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Supo que eran las ocho porque oyó el camión que llegaba del campamento con el relevo de la guardia. Los soldados que habían pasado la noche en la Comandancia no tardarían en aparecer por allí, ojerosos y entumecidos, en busca de un tazón de achicoria caliente. Felisa García cerró el cuaderno, dejó el lápiz sobre la mesa y salió al bar. Se situó tras la barra ocupando el puesto de Paco, que todavía no se había levantado. Aquella mañana no iba a obligarlo a salir de la cama. La noche anterior, mientras lo oía roncar agotado por la fiesta de Camila, había decidido la cantinera que al fin y al cabo su marido no era un mal hombre, que el único problema que tenía era que no le gustaba su vida y que bastante soportaba con aquella carga. Nadie es culpable de no ser feliz, había pensado Felisa García en la oscuridad de su dormitorio, embutida en el camisón que se trajera de Palma, agradeciendo que al menos a ella la felicidad la acariciara en algunas ocasiones como un rayo de sol que se cuela por entre las cortinas, te templa el cogote y al instante se desvanece.

Entraron dos soldados. Eran dos chicos muy jóvenes, casi unos críos. Uno de ellos retrocedió de nuevo hasta la puerta y dio unos taconazos con la bota en la pared.

– Mierda -dijo-, he pisado un higo. Lo voy a poner todo perdido.

A Felisa García le dio un vuelco el corazón. Acababa de caer en la cuenta de que estaban a mediados de septiembre, y que por lo tanto la higuera, sin que nadie le hiciera caso, estaría ofreciéndoles el regalo con que cada año saludaba la llegada del otoño. «Cómo he podido olvidarme de ella», murmuró la cantinera.

Dejó sobre la barra, para los soldados, dos tazones de leche teñida de achicoria y salió a la plaza. Avanzó cohibida hacia el árbol, como si temiera sus reproches. Asustados por su proximidad, multitud de pájaros volaron en todas direcciones. Felisa García, a la que le repelían las plumas, cerró los ojos y agitó ¡as manos. Pero continuó avanzando y, al situarse bajo la copa de la higuera, dejó escapar una exclamación de asombro. Las ramas estaban cargadas de frutos liláceos, tan henchidos que a muchos se les abría la piel en estrías púrpuras, heridas de las que goteaba la miel de sus carnes. El olor dulce era tan fuerte que vencía a la sal del mar e impregnaba el aire por completo. Ningún frutal, en el mundo entero, podía comparar su voluptuosidad con la de aquella vieja higuera de ramas quebradizas.

Felisa García, sintiéndose inmensamente agradecida, pensó que debía apresurarse a reunir botes para confitar los higos. Fue entonces cuando el capitán Constantino Martínez se asomó a la puerta de la Comandancia y le hizo un gesto con la mano.

– Venga aquí, hágame el favor.

La cantinera le siguió hasta su despacho. Ya iba a decirle al militar que no tenía tiempo para tonterías cuando a punto estuvieron de fallarle las piernas. Markus Vogel, vestido con el uniforme del piloto, el pelo corto y rasurada su larga barba de ermitaño, se hallaba de pie en medio de la habitación. Tenia la mirada turbia, enrojecidas las pupilas. No parecía muy contento con su suerte. En cambio, Benito Buroy, sentado a su lado, esbozaba una amplia sonrisa.

– ¿Qué le parece? -preguntó éste a la cantinera-. Por suerte, cuando Schniidt recibió los disparos llevaba abierta la guerrera. Le sienta como una seda a nuestro amigo Markus… Y parece que finalmente podrá volver a Alemania.

Felisa García, que no se había vuelto hacia Buroy para escuchar sus palabras, escudriñaba la actitud del hombre que había pasado tantos meses solo en un acantilado.

– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó.

Markus Vogel tenía en la mano una cartera de bolsillo. Allí estaba la documentación del piloto, con la que podría regresar a Alemania, pero también dos fotos que entregó a la cantinera. En una de ellas vio la mujer a un niño con un avión de juguete en la mano. En la otra a un hombre y una mujer mayores que miraban a la cámara con infinita seriedad.

– No muy bien -contestó el alemán-. He matado a un hombre inocente.

– La culpa fue mía. Fui yo la que le acusó…

– Bueno, bueno -intervino el capitán Constantino Martínez-. Las cosas están como están, y no se puede hacer nada. La he llamado para informarle de que a partir de ahora todo va a ser un poco… irregular. Pero no debe usted preocuparse. El señor Benito Buroy, que pertenece a los servicios de contraespionaje españoles, y yo mismo, controlamos la situación. Así que vuelva a su casa y sea discreta. Confío en usted.

Benito Buroy se había puesto en pie. Se situó junto a Felisa García y acercó la boca a su oído.

– Esto no lo puede saber ni su cuñado, ya me entiende -le susurró.

La cantinera no tuvo tiempo de contestar. El centinela, desde la puerta de la Comandancia, avisó de que la barca de abastecimiento estaba entrando en la bahía. El capitán se frotó las manos y miró a la mujer con la sonrisa insinuante de un prestidigitador a punto de completar su número.

– Venga conmigo a recibirla -le propuso-. O mucho me equivoco, o trae una sorpresa para usted.

