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Camila le echó un vistazo al dirigirse a la orilla. Se sentía un poco inquieta, pero jamás habría reconocido que le daba seguridad la compañía de Andrés. Fue hasta el final del banco de arena y comprobó que el agua era completamente opaca y se movía con una inexplicable densidad, como una gelatina de un azul muy oscuro. Pero era un agua mansa, ella lo sabía, la misma de siempre aunque más honda y por lo tanto insondable, como el alma. Al avanzar un paso se dio cuenta de que la arena se precipitaba hacia el fondo, que desaparecía bajo sus pies. Se hizo la señal de la cruz para protegerse de las medusas y de sus íntimas inquietudes. Luego, sin tiempo para arrepentirse, tomó aire y se dejó caer de barriga.

La noche anterior Paco se había acostado tan borracho que fue incapaz de desvestirse. Felisa, que había vuelto a ponerse su camisón mallorquín, lo dejó que durmiera tal como se había desplomado en la cama. El hombre pasó la noche roncando, removiéndose con estertores de animal degollado y exhalando por toda la habitación el olor penetrante de su sudor. De madrugada Felisa se levantó para poner en marcha la cantina, y unas horas después, servidos ya los desayunos, encontró a su marido sentado de nuevo bajo la parra con una botella de vino sobre la mesa y el cabeceo derrotado de la embriaguez. Lo miró con desesperanza acariciándose la cadera dolorida. Pero Paco, que había notado su presencia y le había dirigido un vistazo de soslayo, no parecía tener fuerzas para enfrentarse a ella.

– Cuando algo va bien, haces lo que sea para estropearlo -dijo, casi con dulzura, Felisa García-. Siempre ha sido así, desde que nos casamos. No hay peor enemigo que el que tienes en casa… ¿Y sabes qué creo? Que te falta valor para vivir, que un día de estos aparecerás muerto en cualquier rincón, muerto del asco que te das a ti mismo.

– Déjame en paz -farfulló el cantinero.

Entonces, como si una alimaña le hubiera mordido en un tobillo, alzó las piernas con una fuerza increíble y la mesa se le vino encima. La botella que había sobre ella se hizo añicos contra el suelo tras golpearle en el pecho. Felisa retrocedió un paso, asustada. Paco aparcó la mesa manoteando con infinita torpeza, se cayó de costado y se puso en pie tambaleándose, los ojos inyectados en sangre. A punto estuvo Felisa García de salir corriendo, pero su marido no hizo ademán de avanzar hacia ella. Se arrancó el collar y lo tiró en dirección a la higuera.

– ¡Que me dejes en paz, cono! -gritó sin fijar la mirada en Felisa, incapaz de encontrarla aunque estaba delante de él-. ¡Que me dejes! ¡No te necesito! ¡Vete a tomar por el culo, hija de puta!

Salió a la plaza. Tras algunas indecisiones tomó el camino que llevaba al monte. Felisa García vio cómo se alejaba zigzagueando. «Eso, vete», murmuró para sí misma. Puso en pie la mesa resoplando por el esfuerzo, luego fue a recoger el collar. Se le partía el corazón, pero ya no quería aguantar aquello por más tiempo, no quería seguir viendo cómo su hombre se desmoronaba cada día un poco mas. v no quería que la arrastrara con él ni ponerse a salvo sola. Lo que deseaba Felisa García era tener otra vida, ser otra persona quizás, vivir en otro lugar o no haber nacido nunca. Todo ello tan imposible que se le llenó la garganta de lágrimas y se puso a llorar allí mismo, sin disimulo, porque no había nadie a la vista y podía permitirse aquel lujo. Luego, cuando toda su tristeza ya estaba fuera y empapaba el delantal con que se había limpiado la cara, aspiró aire con fuerza y se dispuso a reemprender sus actividades. Para Felisa García la desesperación no era sino un descanso al que se entregaba a ratos y que le limpiaba las entrañas.

Aquella mañana iba a hacer lo que siempre hacía cuando volvía a ser ella misma después de pasear un poco por el universo inaccesible de los deseos. Felisa García regresaba a la realidad como quien se lava las manos. Decía «Ay, Señor», y se encerraba en la cocina a pelar patatas y a preguntarse qué guisaría más adelante, pues aún no lo tenía decidido. Y muchas horas después, al acostarse por la noche, se diría que no había para tanto, que a fin de cuentas tenía una casa donde había criado a sus hijos, la misma casa donde sus padres habían envejecido y se habían reunido con Dios, y que disponía de comida suficiente para alimentar a su familia y argumentos sobrados para saber que los demás la necesitaban. En realidad, pensaría, no encontraba motivos para sentirse infeliz, y si en la oscuridad del dormitorio le volvían las lágrimas las dejaría correr porque allí tampoco la veía nadie, y se diría «Felisa, eres débil, qué le vamos a hacer», hasta que más o menos se quedaría o no dormida.

