– No hay un «esto» -aseveró con una contundencia que no sentía.
Él le pasó un dedo por la línea de la mandíbula y bajó por el cuello hasta donde los latidos se le habían disparado.
– Mentirosa -reprendió con voz suave mientras los pezones de Corrine se contraían y se marcaban a través de la fina tela de la camiseta.
– Mike.
– Sí.
Emitió un sonido de impotencia. «Oh, Mike» ¿Por qué no podía olvidarlo? ¿Qué tenía lo que habían compartido en la oscuridad de la noche, sin música ni velas, sin elementos románticos, sin nada más que ellos dos volviéndose hacia el otro? Solo se habían necesitado a si mismos, y eso era lo que la asustaba.
La aterraba.
– No puede haber un esto -murmuró.
– Oh, sí que lo hay -el dedo continuó por su sendero descendente hasta el borde del cuello de la camiseta. Se acercó aún más, bajó la cabeza y mordisqueó la piel que había revelado, mientras con los dedos proseguía el implacable asalto a sus sentidos.
La parte de atrás de la cabeza de Corrine golpeó la pared cuando perdió la capacidad de sostenerla erguida.
– Mike…
– ¿Cómo puedes ignorarme? -respiró sobre su piel-. ¿Después de lo que compartimos?
– Solo… fue… sexo -jadeó mientras él subía esa boca por su cuello y los dedos jugaban con el borde de la camiseta y la curva de su pecho.
– Sí. Sexo. Un sexo magnífico -aguardó hasta que Corrine lo miró-. Te hice experimentar varios orgasmos, ¿recuerdas? -pegó las caderas a las de ella-. Una y otra vez, hasta que gritaste.
Ella creía que iba a gritar en ese momento.
– Para -como deseaba hablar en serio, apoyó una mano en el pecho de él-. Quiero que olvides todo aquello. Si pretendemos que esto salga adelante, tienes que olvidarlo.
– Corrine…
– Olvídalo, Mike -y mientras aún tenía fuerzas, se apartó. Pero en vez de volver a la cama, se metió en el cuarto de baño y abrió la ducha.
Fría.
Mientras se desnudaba y se metía bajo el chorro helado, habría jurado que escuchaba la risa baja y burlona de Mike.
6
La reunión no marchaba bien. Corrine lo sabía e intentaba controlar las cosas… cosas que esencialmente eran sus propias emociones. Pero con Mike ahí sentado a la mesa de conferencias, tan tranquilo y sereno, resultaba casi imposible. Podía sentir sus ojos sobre ella, intensos en su expresión. Y aunque debía ser una ilusión, le pareció que podía olerlo en su masculinidad limpia y sexy. Desde luego podía sentirlo, y ni siquiera la estaba tocando.
Había soñado con que la tocaba. Y lo hacía demasiado a menudo. Siempre de un modo que parecía inocente, desde luego. Un roce del brazo aquí. Un muslo allí. Aquí un contacto, allí un contacto, siempre un contacto.
– Los hechos son los hechos -dijo en el silencio tenso-. Se nos ha pedido que realicemos estos experimentos y lo haremos.
– Pero al menos podemos quejarnos. No son de la NASA, ni siquiera de la universidad -indicó Frank. Llevaban una hora con lo mismo-. Son unos estudiantes de instituto de Missouri que quieren probar unas semillas. Creo que todos estaremos de acuerdo en que, con el factor de tiempo desconocido para la reparación de los paneles solares ya instalados, sumado a la instalación de los nuevos, tenemos mejores cosas que hacer que preocuparnos de las semillas de unos chicos.
Tanto Jimmy como Stephen asintieron. Corrine miró a Mike.
Él le devolvió la mirada con expresión reservada y no dijo nada.
– Entiendo lo que planteáis -indicó, un poco perturbada por lo mucho que podía agitarla algo tan sencillo como un intercambio de miradas-. Pero esos chicos ganaron un concurso nacional en Washington. Fue una campaña publicitaria con la intención de recuperar la atención del público en el transbordador y en la Estación Espacial Internacional de una manera positiva -que ella estuviera de acuerdo con su equipo no importaba. Tenía las manos atadas. No tenía otra alternativa-. Hemos de hacerlo. El presidente prometió que lo haríamos.
