– ¡Mami! ¡ La Xuxa escondía sus secretos en el pozo! ¡He encontrado la llave de la casa!
Su madre se resistió un poco, pero finalmente aceptó ir a probarla. La cerradura cedió al primer intento aunque ofreciendo una chirriante resistencia.
– Le falta aceite -dijo Leonor Dot.
Y añadió, recuperando parte de su aplomo:
– La vida te hace regalos insospechados. Ahora podemos cerrar con llave una puerta que nadie querría abrir.
Pasó un brazo por los hombros de su hija y salieron de nuevo al porche. Por encima de la ensenada el sol se fundía con las nubes bajas en el plácido fuego del atardecer. Las gaviotas, anaranjadas bajo aquella luz, planeaban corno músculos de membrillo sobre las aguas calmas. Leonor Dot pensó que, de haber discurrido de otra forma sus vidas, aquél habría sido un buen lugar para retirarse con Ricardo. Se abrazó a Camila y la estrechó contra su pecho. Pensó también que su hija se estaba haciendo mayor. Su cabeza le llegaba ya a la barbilla, y aquello le permitía olerle el pelo cuando la abrazaba. A Leonor Dot, oler el pelo de la gente a la que quería le daba una extraña sensación de plenitud.
Camila, al ver que su madre salía por fin de su atonía, olvidó la caja de latón y el resto de tesoros que había en su interior. Pasó los brazos por la cintura de la mujer y alzó la mirada hacia ella.
– Mami, no hemos comido nada desde el desayuno. Yo tengo hambre. ¿Y tú, no tienes hambre?
Las palabras de la niña consiguieron que Leonor Dot sintiera renacer en su pecho el pragmatismo enérgico de la maternidad. Contempló una vez más con desagrado todo cuanto la rodeaba, y de inmediato puso manos a la obra. Lo primero, antes incluso que buscar algo que echarse al estómago, era poner allí un poco de orden. Entre las dos hicieron las camas con la ropa militar. Probaron luego a pulsar el único interruptor de luz, que encendía una bombilla solitaria y titubeante que colgaba de un cable en el centro de la habitación. Buscaron en vano un aseo que no existía y eligieron un lugar apartado del terreno, donde orinaron por turnos velándose mutuamente una intimidad que en apariencia nadie podía profanar. Por fin, tras lavarse las caras en el agónico chorro de agua que brotaba de la fregadera, cerraron la puerta con llave y se encaminaron hacia la cantina.
En una de las mesas bajo el emparrado dormitaba el hombre que las había acompañado hasta la casa. Al verlas pasar murmuró algo e intentó incorporarse, pero desistió con un gesto de infinito cansancio. Entraron en el local. No había nadie, aunque el suelo aparecía sembrado de colillas. Una barra de ladrillo ocupaba todo un lateral. En la esquina opuesta había una gran chimenea que enmarcaba, entre los restos fuliginosos de hogueras extintas, un retrato de Francisco Franco. A modo de cenefa, una bandera española transitaba pintada por las paredes del recinto.
Una mujer gruesa, cubierta con un delantal roñoso, apareció por una puerta secándose las manos.
– ¡A buenas horas! -exclamó al verlas-. ¿Qué se creen, que pueden venir cuando les plazca?
– No sabíamos…-comenzó LeonorDot
– ¡Pues ya lo saben! ¡Me han dejado con la comida en h olla, pero ahora se la cenan y mañana será otro día! Con lo que me pagan, y con la mierda ésta del racionamiento, no esperen gran cosa. ¡Venga, siéntense por ahí!
