Por este motivo se vuelven locos a veces y matan sin querer una cabra, o hacen cosas todavía más difíciles de entender.
El médico del campamento salió al porche limpiándose las manos con un trapo de cocina. Leonor Dot y Felisa permanecían en el interior, junto a la cama donde reposaba Camila, mientras los hombres esperaban el diagnóstico bajo la lluvia morosa que anunciaba la llegada del otoño. Estaba incluso Benito Buroy, que nunca había visitado aquella casa, un tanto apartado para situarse fuera del alcance de la luz de la bombilla. Todos se habían vuelto hacia el médico, pero éste, sin dejar de pasarse el trapo por las manos, caminó hasta el final del pavimento y paseó la mirada por la oscuridad de la noche.
– Yo no estudié para esto -dijo sin volverse hacia ellos-. Lo mío es sacar balas y entablillar huesos rotos. Soy militar y atiendo a hombres que luchan. Sé cómo tratarlos cuando los hieren. Pero no estoy preparado para otro tipo de heridas.
El capitán Constantino Martínez abrió los brazos en señal de impaciencia. Avanzó hasta el médico y lo cogió por un codo.
– Venga, hombre de Dios, díganos cómo está. -Tiene una ligera hipotermia que se le pasará con un poco de calor. Es una chica con una constitución muy fuerte. El médico miró entonces al capitán. -Eso no es lo malo… La han violado. Por suerte no hay desgarro y su vida no corre peligro, pero la ha afectado mucho, como es lógico. No reacciona. Está consciente, eso creo.
Sin embargo, no habla ni se mueve. Usted me pregunta cómo se encuentra y no sé qué contestarle. Ya le he dicho que lo mío es sacar balas de un hombro o de una pantorrilla… Le he administrado un sedante, no sé si era lo más correcto.
Se hizo un espeso silencio. El capitán le miraba como si no fuera capaz de entenderle, y Markus Vogel, recostado contra la pared, se había tapado la cara con las manos. Sonó entonces, arrastrada y lenta como un tórrido soplo de viento, la voz del Lluent.
– Sólo quiero saber quién lo ha hecho. -Y yo qué s¿. La niña no abre la boca y las mujeres no quieren atosigarla… Tienen razón, es mejor dejarla descansar. Habrá que esperar a que se recupere.
Continuaba cayendo una lluvia escasa y persistente, pero no hacía frío y los hombres la ignoraban. En el interior de la casa resonaba la voz de Felisa García, que rezaba o maldecía. La noche se había vuelto tan opaca que parecían encontrarse en el fondo de una sima, a muchos metros por debajo cíe cualquier parte o en lo más profundo del mar. Benito Buroy, que había permanecido apartado, avanzó un par de pasos. Dio la sensación de que emergía de las tinieblas.
– Aquí no se puede hacer nada -dijo-. Me voy a dormir.
No se molestó siquiera en mirar a Markus Vogel. Cruzó la única estancia de la casa y se encaminó hacia la plaza. Al poco oyó unos pasos tras él. Era el médico.
– Espere -le pidió el galeno, que había emprendido una titubeante carrerilla en la oscuridad-.Ya que estamos aquí, podemos parar en la cantina y le quito los puntos de ese dedo. Seguro que la herida está cerrada.
Mientras ellos se alejaban, el capitán Constantino Martínez, en el porche, no sabía cómo conducir la situación. Echó una mirada al ermitaño, que se había ido deslizando por la pared hasta acabar sentado en el suelo. El enorme corpachón del alemán parecía un saco abandonado al lado de la puerta. El militar tiró de los faldones de su guerrera y se sacudió los hombros intentando secárselos. Benito Buroy tenía razón. Allí no se podía hacer nada. Había llegado el momento de retirarse él también y dejar que las mujeres se encargasen de la niña. A fin de cuentas, aquél era un problema de orden estrictamente femenino. Además, por culpa de todo aquello comenzaba a amenazarlo el ardor de estómago. Y eso sin haber cenado, que tenía su delito. Forzó unas toses para aclararse la garganta. Sólo entonces se volvió hacia el Lluent para despedirse de él. Le asustó un poco su actitud. El pescador, inmóvil y callado como siempre, mantenía la mirada fija en el vacío. Parecía que estuviera a punto de cometer alguna locura. Pero el capitán sabía que entre sus incontables funciones estaba la de impedir que la gente perdiera los estribos.
