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– Me tiene usted desconcertado -dijo-. Sepa que hace unos días España cambió su estatuto de neutralidad por el de no beligerancia. Mientras sus tropas entraban en París, nosotros ocupábamos la ciudad de Tánger sin encontrar ninguna resistencia. Los británicos están ahora más solos que nunca, pero eso no ha sido gracias a su ayuda. Todas sus informaciones sobre ellos han resultado falsas. Me pregunto para quién trabaja usted.

El extranjero soltó un largo suspiro. Luego contestó en un perfecto castellano:

– Coronel, mis acciones van siempre encaminadas a defender la gloria eterna del Reich. Recuerde que fueron ustedes los que contactaron conmigo de forma muy poco ortodoxa. Yo me limité a darles toda la información que tenía acerca de los movimientos de la Royal Navy. Mis informadores son de confianza, aunque no infalibles. También les hice saber el gran interés que tiene Alemania por ayudarles a recuperar el peñón de Gibraltar y neutralizar al enemigo en el estrecho. Con todo ello creo que ya me he arriesgado lo suficiente y que he cumplido con mi parte. Si su gobierno no quiere tropas alemanas en suelo español, ni quiere tampoco entrar en guerra, no puede pretender sacar tajada, y menos de espaldas a los que de hecho somos sus aliados.

El militar se revolvió incómodo en la silla. Miró al extranjero con desconfianza, como si tuviera delante una granada que hubiera caído al suelo sin explotar.

– Hemos hecho consultas en su embajada -anunció-. Allí no conocen a ningún Paul Wahle, y tampoco a un tal Markus Vogel. Me ha dado nombres falsos. Y, desde luego, usted no se llama Ricardo González ni pertenece a la Guar dia de Franco, tal como consta en sus papeles. Parece ser que no existe salvo para mí, lo cual me pone en una situación muy comprometida. Pero mucho más es la suya, si lo piensa.

– No sea inocente, coronel. Ya puede imaginar que no dependo de mi embajada y que tengo más documentos que usted estrellas en las hombreras. Haría bien en preguntarse dónde y gracias a qué influencias los he conseguido… Seamos claros. Está usted delante de un agente alemán con el que ha contactado de manera irregular. No puede detenerme, ni le interesa. Déjeme desaparecer y esperemos a que esto se enfríe. El militar se puso en pie y se acercó a la única ventana. Estaban en un sótano. A través de las rejas se veían los pies de las personas que pasaban por la calle.

– Estoy tentado de hacerle caso -dijo, tras unos segundos de reflexión.

Pero, imprimiendo a su voz un tono ladino, añadió: -Sin embargo, la Gestapo ha mostrado un gran interés y nos ha advertido que tengamos cuidado. En Alemania también hay traidores. A nosotros, sin ir más lejos, nos ha costado tres años de guerra acabar con nuestro enemigo interior.

Se volvió hacia el extranjero y le dirigió una mirada indiferente aunque resolutiva. Antes incluso de que hablara, el prisionero comprendió que no iba a salir bien parado de aquel encuentro.

– Bien, haré lo que usted dice -concluyó el militar-. Le dejaré desaparecer, pero en un lugar donde no pueda hacer daño a nadie y donde tampoco pueda escapar a mi control. Veremos qué sorpresas nos depara el paso de los días.

– ¡No puede retenerme, coronel! ¡Soy ciudadano alemán! -Markus Vogel se había puesto en pie con el rostro congestionado, pero su gran estatura no pareció intimidar al militar. Mantuvo sobre el extranjero aquella mirada cachazuda y displicente, como si viera alzarse un globo-. ¡Provocará un gravísimo incidente! ¡Se está jugando su carrera! El militar se encaminó hacia la salida. -¿Realmente lo cree? -contestó, volviéndose un instante tras empuñar el picaporte-. Tengo muchas estrellas, es cierto, pero pocas medallas. Los servicios de inteligencia trabajamos lejos de los campos del honor, lo que nos hace pasar inadvertidos. Vendríamos a ser como el páncreas de la organización del Estado, ¿verdad? Pero, ¡qué le voy a explicar a usted, si lo sabe mejor que yo! Que tenga un buen viaje… Por cierto, ¿le gusta el mar?

Y, sin esperar respuesta, salió de la habitación.

Andrés me acompaña a veces a mi escondite. Es el único que lo conoce, pero no hay peligro de que se vaya de la lengua, ya que Andrés no habla y los demás tampoco le escucharían. Camina detrás de mí asintiendo con la cabeza, pues es un poco tonto y dice que sí en todo momento, hasta cuando se cree solo, quizá por no disgustar a nadie. Andrés vive dando la razón a un mundo que no entiende. También suda mucho. Eso me da un poco de asco. Hasta cuando duerme tiene las manos como si las acabara de sacar de un balde con agua fría y en la nariz una gota permanente a punto de despeñarse en su barriga. Para cualquier cosa hace un esfuerzo enorme, lo que lo lleva a estar siempre desfallecido como un corredor que al acabar cada carrera tuviera que empezar otra de nuevo. Pero a pesar de ello no me deja cargar con nada. Toma él la cesta de la merienda, y si el terreno se vuelve demasiado escarpado se me adelanta diciendo que sí con la cabeza, salta por los peñascos, deja la cesta en el suelo y me tiende una mano sudada que a mí me da grima coger. A veces, en su entusiasmo por ayudarme, trota con tanto afán que se va hasta lo alto del repecho y desde allí me ofrece su ayuda, como si yo pudiera volar y él sólo quisiera facilitarme un suave aterrizaje. Cuando por fin llego a su lado, le doy la mano con cierta aversión y contemplo el mar de un azul oscuro, y el horizonte que nos rodea y las nubes que nunca son iguales.