Así que aquella mañana murmuró «Ay. Señor» con el collar de oro apretado contra el pecho, y regresó a la casa para buscar en la cocina el sentido último de todas las cosas. Un estofado…, se dispuso a filosofar limpiándose las manos en el delantal de las lágrimas, ¿había algo más importante que un estofado? Asomada a la olla que removía para que no se le pegara el guiso, pensó la cantinera que sin duda había cuestiones cargadas de trascendencia, cuestiones terribles incluso, que marcaban para siempre la vida de las personas, pero nada tan imprescindible como un estofado. «Al fin y al cabo todas las personas comen -razonó-, y al comer demuestran lo que son mucho más que cuando piensan. Al comer no se equivocan.» Ahí estaba el meollo de la cuestión. Si finalmente, después de remover Roma con Santiago, los hombres acababan sentándose a comer y sólo entonces sentían que volvían a ser un poco ellos mismos, un poco ellos en una situación normal y relajada, como quien está por fin donde debe estar, ¿por qué se empeñaban en considerar fundamentales todas las barbaridades que hacían allá afuera en nombre de ya no sabían qué ideas o fidelidades? ¿Por qué se empeñaban en ponerlo todo en peligro, si al final sólo deseaban sentarse a comer?

Felisa García removió un poco más el contenido de la olla, la dejó al fuego y preparó unos bocadillos para Camila y Andrés, que iban a darse un baño. Cuando los chicos se hubieron marchado, fue a buscar su recado de escribir, una libreta con las cubiertas manchadas de grasa y un lápiz tan mordisqueado que parecía un tallo seco. Se sentó a la mesa y dedicó un buen rato a sus ejercicios de escritura,

Al mediodía lo tenia todo a punto. Había puesto los manteles nuevos en las mesas del bar y la olla inundaba la cocina de un olor imprescindible. Su pequeño imperio estaba listo para el regreso a la normalidad pero Leonor Dot apareció antes que nadie con inquietudes en las que la cantinera, preocupada por otros asuntos, no había aún reparado.

– ¿Los has visto? -preguntó la recién llegada-. ¿No han regresado todavía?

Felisa García cayó entonces en la cuenta de que Camila y Andrés habían ido a bañarse. Miró a su alrededor como si los buscara por allí, pues aquella mañana se había acostumbrado a perder todo cuanto tocaba. Luego se volvió hacia su amiga con expresión de culpabilidad.

– Les he preparado bocadillos de panceta. Quizá se hayan entretenido. Los jóvenes sólo se acuerdan de nosotras cuando tienen hambre.

– Camila sabe que tiene que estar aquí a la una, es la única condición que le pongo… y ya son casi las dos.

Felisa, que se había limpiado las manos en el delantal y luego había empezado a estrujarlo como si degollara un pollo, contempló la cantina vacía.

– A lo mejor ha perdido el reloj -conjeturó-, No deberías dejar que fuera con él a bañarse.

Poco después apareció el Lluent, que acababa de amarrar la barca. Había salido por la costa a comprobar las nasas, pero no había visto a los jóvenes bañistas. Tras tomar asiento y frotarse un poco los muslos doloridos aclaró el pescador que él había ido hacia el sur, en dirección contraria a la que solían tomar Camila y Andrés. Más tarde entró Benito Buroy. Se encogió de hombros al ser interrogado, hizo un gesto de negación con la barbilla y fue a sentarse a su mesa del fondo. El último en llegar fue el aviador alemán. La imposibilidad de entenderse con los isleños había entregado a Hermann Schmidt a una radical misantropía que entretenía con largos paseos, y ya sólo aparecía por la cantina para comer. Tres días después llegaría la barca que iba a sacarlo de allí, y aquello era lo único que le interesaba.

– Nunca se han retrasado tanto -dijo Leonor Dot con la voz quebrada-. Esto es que les ha pasado algo, seguro que les ha pasado algo.

Se asomó a la puerta para contemplar la plaza, cruzó los brazos y, cubriéndose la cara con una mano, comenzó a sollozar. Felisa García intentó retirarle la mano de la cara, pero Leonor se resistió.

– Perdóname… -dijo-. A veces pierdo los nervios. No podría soportar que le pasara algo a mi niña. Ya son demasiadas cosas…

La cantinera soltó un exabrupto, salió al exterior y se encaminó hacia la Comandancia Militar, Poco después regresaba con el capitán agarrado por un brazo, mientras el camión abandonaba su reposo a la sombra en dirección al campamento.

– ¡Ya está! -afirmó, como si todo estuviera resuelto-. Constantino ha enviado una patrulla a buscarlos. Dígaselo, Constantino… Dentro de nada los traerán cogidos por las orejas. ¡Me va a oír ese idiota de Andrés! ¡Vaya si me oirá!

El capitán contempló algo azorado a Leonor Dot, que tenía los ojos enrojecidos y los labios tan apretados que le temblaban levemente.

– No se preocupe -dijo.

Ante la pobreza de aquella aseveración pensó que era conveniente revestirla con un argumento más sólido. Y, recordando su constante otear del horizonte en busca de la escuadra enemiga que devastaría Cabrera y los pasaría a todos por las armas, empezando por él, buscó tranquilizar a aquella mujer de la misma manera que se tranquilizaba a si mismo. Hinchó el pecho y concluyó con aplomo:

– Las tragedias que no se esperan son las únicas que al final suceden. Se lo digo yo, que soy militar.

Hacia ya casi tres horas que los soldados habían salido en busca de los jóvenes desaparecidos, y aunque no había ninguna noticia de ellos, el capitán Constantino Martínez acababa de pasar por el bar para pedir de nuevo a Leonor Dot y a Felisa García que no se preocuparan, que todo estaba bajo su control. Luego había vuelto a encerrarse en su despacho a esperar, tal como hacían ellas, sentadas a una de aquellas mesas con manteles nuevos. Las dos mujeres se miraban sin saber qué hacer.