– Tranquilícese -dijo, revistiendo su voz de la sensatez de quien ha pasado por trances mucho peores-. Debemos actuar con calma hasta encontrar al culpable. De momento, sólo cabe rezar para que esto no vuelva a repetirse.
– ¿Rezar? -murmuró el pescador, sin mirarle-. ¿A quién, rezar?
– No sea derrotista, hombre, y no blasfeme. Venga, dejemos que las señoras hagan su trabajo y bajemos a la cantina. Cenaremos algo, nos tomaremos una copita y ya verá, en dos días ni nos acordaremos de todo esto.
Amanecía un día frío y saturado de humedad, pero el cielo estaba despejado- Sólo unas nubes lejanas se deshilachaban en el horizonte allá por donde salía el sol, astillando su luz intensamente roja. Felisa García, que había pasado la noche en vela, preparaba achicoria para el Lluent, que tiritaba en una de las sillas de la cantina con los ojos vidriosos y la mandíbula y las manos agarrotadas. Se preguntaba la mujer, mientras atizaba las brasas para que el agua hirviera con mayor rapidez, qué habría hecho el pescador hasta aparecer por allí con las primeras luces, trémulo y desfallecido. Seguramente nada más que canturrear a la puerta de su casa, absorto en su mundo de voces olvidadas o imposibles, dejando que la lluvia le fuera apagando el fuego insoportable de sus emociones. Felisa García sabía que el Lluent sentía la vida de una forma tan intensa como imprecisa. Nada era del todo suyo ni del todo ajeno a él. Y aunque no fuera un hombre religioso, tenía un sentido del orden que en demasiadas ocasiones no se ajustaba a lo que sucedía en el mundo. Por eso, a menudo se le volvían obsesivas las ideas y le quemaban por dentro.
Había sido una noche extraña y desagradable. Al llegar, ya muy tarde, de casa de Leonor Dot, la cantinera había encontrado a su marido durmiendo empapado en su propio vómito. En cambio, la cama de Andrés permanecía sin deshacer, la almohada esponjada y el embozo abierto, tal como la había dejado ella por la mañana para hacerle más grata la hora de enfrentarse a las pesadillas. El chico no había vuelto a aparecer tras abandonar a Markus Vbgel en la cala con el cuerpo inerte de Camila entre los brazos.
Felisa García había pasado la noche sentada a la mesa de la cocina, angustiada por cómo lo estuviera pasando su hijo y maldiciendo a su marido por dejarla sola en momentos de tanto sufrimiento. Con sus manos gordezuelas una sobre ocra, la mirada vagando perezosa de las estanterías a los fogones, de éstos al retrato de Pío XII y de nuevo a las estanterías repletas de cazos renegridos, latas cubiertas de grasa y tarros con olor a podredumbre, fue cayendo la mujer en las trampas del pensamiento. El paso lento de las horas le había ido despertando una incertidumbre que a punto estaba de volverla loca. Sin poder evitarlo, daba vueltas y vueltas a la idea de que Andrés únicamente desaparecía cuando se sentía herido en su orgullo o culpable de algo. Pero el día anterior nadie le había hecho nada malo a su hijo. Muy por el contrario, Felisa recordaba haber visto al muchacho muy contento ante la perspectiva de aquel día en la playa. Entonces, si era la culpabilidad la que, muchas horas y horrores después, lo había obligado a salir corriendo ante el alemán que le pedía ayuda, aquello sólo podía significar que había sido él el que había forzado a la niña. A la cantinera, que seguía sus razonamientos sin hacer trampas ni adelantarse nunca a su propio discurrir, le dio un vuelco el estómago al alcanzar aquella conclusión: era Andrés el que había violado a Camila.
