– Eh, igual que en los viejos tiempos. ¿Vais a correr? Esperadme…
– No -se apresuró a decir Jimmy, pero Frank ya había desaparecido en el interior de su habitación. Jimmy suspiró-. Maldita sea, ahora yo también tendré que ir para manteneros a los dos a raya.
– Espera -indicó Mike-. Con respecto a eso de la Reina de Hielo… -pero el otro le había cerrado la puerta en las narices.
Había querido estar solo, quemar esa energía inquieta e imposible de negar, pero ya no iba a poder ser. Quizá fuera lo mejor. Quizá pudiera dejar de pensar y empezar a disfrutar.
A los dos minutos, Frank y Jimmy estaban vestidos y listos para correr, y justo cuando los tres avanzaban por el pasillo, se abrió otra puerta. Vestida con unos pantalones cortos, una camiseta holgada y gafas de aviador que le ocultaban por completo los ojos, salió la comandante. Primero vio a Jimmy y a Frank, que en ese momento se hallaban delante de Mike, y sonrió.
– Eh, chicos. ¿Queréis compañía? Entonces Mike salió de detrás de ellos. A falta de un mejor saludo, alzó la mano y movió los dedos.
La expresión de ella se paralizó.
– Hola -saludó y miró a través de él, como si treinta horas atrás no la hubiera tomado de todas las maneras.
Frank miró a Mike.
– Hemos sacado a este perezoso de la cama, comandante. Lo vamos a obligar a correr esta mañana para que pueda estar en tan buena forma como tú.
– No quería venir -intervino Jimmy-. Deberías haber escuchado todas las palabras nuevas que nos enseñó, y eso que se lo pedimos con educación.
Mike observó mientras el buen humor luchaba con la cautela en el rostro de Corrine. Aún no se acostumbraba a su verdadero nombre, aunque le sentaba bien. Igual que el equipo. Era evidente que se habían convertido en un grupo durante el tiempo que habían pasado juntos. Su camaradería era positiva para la misión.
No le sentaba bien a él. Para empezar, odiaba ser el nuevo. Quería caerle bien, no que lo mirara como si fuera una especie de pervertido. No podía entender cómo era capaz de pasar de ser una mujer suave, risueña y llena de pasión a una mujer dura como un clavo, seria y con un control absoluto.
Y luego estaba la gota que colmaba el vaso… era su comandante. La había visto desnuda, abierta bajo él y pidiendo más, y era su maldita jefa.
– Vamos -dijo con toda la ligereza que pudo mostrar-. Veamos quién aguanta más. Y para que lo sepáis -añadió en dirección a Frank y a Jimmy-, pretendo agotaros a los dos.
Sus amigos intercambiaron unas sonrisas.
Eso hizo que Mike multiplicara su determinación. Empezaron a un ritmo rápido. A Mike no le costó mantenerlo, pero recordó que Jimmy y Frank no eran dos de los hombres más disciplinados. Curiosamente, en ése momento lo eran.
Corrine se mantuvo con ellos, silenciosa y decidida, y él se preguntó cuánto tiempo aguantaría. También quiso saber cómo iba a ceder. ¿Se retrasaría con elegancia o se mataría para tratar de resistir? Se dijo que no le importaba. Fuera como fuere, le brindaría gran placer verla sudar.
Después de los veinte minutos, nadie había aminorado, pero Mike comenzaba a sudar. Jimmy y Frank también, en especial porque no habían dejado de hablar acerca de las hazañas que habían compartido con Mike en Rusia.
– Deberías haber visto a la multitud después de aterrizar en el noventa y siete -le dijo Frank a Corrine, que podía estar escuchando o no, ya que en ningún momento frenó el paso ni giró la cabeza-. Las rusas no se cansaban de Mike. Es una celebridad. Gritaban como si fuera Mel Gibson.
Jimmy bufó.
– Sí, y a nosotros nos tocó lo peor al tener que mantenerlas apartadas de él. Y hubo una que logró escabullirse y meterse en su ducha en la habitación del hotel. ¿Te acuerdas, Frank? ¿Recuerdas cómo Mike se puso a gritar como si fuera una nenaza?
– Me asustó -se defendió él, mirando de reojo a Corrine.
Ella se mantuvo impasible.