Las recién llegadas escogieron una mesa junto a la ventana. Los cristales estaban tan sucios que apenas podía verse el exterior. La higuera de la plaza, envuelta en la oscuridad creciente del anochecer y deformada por la grasa que velaba los vidrios, parecía una exuberante planta submarina. Camila, encogida en la silla, dejó escapar una risita nerviosa y miró a su madre con angustia. Se sentía apocada y no sabía qué hacer con las manos. Leonor Dot, visiblemente incómoda, barrió la mesa con un gesto enérgico para tirar al suelo los restos de una comida anterior, un montón de migas y una raspa de sardina. Luego, al ver que la otra mujer abría un aparador para sacar cubiertos y un par de platos, se puso de nuevo en pie. -Déjeme que la ayude -se aventuró. -No la necesito -contestó la cantinera con desgana-. Y usted tampoco espere nada de mi. Aquí, cada una a la suya, que bastante tenemos todos que aguantar.
Leonor Dot alzó la barbilla, pero se contuvo y se sentó de nuevo en silencio. En aquel momento, atemorizada por lo feo y desagradable que podía llegar a ser todo, sintiéndose bruscamente débil y más humillada que nunca, Camila hizo lo que más despreciaba: se puso a llorar y lo hizo como las criaturas, sin taparse la cara.
– Vaya por Dios -exclamó la mujer con insospechado desaliento.
Y volviéndose hacia Leonor: -¿Cómo puede hacerle esto a la niña? Desapareció por la puerta de la cocina antes de que la otra acertara a contestarle. Poco después regresaba con una cazuela humeante en una mano y un cucharón en la otra.
– Gachas -anunció-. No alimentan, pero llenan. Eso es lo que hay. Y para beber, agua. Mi marido se reserva el poco vino que nos llega. Ahí fuera lo tienen, borracho como una cuba. Leonor Dot se dio cuenta de que, por primera vez, les había hablado sin encono. Al salir de la cocina las había buscado con la mirada, pero la había retirado de inmediato dominada por un difuso malestar. Sin embargo, tras depositar la cazuela sobre la mesa observó con atención a la niña. Camila, que ya se había serenado, mantenía las palmas entre los muslos y la barbilla hundida en el esternón. La mujer alargó una mano con mucho cuidado, temiendo espantarla, y le acarició el cabello. Camila encogió el cuello al notar la presión de la mano.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó, intentando revestir su voz tormentosa con un poco de dulzura-.Yo me llamo Felisa García García. Pero no es que mis padres fueran hermanos, es que hay muchos Garcías. Ya verás, pequeña, lo vamos a pasar estupendamente juntas.
– ¿Que te vas a Cabrera? -preguntó con despecho Otto Burmann-. ¿Cuándo te vas… y cuánto tiempo?
Benito Buroy se había sentado en un sillón y jugueteaba con la pistola. Era una Astra bastante deslucida pero bien engrasada. Tenía en el cargador todas las balas. Benito las había sacado para contarlas. Estaban las seis, ninguna en la recámara. Los dos hombres se encontraban en el piso donde vivían, situado encima del bar. Acababan de cerrar el local y continuaba lloviendo a cántaros. Habían dejado a Erica dormida sobre la mesa en la que, después de beberse un par de ginebras más, había perdido por fin el conocimiento.
– ¿Cuándo te vas? -insistió Otto Burmann, abriendo con rabia la nevera y sacando media docena de huevos envueltos en papel de periódico. Los dejó sobre el mármol con tanta inquina que un par de ellos se cascaron. -Mein Gott! Mira lo que me haces… Benito Buroy meneó la cabeza en un gesto que mezclaba la fatalidad y la impaciencia.
– No sé cuánto tiempo estaré allí -dijo-, pero la barca sale pasado mañana. Va todos los miércoles,
El alemán, conteniendo la indignación para no hacer más estropicios, había desdoblado con cuidado el papel de periódico. Iba rescatando los huevos enteros y los lavaba bajo el caño. -Yo no sé qué pecados cometerías en la guerra, Benito, no lo sé ni quiero imaginármelo, pero ese policía hace contigo lo que quiere. Tú no eres trigo limpio, Benito. No lo eres. La verdad es que no sé por qué te dejo estar en mi casa.