La habitación se había quedado de pronto sin aire y Felisa García, con las manos en el pecho, había comenzado a boquear horrorizada. Sintió la necesidad imperiosa de llamar a alguien, pero no supo a quién, ni si tenía derecho a suplicar que la asistieran. En aquel momento se oyó el sonido de la puerta de la cantina y, al alzar Felisa la mirada, tropezó con la de Pío XII, que la observaba desde su calendario de pared. Los ojos del papa ya no ofrecían su habitual placidez y le recriminaban que hubiera parido a un degenerado, que fuera una mujer tan débil y que, no contenta con todos los males que había llegado a desencadenar, continuara sentada sin hacer nada. Felisa García meneó la cabeza, se puso en pie y fue a ver quién entraba, murmurando por lo bajinis:
– No puedo venirme abajo, no puedo. Tengo que encontrar a Andrés y entregarlo a las autoridades.
El Lluent caminaba tambaleándose. Nunca, ni tras sus peores noches en el mar, había aparecido por la cantina en un estado tan lamentable. Tomó asiento en una silla sin fuerzas para contestar al saludo de la cantinera. Felisa García, a pesar de la hora que era, se apresuró a prepararle una achicoria bien caliente. Mientras atizaba el fuego preguntándose qué habría hecho para estar tan maltrecho, tuvo una idea que la dejó paralizada. El pescador era un hombre de impulsos brutales, ella lo sabía bien, y resultaba sorprendente verlo vencido por un abatimiento que podía deberse. por qué no, a la culpa. A la culpa que le podría causar no haber sabido resistirse a la tentación de apropiarse de la inocencia de Camila, y con ella de los perfumes de su imaginación, y de las voces inaudibles, y de un pasado que recordaría entre brumas y de un futuro que sencillamente no existía. Casi todo en la vida se hace para cubrir malamente una idea superior e inalcanzable, pensó Felisa García. ¿Por qué no podía el Lluent haber caído en aquel espejismo que acababa condenando a casi todos los hombres? ¿Y si era el pescador el que había violado a la niña, y no su hijo?
Sirvió un tazón bien lleno, salió a la cantina y lo puso delante del hombre, que continuaba con la mirada hundida entre las piernas. La cantinera se sentó frente a él y apoyó los codos en la mesa.
– ¿Qué has hecho, Lluent? -se aventuró a preguntar, vagamente consciente de que con aquella pregunta aventuraba también la posibilidad de ponerse a salvo de sus propias culpas.
La respuesta no iba a tardar ni un segundo. Sin duda el pescador había estado meditando sobre ello.
– Salgo al mar y me hago viejo -balbuceó con la voz quebrada-. Eso es lo que hago. Cada día salgo al mar y envejezco un poco más. Y a veces me pregunto para qué.
Felisa García no era lo bastante ciega como para aferrarse a una entelequia.
– Bébete eso -le dijo, poniéndose de nuevo en pie-. Te sentará bien.
Regresó a la cocina. Una vez a solas apoyó la espalda en la pared y se puso a sollozar con rabia, una rabia tan fuerte que le estremecía las tripas. Podía haber sido el Lluent quien violara a la niña, quién lo sabía, pero también podía haber sido algún soldado del campamento o hasta su propio marido, que había pasado todo el día borracho dando tumbos por la isla. Podía haber sido cualquiera, incluso Markus Vogel, que a fin de cuentas era el que la había traído hasta el pueblo. A los hombres no se los conoce nunca lo suficiente. Pero ella sabía que su hijo tenia un problema grave en la cabeza, y que en muchas ocasiones lo había encontrado masturbándose en cualquier lugar, a veces delante de la gente, y que Leonor lo había sorprendido espiando a Camila dormida y que era ella, Felisa García, quien había parido a aquel muchacho que no sabía que hay cosas que no deben hacerse por mucho que te atraiga una belleza que nunca va a ser tuya. Así eran las cosas, para qué iba a engañarse. Andrés había forzado a Camila y a ella le tocaba reparar los daños en la medida en que le fuera posible. Estaba dispuesta a empezar de inmediato. De la desgracia sólo se puede salir con voluntad y sacrificio, eso se dijo Felisa García.