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La injusticia no le resultaba nueva, pero por algún motivo, ese día fue dura. Lo achacó a la falta de sueño, no al calor no sofocado que Mike había avivado en su cuerpo la noche anterior, y puso la expresión de que era mejor no jugar con ella para poner en su sitio a sus hombres.

Jimmy y Frank estaban descontentos, como mínimo. Stephen también.

– Creo que esto apesta -dijo-. Que quede constancia de ello.

– No importa lo que tú pienses -indicó Mike.

Justo o no, al oír que la, defendía, Corrine se crispó. No deseaba ninguna heroicidad, deseaba… deseaba… Maldita sea, lo deseaba a él.

– Es evidente que necesitamos un descanso -dijo Corrine, poniéndose de pie-. Este es tan buen momento como cualquiera -Mike fue el último en ir hacia la puerta, y lo detuvo-. Quiero hablar contigo.

– ¿Sí?

– No necesito que me defiendan – supo que sonaba rígida y desagradecida, pero no pudo evitarlo, ya que sentía ambas cosas en ese momento-. Menos delante de mi equipo. Ni ahora ni nunca.

– También es mi equipo -indicó él con demasiada suavidad-. Y no dejaré que nadie te hable de esa manera. Ni ahora ni nunca -repitió.

Si ella hubiera dormido más, lo habría visto venir y habría podido evitarlo. Pero tanto calor en la mirada de él la distrajo, de ¡nodo que cuando le acarició la mejilla con su mano grande, cálida y extrañamente tierna, lo único que pudo hacer fue quedarse quieta y temblar como una condenada virgen.

– Corrine.

– No -susurró ella.

– Ni siquiera sabes lo que te voy a decir.

– No quiero saberlo.

– Te lo diré de todos modos.

– Por favor, no.

– «Por favor» -sonrió-. La única vez que te he oído pronunciar esas palabras fue cuando estaba dentro de ti…

– ¡Mike!

– Y también eso -los ojos se le oscurecieron-. El modo en que pronuncias mi nombre me excita, Corrine.

– Me aseguraré de no volver a decirlo -soltó a través de los dientes apretados.

– Te deseo -movió la cabeza, claramente desconcertado-. Dios, todavía te deseo.

Ella cruzó los brazos en un intento desesperado por recuperar la normalidad, algo imposible con ese hombre. Sin siquiera intentarlo, le encendía el cuerpo.

– Hablábamos de lo que sucedió en esta sala hace apenas unos minutos. Sobre el hecho de que viniste en mi defensa cuando no lo necesitaba.

– No, tú hablabas de eso. Yo quería hablar de algo completamente diferente. O no hablar -los ojos centellearon con un deseo inconfundible-. No hablar también está bien.

Era mucho peor de lo que Corrine habría podido creer, porque no entendía cómo aún podía haber tanto calor entre ellos. Habían hecho el amor, ¡más de una vez! Debería estar acabado. Y la irritaba que siempre que lo miraba todo pensamiento racional desaparecía de su mente. Lo peor era que no sabía cómo hacer para no revelarlo.

– Tantas preocupaciones -musitó él, sosteniéndole la cara mientras la obligaba a mirarlo a los ojos-. Compártelas conmigo.

– Sí, claro -logró responder débilmente, apartándole las manos-. No puedo.

– No quieres -la observó caminar por la sala-. ¿Por qué haces esto? Por qué conmigo eres esa mujer cálida, suave, apasionada, y, sin embargo, con tu equipo eres tan…?

– ¿Tan qué? -giró para inmovilizarlo con la mirada.

– Dura -soltó sin rodeos-. Eres dura, Corrine.

Eso dolió, y tuvo que tragar saliva para poder hablar.

– Si tengo que explicártelo, significa que nunca lo entenderías.

– Prueba.

Lo miró a la cara y, por algún motivo, sintió un nudo en la garganta.

– Mike. Aquí no.

En ese momento, oyeron unos pasos en el pasillo.

– Después, entonces -acordó él-. Corrine, habrá un después.