De pronto se volvió hacia un ventanuco que daba a un exiguo patio de luces.
– ¡Y tú qué miras, asquerosa!… Siempre está ahí, escondida detrás del visillo, la muy guarra.
– La culpa es tuya, por darle espectáculo. Además, no sé qué me reprochas. Si no hubieras tenido la polio, tú también estarías corriendo por ahí con un fusil. Con un poco de suerte te encontrarías ahora en París, sentado en el Café de Flore con una francesita.
– ¡Qué francesita ni qué pollas! ¡Yo lo que quiero es estar solo, que te vayas de una vez y que me dejes en paz!
Benito Buroy volvía a meter las balas en el cargador. Una de ellas se le cayó al suelo.
– Me cago en tu madre, Otto. A veces eres insoportable. Ya no tengo ní hambre. Me voy a la cama.
– ¿Sí? -saltó el otro-. ¡Pues yo me voy de paseo! ¡No volveré en toda la noche!
Tiró sobre el mármol la sartén que acababa de sacar de un armario y salió de la casa dando un portazo. Benito Buroy recogió la bala del suelo, acabó de montar el cargador y fue hacia la puerta con la pistola todavía en la mano. Abrió la puerta con una sonrisa cínica. Otto Burmann, sentado en el rellano de la escalera, se abrazaba las rodillas. Parecía haberse calmado un poco.
– Me das miedo -dijo el alemán-. Estás imponente con ese arma tan terrible.
En ocasiones como aquella Bemo Buroy sentía vergüenza
– No seas cerdo, Otto. Venga, entra.
Los guardias que lo custodiaban lo miraban con respeto. Era tan alto que tenía que agacharse para franquear las puertas, y llevaba una barba larga y canosa que le daba aire de profeta. Algunos guardias decían que, de no ser un espía, lo habrían contratado para hacer de Jesucristo en una película de Benito Perojo, con Julio Peña de apóstol e Imperio Argentina de Magdalena. Porque, además de ser tan espigado, miraba de una forma muy penetrante, como si le estuvieras fallando en algo de suma importancia y él, a pesar de perdonarte, quisiera dejar claro que se daba cuenta. Eso decían algunos guardias mientras jugaban al remigio. Otros defendían que se parecía más bien a Rasputín, que tenía mirada de loco y que sin duda lo estaba, pues sólo los locos son capaces de atravesarte con la mirada. Llevaba ya una semana encerrado en los sótanos de las dependencias policiales de la Puerta del Sol. Los mandos habían dicho que nada de tonterías con él, que le dieran buen trato y que esperasen órdenes de arriba. Y aquello era lo que hacían. A veces jugaban con él a las cartas, e incluso le liaban algún cigarro a pesar de que se rumoreaba que iban a racionar el tabaco. Hasta que una mañana apareció un coronel bajito y grueso, que a cada paso se alzaba sobre las puntas para ganar marcialidad y un poco de estatura. Tenía muy mala leche. Pidió a los guardias que lo llevaran a la celda del extranjero y los despachó con un gesto enérgico de la mano, como quien ahuyenta las moscas cuando se ponen molestas. Quería estar a solas con aquel hombre.
El extranjero estaba sentado en su cama y no se levantó al verlo entrar. Jugaba con un botón que se le había desprendido de la camisa mientras pensaba que había tenido mala suerte: los peores militares eran los que tenían pinta de panaderos o de dependientes de colmado y que, de hecho, habrían sido panaderos o dependientes de colmado de no mediar las sacudidas de la guerra. Eran los más duros de roer. Se limitó a guardar silencio, sin pestañear cuando el coronel exigió a gritos una silla. Uno de los guardias se apresuró a llevársela. El militar la plantó en medio de la habitación, tomó asiento y cruzó los brazos sobre su vientre prominente. Alzó una ceja y observó con atención al extranjero.