– Comandante, sin duda él…
Movió la cabeza en dirección a Jimmy, odiando no poder hacer acopio de su ecuanimidad con la presencia de Mike allí. No debería ser difícil convencer a su equipo de que hiciera lo que ella quería. No debería sentir la decepción amarga que irradiaban todos los componentes ante su incapacidad para cambiar lo inalterable.
– El presidente le solicitó en persona el favor a la NASA y nosotros aceptamos.
– Sí, pero cuando aceptamos -señaló Stephen visiblemente irritado-, fue antes de que conociéramos los problemas adicionales de tiempo que íbamos a sufrir, tanto en el transporte como en la estación.
La Estación Espacial Internacional había tenido problemas, siendo el más grave el de los paneles solares defectuosos que ya estaban instalados. Como los astronautas se alojaban allí de manera permanente, reparar el problema era fundamental. Nadie quería dedicar horas cruciales de su misión de diez días a supervisar proyectos estudiantiles, entre los cuales figuraba exponer semillas, pelo, pan, hamburguesas e incluso chicle al entorno ingrávido del espacio para ver si se veían afectados por el cambio de presión, altitud o cualquier otra cosa.
– Aún no hemos descubierto cómo añadir los repuestos necesarios a nuestra carga sin aplastar los componentes originales -expuso Jimmy-. Mucho menos sacar tiempo para las reparaciones que debe llevar a cabo Stephen -miró con ojos atribulados a Corrine y a Mike, quienes en su papel de comandante y piloto, dirigirían la nave-. Tenemos poco tiempo.
– Por no mencionar que maniobrar en el reducido espacio de la estación va a resultar un milagro -añadió Frank-. ¿Estás preparada para eso? ¿Estás preparada para decirle a los países involucrados en esto con nosotros que no pudimos resolver el problema porque nos hallábamos demasiado ocupados llevando a cabo experimentos de ciencia de aficionados?
– No entendéis la presión a la que está sometida la NASA para lograr el favor del público en algo tan gravoso para el bolsillo del contribuyente -indicó Corrine-. La microgravedad del espacio se ha convertido en una herramienta importante para el desarrollo de materiales nuevos y sofisticados -adrede no miró a Mike, de modo que pudo dejar que su famosa frialdad se reflejara en su voz. Estaba al mando y era quien tenía la última palabra, les gustara o no-. Y el público está perdiendo interés.
– Estupendo -dijo Stephen, y tanto Jimmy como Frank rieron.
– No es estupendo -corrigió Corrine-. Necesitamos un total de cuarenta y tres vuelos para construir la estación. Eso representa mucho dinero de los impuestos.
– Ya estamos comprometidos como nación -expuso Stephen-. Es demasiado tarde para que los políticos decidan que no queremos estar. Me decanto a favor de Frank y Jimmy. Olvida los experimentos.
– Stephen -intervino Mike con suavidad-. Esto no es una democracia. -Corrine respiró hondo, pero no lo miró. Al parecer, se ponía del lado de ella. ¿Porque estaba realmente de acuerdo o porque se habían acostado juntos? Odiaba cuestionarlo.
– No vamos a olvidarnos de los experimentos -insistió Corrine.
Stephen apretó la mandíbula.
Jimmy también parecía irritado, pero preguntó con calma:
– ¿Podemos acordar cancelarlos si arriba nos surgiera algún problema?
– Tomaremos esa decisión si surge la necesidad.
– Bueno, entonces pongámonos a trabajar en el horario -pidió Stephen con tono hosco-. Y cerciórate de que nada entre en conflicto, en particular un estado premenstrual. Cielos. Los otros parecieron luchar por controlar sus expresiones faciales, sin éxito. Jimmy y Frank sonrieron.
Mike bajó la vista hacia sus manos unidas. Pero Corrine estaba furiosa. No sabía por qué, pero si una mujer poseía una opinión marcada o necesitaba poner bajo control a su grupo, terminaba por ser una bruja caprichosa. Sin embargo, cuando un hombre hacía lo mismo, actuaba dentro de sus derechos como varón al mando.