– ¡Uf! -exclama Andrés.

Entonces me lo quedo mirando porque parece que vaya a decir algo, pero él nunca tiene nada que decir. Yo, sólo por jugar, intento sonsacarle unas palabras:

– Mira qué bonito, Andrés. ¿A que es bonito?

Y él asiente con la cabeza buscando a un lado y a otro eso tan bonito que yo no ¡e dicho qué es, y que nunca podrá encontrar sin mi ayuda.

Mi escondite es una calita a la que se desciende por entre dos sabinas que hacen un túnel. En la pequeña extensión de arena sólo quepo yo, y el agua es tan transparente que parece que no existe. Cuando entras en ella tienes la sensación de que una brisa fresca te acaricia los pies y te va ascendiendo por el cuerpo hasta abarcarte por completo. Nado un poco y me dejo flotar. Entonces, con la mirada perdida en las nubes, estiro las piernas y abro los brazos pensando que estoy sobre el mismo horizonte que desde lo alto del repecho nos daba toda la vuelta, y sé que floto sobre un planeta entero que gira por el universo, y veo a Andrés que me espía escondido entre las sabinas. Porque Andrés nunca se baña conmigo. Sólo me acompaña y me espía, y si yo le saludo con la mano se esconde con gran revuelo de ramas y tropiezos.

– ¿Adonde vas con chaqueta y sombrero? -exclamó el comisario-. Eso es de gente decente.

Benito Buroy se detuvo en el muelle con gesto azorado. Depositó en el suelo el maletín de piel en el que llevaba un par de mudas y la pistola, y se pasó una mano por la solapa de la americana.

– No tengo ropa -dijo-. Todo lo que llevo es de Otto.

Junto a ellos, varios soldados acababan de cargar la barca que debía llevarles a Cabrera. Un policía los ayudaba. El piloto de la embarcación comenzó a fijar la estiba con un largo cabo de esparto.

– ¿Y no tiene ropa vieja ese maricón lisiado? -bramó el policía.

– Su padre es rico -contestó Benito Buroy-.Ya lo sabe usted, comisario. Tiene una empresa farmacéutica en Munich. Cada mes le envía grandes cajas que Otto ni se molesta en abrir. Pero aquí hacen falta esas cosas. Yo las distribuyo entre los vecinos y me quedo con alguna.

El comisario abrió los brazos alzando la mirada al cielo.

– ¿Para qué hicimos una guerra, Señor? ¿Para que los anarquistas vistan de señoritos y hagan obras de caridad en el barrio?

Se volvió hacia el número que ayudaba en la barca.

– Tú, trae algo para este desgraciado. Un abrigo de invierno, o cualquier cosa que haga pensar que lo está pasando mal. Y trae también la maleta más cochambrosa que encuentres.

En espera del encargo se llegaron a una taberna del puerto. No había ni una nube en el cielo. Las gaviotas sobrevolaban graznando los barcos amarrados en el muelle y se dejaban caer al mar, abatidas por dardos invisibles, para remontar de nuevo el vuelo agitando apenas las alas. Un carguero hizo sonar la sirena. De su chimenea brotó una espesa nube de humo negro.

El comisario parecía de buen humor. Con el calor que hacía aquella mañana, sin duda le apetecía más una excursioncita hasta Cabrera que pasar la jornada sudando tras la mesa de su despacho. Abrió la puerta de la taberna con la punta del pie y dejó que fuera Benito Buroy quien alargara una mano para sostenerla mientras entraban.

El local era un tugurio de pescadores. En aquel momento estaba vacío, pues todos habían salido a la mar y no regresarían hasta más avanzada la mañana. Detrás de la barra un hombre escuchaba la radio en actitud somnolienta.

– Buenos días, Manolíllo -saludó el policía-. ¡Apaga eso, hombre! ¿No ves que hay clientes?

El tabernero se apresuró a desconectar el aparato. Con gran diligencia, como si de improviso le hubiera caído encima un trabajo abrumador, se puso a limpiar el mármol con un trapo.

– ¿Sabes que en Madrid han estrenado Margarita Gautier? -continuó el comisario-. ¡Con la gran Greta Garbo! ¡Qué sonrisa tiene la malparida! ¡Qué retorcida es, carajo! ¿Y sabes cómo querían los censores que se titulase la película en España?… ¡Margarita Gutiérrez! ¡Claro que sí! Me lo ha contado uno de ellos, que es de aquí. Muy putero y buen amigo. Un par de pelotas, eso es lo que tienen los censores. Yo no sé por qué diablos no les han hecho caso… ¡Venga, dos chatos de vino!

Y, golpeando suavemente la barra con la palma de la mano:

– ¡Rapidito! ¡Que es para hoy!

Benito Buroy se mantenía detrás del comisario. Éste se volvió hacia él. Con la cordialidad gesticulante de los compadres de trago, y a pesar de que el otro no había movido un dedo, dejó claro quién mandaba allí.

– ¡Ni lo intentes! ¡Hoy pago yo!… Pero, eso sí, a partir de ahora quiero esas cajas en mi despacho.

– ¿Qué cajas? -preguntó Buroy.

– ;Cuáles van a ser? ¡Pareces imbécil, cono! ¡Las del maricón que vive contigo! Esas cajas… ésas… las quiero en mi despacho. Si no, os cierro el garito y os enchirono por escándalo público. Más alto puedo, pero no más claro. ¿Verdad, tú?

– Claro que sí -contestó el tabernero-. Pero ya sabe que aquí usted no paga, ni por todo el oro del mundo. Y al señor que le acompaña también le invita la casa.