– Oh, pobrecito -dijo Jimmy, jadeando para respirar-. Eh, ¿todavía puedes conseguir a una mujer diferente por noche si quieres?
– Eh… -otra mirada a Corrine le aseguró que ella escuchaba; el rostro había adquirido una tonalidad más rojiza. Lo que no sabía era si eso representaba bochorno o ira-. Jamás tuve a una mujer diferente por noche.
– Es cierto. Los domingos descansabas.
«Decididamente, ira», pensó Mike al ver que la cara de Corrine se oscurecía más. Frank y Jimmy quedaron encantados con su creciente incomodidad, pero no podían saber que sin darse cuenta habían revelado partes de su vida que bajo ningún concepto quería exponer delante de esa mujer.
Al parecer todavía no había dejado de ser el amante de Corrine para pasar a ser su compañero de equipo. Tarde o temprano iba a tener que conseguirlo.
A1 llegar a los cuarenta minutos, empezó a jadear, pero se negó a mostrarlo y se distrajo mirando a su comandante. Decidió que la ropa que llevaba era un delito. Poseía un cuerpo increíble, exuberante y con curvas en los sitios adecuados, aunque era como el acero en otros. Lo sabía ya que había besado, succionado y acariciado cada centímetro de ella.
Pero tanto el día anterior con su traje severo como en ese momento con las prendas de correr, lo ocultaba todo. Eso solo iba a matarlo, si antes no lo hacía el ritmo que imprimían a la carrera. Y de pronto tanto Frank como Jimmy aminoraron hasta ponerse a caminar y les indicaron con las manos que continuaran.
Mike miró a Corrine, más que dispuesto a dejar que reconociera la derrota, porque no había que confundirse, estaban en una especie de estúpida competición, y él pensaba ganar. Ella ni lo miró y continuó con la vista al frente, con las manos y las piernas sincronizadas en el ritmo que imponían. Y apenas sudaba.
– ¿Cansada? -preguntó él con toda la indiferencia que pudo al tiempo que respiraba agitadamente-. Porque podríamos aminorar un poco el paso.
– Como quieras -dijo, y de hecho lo incrementó para adelantarlo.
«Santo cielo», fue lo único que pensó Mike, acelerando como había hecho Corrine.
Iba a matarlo.
– Por favor, no sigas por mí -soltó ella por encima del hombro con voz tan controlada que potenció la frustración de Mike.
Él apenas podía respirar, mucho menos contestar.
– Estoy bien -soltó con los dientes apretados.
– Lo que digas.
Continuaron otros dos kilómetros en silencio mientras él echaba chispas al recordar que en el hotel le había sugerido que descansara mientras subían un maldito tramo de escaleras.
Pasado un rato, ella lo miró.
– Por el amor de Dios, Mike, para. ¿Quieres?
– No.
– Te puede la obstinación.
Cierto, pero jamás se lo iba a reconocer.
– ¿Y si te ordenara que pararas?
– No puedes hacerlo.
– ¿Por qué no? -se subió las gafas hasta la cabeza y lo miró con sus ojos de color medianoche.
– No puedes ordenarme que haga nada -jadeó-. No estamos trabajando.
– Debí imaginarlo -apretó la mandíbula pero no aminoró-. Eres un cerdo machista.
– ¿Qué?
– No puedes trabajar para una mujer, ¿eh?
– ¡Ja! -jadeó, pero tuvo que callar para concentrarse en obtener oxígeno para su pobre cuerpo-. Puedo trabajar para una mujer. Y… -y estaba sin aire- no… soy… un cerdo.
– Un cerdo machista.
Era evidente que intentaba que se enfadara, pero antes de que pudiera acusarla de eso, Corrine disminuyó el paso hasta detenerse. Sin prestarle atención, se puso a realizar una serie de estiramientos mientras Mike simplemente se concentraba en mantenerse consciente.
La observó mientras abría las piernas, se inclinaba y apoyaba las palmas de las manos en la tierra. Durante un momento, los pantalones se tensaron sobre su trasero duro y redondo y las manos de Mike tuvieron ganas de tocárselo. No podía creer que no hubiera notado la forma extraordinaria que tenía, mejor que la suya, y eso que estaba orgulloso de mantenerse en buen estado físico.