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– Escucha -Corrine se irguió de pronto y lo miró directamente a los ojos-. Veo que vas a tener problemas al trabajar a mis órdenes, pero debes superarlo. Eres nuestra tercera y última elección. No hay nadie más. No voy a comprometer la misión.

No supo si sentirse halagado o insultado, de modo que permaneció allí como un idiota.

– Tu reputación te precede -continuó ella, apartándose un mechón de pelo rebelde de la cara-. Tanto dentro como fuera del transbordador. Soy bien consciente de tu perfil, pero no esperaba tener problemas tan pronto.

Él parpadeó y se irguió, olvidados los problemas de respiración y musculares.

– ¿Perdona? ¿Problemas?

Ella simplemente lo miró.

– ¿Te refieres al hecho de que estuvimos desnudos? -soltó sin rodeos.

Ella alzó más la barbilla y le apuntó con un dedo.

– Y quiero que pares eso.

– ¿Parar qué, exactamente?

– Aludir a… ya sabes.

– ¿A estar desnudos? -preguntó, sintiéndose perverso y enfadado, lo cual no era una buena combinación-. ¿O al sexo?

Ella giró en redondo y se marchó. Como caminaba a un paso rápido y él no podría haberlo hecho sin gemir, la dejó marcharse. Pero se dijo que aún no habían terminado.

El equipo pasó el día en el simulador, trabajando en algunos de los experimentos que llevarían al espacio. Aunque en el espacio reinaba la ingravidez, no era fácil moverse entre tanta maquinaria.

Corrine sabía que el público en general desconocía lo fuerte que tenía que ser un astronauta. Para mover una gran masa, lo que describía toda su maquinaria, había que aplicar una gran fuerza, con cuidado de ejercerla con precisión o el objeto se pondría a girar sin control. Para detener cualquier movimiento se requería una fuerza igual de grande, bien dirigida y controlada.

En otras palabras, fuerza bruta.

Incluso algo tan sencillo como tratar de colocar un tornillo requería delicadeza. Esa clase de maniobra no podía realizarse mientras se flotaba en la cabina. Se necesitaban anclajes o apoyos con el fin de aplicar la fuerza, lo que a su vez requería técnicas especiales, herramientas especiales y procesos especiales, y a menudo los esfuerzos coordinados de un compañero de equipo. Todo, hasta las tareas más sencillas, tenía que practicarse una y otra y otra vez.

Uno de los desafíos más grandes a los que se enfrentaban era que un verdadero entorno espacial no se podía simular con exactitud en la tierra. De ahí los «simuladores» en el agua, con los astronautas vestidos como buzos. Era lo más próximo que podían estar de la experiencia verdadera, incluso con los vastos avances tecnológicos del presente.

Aquella noche, Corrine se metió en la cama pensando que las cosas habían salido bien. Siempre que descartara las miradas penetrantes que había recibido de su piloto, Mike Wright.

Aún no podía creer en la mala suerte que había tenido y se preguntó si ya ni siquiera podría permitirse disfrutar de una aventura anónima.

Si Mike decidía contarlo, dejaría de ser anónima en un abrir y cerrar de ojos. No podía permitir que el resto del equipo supiera lo que había hecho con él en un momento de debilidad egoísta. Y lo que había hecho aún no le permitía dormir. No era capaz de cerrar los ojos sin sentir el roce del cuerpo de él, sin recordar su sabor o los sonidos sexys que emitía cuando…

Se dio la vuelta y clavó la vista en el techo, pero la dominó una sensación casi insoportable de soledad. «¿Por qué ahora?», se preguntó. Era la vida que por voluntad propia había elegido. Había sabido que sería un mundo altamente competitivo, que para conseguirlo abandonaría cualquier capricho de su feminidad. De hecho, lo había anhelado… jamás podría destacar siendo solo… bueno, una mujer. Entonces, no sabía a qué se debía esa súbita añoranza de ser simplemente eso, de ser vulnerable, blanda. De dar. Incluso de amar.

Todo con Mike.

Solo con mirarlo había perdido la cabeza. Y también él lo había sabido; podía percibirlo en su sonrisa lenta.