A Felisa García, que estaba teniendo una mañana muy agitada, se le aceleró el pulso al oír aquello. Siguió al militar renegando, restregándose la cadera con la mano y murmurando que entre todos iban a mataría, pero ya intuía lo que la esperaba. Desde el muelle, a medida que la barca se aproximaba, alcanzó a divisar lo que tanto había deseado y temido. Sentado en una silla de ruedas atada como un bulto más a los muchos que abarrotaban la cubierta, su hijo mayor regresaba por fin de una contienda que había terminado hacía ya mucho tiempo. Aunque se había convertido en un hombre obeso y desmadejado, la mirada hundida con obstinación en el regazo y el rostro tan hinchado que le costaba reconocerlo, Felisa García dijo: «Ya está aquí mi niño». Nada más largar los amarres pidió ayuda para subir a la barca. Lo abrazó sin importarle que él no le dijera nada y, volviéndose hacia el muelle donde sólo se encontraba el capitán un poco molesto por la desagradable visión del mutilado, gritó con orgullo:

– ¡Es mi hijo! ¡Es un héroe de nuestra guerra!

El eco le devolvió su voz y el capitán Constantino Martínez, alarmado por aquella proclama, se sintió obligado a poner un poco de orden.

– Ya tenemos carbonero -sentenció-. Esperemos que sepa hacer su trabajo.

El resto de la mañana transcurrió en el ajetreo de la descarga de los víveres. Una patrulla, al mando del sargento Ridruejo, trasladó el cadáver de Hermann Schmidt hasta el cementerio y le dio entierro. En cumplimiento de las órdenes del capitán Constantino Martínez cavaron una fosa profunda para evitar que las tormentas lo devolvieran a la superficie. No pusieron ninguna identificación sobre la tumba, que con las primeras lluvias se cubriría de perejil.

Aquel día se sirvieron las comidas en la cantina más pronto de lo habitual, pues la barca esperaba para emprender el regreso. Avisadas por Felisa García, que había sacado por fin a Paco de la cama para enviarlo de mensajero, Leonor y Camila retomaron su posición en la mesa junto a ¡a ventana. La niña estaba todavía muy pálida, pero los ojos le chispeaban y se había puesto el vestido que hacia juego con los manteles. Felisa García, al verla sentada allí, tan erguida y con aquellos modales de señorita, recordó el día ya lejano en que la vio por primera vez y la hizo llorar con su brusco recibimiento. La cantinera pensó que todo lo hacía mal, pero que por suerte la vida era larga y le daba tiempo para rectificar. Aquella mañana se prometió a sí misma que corregiría también sus errores con Andrés, y con su hijo mayor, que teniendo una madre se había visto obligado a recurrir a la beneficencia, y que permitiría a Paco que corrigiera los suyos, que eran tantos o más que los de ella.

Por lo que se refiere a Benito Buroy, iba a disfrutar por última vez de su comida en solitario. Desde su mesa del fondo vio entrar a Markus Vogel, muy apocado con su nuevo uniforme. El alemán saludó a los presentes inclinando levemente el torso y se sentó con Leonor y Camila. Casi no hablaron, como si todo estuviera ya dicho o fuera de sobras conocido. En otra mesa Felisa García atendía a su hijo mayor, que comía sin mirarla con un gesto de desagrado en la comisura de los labios. Y en la barra, Paco parecía finalmente contento con su vida. Bromeaba con el médico militar, que ya era un hombre libre. El Lluent estaba con ellos pero permanecía en silencio.

No hubo sobremesa. El sargento Ridruejo entró para anunciar que la barca se disponía a partir y Markus Vogel se puso en pie. Leonor Dot permaneció sentada con la mirada fija en el plato, pero Camila saltó al cuello del alemán. Éste la abrazó soportando sin esfuerzo su peso liviano. Luego la devolvió a su silla y, tras observar unos instantes la nuca esquiva de Leonor Dot, extendió una mano y le acarició la cabeza. Leonor continuó sin alzar los ojos.

– No se olvide de mí -dijo él-. La buscaré cuando todo esto acabe.

Sólo cuando Markus Vogel se separó de la mesa se atrevió Felisa García a acercársele para entregarle un pequeño paquete envuelto en papel de periódico. «Tenga, para el viaje», le dijo. Y el alemán, rompiendo su habitual timidez, se le abrazó. Felisa García sintió que se le ponía toda la piel de gallina.

– Vamos, váyase -le dijo-. Siga su vida.

Benito Buroy y Markus Vogel salieron del bar. Cruzaron la plaza y se internaron por el muelle hasta llegar a la barca. Allí los esperaba el capitán Constantino Martínez para autorizar su partida.

– Dense prisa -ordenó-, el mar se está rizando y no quiero verlos más por aquí.

Mientras tanto, en la cantina, el médico militar, algo achispado por las copitas que le había ido sirviendo Paco, insistió ceceando en que Camila debía regresar a la cama. Leonor optó por obedecerle. Cubrió con un chal los hombros de su hija y emprendieron juntas el ascenso hacia su casa. Entonces el Lluent apuró de un trago su orujo y se volvió hacia Felisa García.

– Hoy no vendré a cenar -le dijo.

Se encaminó hacia la puerta. Allí se cruzó con el capitán Constantino Martínez, que había decidido tomarse un trago para celebrar lo que parecía el final de todos sus problemas. El Lluent no contestó al saludo del militar, que entró en la cantina, se acodó en la barra y lo vio alejarse en dirección al muelle. Nunca más volvería a encontrarse con el pescador. Pocos meses después, debido quizá a su buena mano en el control del espionaje, destinaron al capitán Constantino Martínez al regimiento destacado en Algeciras. El Lluent, por su parte, cumplió seis años de condena en el penal de Palma por haber matado a un hombre y herido a otros dos en una tasca de la colonia de Sant Jordi. Paco, mal que bien, cuidó mientras tanto de su barca.

En cuanto a los ingleses, nunca invadieron Cabrera.