrisa forzada, que yo ya no era una niña, que me estaba convirtiendo en una jovencita muy atractiva y que debía tener cuidado con ciertos hombres. No pude evitar un gesto de cansancio, de lección aprendida, que puso a mamá más nerviosa. Pero se contuvo de nuevo y me miró con lástima apretando los labios. Mamá tenía razón y yo pensaba lo mismo, pero se equivocaba con Hermann. No puede ser malo alguien que te mira con los ojos del mar y tiene manos de pianista.