Eso tenía que parar. Había disfrutado en una ocasión y con eso debía bastar. Debería acabarse. Pero no era así. Ni siquiera era capaz de mirarlo sin experimentar esa estúpida y adolescente reacción de flojera en las rodillas, algo que la enfurecía de verdad.

Había leído su historial para obtener información personal. Tenía cuatro hermanos, todos militares. También su padre era militar. Su madre, rusa, había muerto cuando Mike contaba solo cuatro años, de modo que no era de extrañar que fuera tan increíblemente masculino. Había crecido en una casa llena de cromosomas Y, y luego había pasado a una industria sobrecargada de testosterona.

Se dio la vuelta para golpear la almohada y decidió que ahí radicaba el problema. Porque así como Mike sabía cómo tratar a una mujer… después de todo, la había hecho ronronear en más de una ocasión, no tenía ni idea de cómo hacer algo que no fuera consentir a una mujer, mucho menos trabajar para una. Ser un subordinado de ella iba a ser algo completamente desconocido para él, y como ambos iban a necesitar el control… podía ver que esa misión no iba a marchar sobre ruedas.

Lo que no conseguía ver era qué podía hacer al respecto.

Cerca de él no era la misma. Le costaba mantener la fachada ecuánime y fría que le gustaba, principalmente porque él conseguía atravesarla con pasmosa facilidad. Odiaba eso.

Suspiró y se levantó de la cama para su habitual visita de medianoche al cuarto de baño. El pasillo estaba en silencio, tanto cuando entró como cuando salió dos minutos más tarde. Razón por la que estuvo a punto de chillar cuando volvió a chocar contra un torso sólido como una roca.

– Mike -susurró cuando esas manos grandes se alzaron para estabilizarla.

– Es extraño encontrarte aquí.

– ¿También tienes la vejiga débil?

– No tengo nada débil.

– Todo el mundo tiene una debilidad.

– Lo que yo tengo -susurró mientras le tomaba el pelo recogido- es debilidad por el pelo largo y oscuro libre, y por unos ojos azules que se derriten de deseo cuando me miran, en vez de esos dos trozos de hielo.

– Me vuelvo a la cama.

– No hasta que hablemos.

– Es tarde.

– De hecho, es temprano -apretó la luz del reloj para ver la hora-. Necesitamos acabar con esta situación, Corrine.

– Quizá preferirías volver a tratar de ganarme corriendo mañana.

– Sí, te subestimé -frunció el ceño.

– No me consideraste más que una muñeca frágil.

– No era de esto de lo que quería hablar.

– Apuesto que no. Mira, Mike, esto nunca va a funcionar. Seguro que puedes verlo. Tienes un problema con que yo sea la comandante de la misión.

– E1 problema que tengo contigo es que finges que no me conoces. Que finges que no nos acostamos juntos, que no hicimos el amor…

Le plantó la mano en la boca y miró en ambas direcciones para asegurarse de que nadie los oía.

– Maldita sea -musitó-. ¿Podrías dejar de hablar de eso? ¿Por qué es nuestro único tema de conversación?

Le apartó la mano de la boca y la hizo retroceder despacio contra la pared, hasta dejarla con la fresca escayola a la espalda y su encendido cuerpo por delante.

Corrine no se había detenido a pensar en el pijama que llevaba… unos pantalones cortos y una camiseta suelta. Como era su favorito, el uso lo había suavizado mucho. De hecho, era lo bastante fino como para sentir cada centímetro de él, y su cuerpo reconoció lo mucho que había disfrutado de esos centímetros, porque cerró los ojos para concentrarse en las sensaciones.

– Corrine -susurró, como si tampoco él pudiera evitarlo-. No te entiendo. Ayúdame a hacerlo. ¿Por qué simplemente no podemos… dejarnos llevar? ¿Por qué hemos de soslayar esto?

¿Y tenía que preguntarlo? Había un millón de razones, empezando por el hecho de que tenían que trabajar juntos, sin estorbos personales por medio. La misión dependía de ello. La NASA contaba con ello. Había en juego miles de millones de dólares de los contribuyentes. Nada podía entorpecerlos emocionalmente.