Al menos la sesión de la tarde transcurrió con más normalidad, aunque el daño ya estaba hecho. Corrine se hallaba tensa.

Sin embargo, los demás parecían dispuestos a olvidar la escena de la mañana, de modo que ella ocultó toda su tensión detrás de una sonrisa distante y una dura determinación. Después de todo, tenía trabajo que hacer y una misión que organizar. Los paneles solares que iban a trasladar al espacio tenían que tratarse con sumo cuidado, tanto durante el embalaje como en el transporte, y luego durante la construcción y el montaje en la estación espacial.

Cada uno de los miembros de la misión, Corrine, Mike, Stephen, Frank y Jimmy, tenía un trabajo específico, y cada tarea era crítica y requería meses y meses de planificación, y luego más meses de práctica. Por ejemplo, para montar las largas alas solares, cada una de las cuales, al estar completamente extendida, mediría setenta y dos metros de punta a punta, Corrine primero debería maniobrar hasta dejar el transbordador, en posición para poder abrir el compartimiento de carga y trabajar allí. Eso solo sería una proeza asombrosa.

Stephen y Mike dirigirían el brazo robótico. Frank y Jimmy, con amplio entrenamiento técnico, llevarían a cabo las reparaciones. Se necesitaban tres paseos por el espacio, y en cada ocasión, el brazo robótico se emplearía como plataforma móvil sobre la que pudiera apoyarse un astronauta. Dicho astronauta, Jimmy en este caso, quedaría sujeto por unas correas mientras Corrine dirigía a Mike y a Stephen para que lo llevaran hasta donde necesitaba ir. El equipo integrado medía cinco por cinco por cinco metros y pesaba cinco mil quinientos kilos. Requería un trabajo de grupo muy preciso, todo en una atmósfera sin gravedad, flotando entre el estrecho corredor del transbordador y la estación, con un voluminoso traje que pesaba cuarenta kilos. Los demás y ella depositarían literalmente la vida en manos de los otros. Se necesitaba práctica. Mucha práctica. Como piloto, Mike pasaba gran parte del día a su lado. Ni un segundo tenían para estar solos. A pesar de que cada centímetro de piel quedaba oculto a la vista, todo menos los ojos a través de la máscara, era tan consciente de él que cada vez que respiraba hondo, ella lo sabía. Si la miraba, lo sentía. Y cuando por azar, o quizá no tanto azar, la rozaba, sus sentidos experimentaban una sobrecarga.

No le gustaba. No le prestaba atención.

Lo conseguía manteniéndose distante y en control, negándose a distraerse. En una ocasión, cuando el resto del grupo se hallaba del otro lado de un gran mecanismo que empleaban para elevar las enormes piezas del equipo, Mike se plantó delante de ella y adrede clavó la vista en sus ojos mientras deslizaba las manos enguantadas hacia sus caderas para apretar con suavidad.

A pesar de estar separados por los trajes, sintió los dedos de él como si sus pieles entraran en contacto. Cerró los ojos y el corazón se le aceleró. La dominó un poderoso anhelo. Cuando al fin abrió los ojos, esperaba encontrar una expresión de triunfo en la mirada castaña, pero lo único que vio fue una reacción que reflejaba la suya propia de manera exacta.

Después de eso, se hizo más y más difícil evitarlo. Como resultado de aquella situación, quizá les exigió más de lo normal, pero se dijo que era una perfeccionista y que simplemente esperaba sacar lo mejor de ellos. Saber que entregaban lo mejor de ellos la ayudó a mitigar el conocimiento de que al resto del grupo no le caía particularmente bien. Pero la respetaban y poseían la misma ética de trabajo que ella, de modo que con eso le bastaba. Además, estaba acostumbrada a no caer bien. Pocos entendían el impulso que la motivaba, su necesidad de éxito. En ocasiones, ni ella misma lo comprendía. Sus padres la apoyaban; sus amigos la apoyaban. Toda su vida había sido querida y respetada. No era una carencia de afecto lo que la motivaba, sino un simple y abrumador anhelo de éxito.

Y lo iba a conseguir.