A medianoche pensó que quizá la esperara otra vez en el pasillo. Se puso de pie de un salto, con el corazón desbocado. Pero al ir hacia el cuarto de baño, todo lo lenta y ruidosamente que se atrevía, nadie la agarró. Ni entonces ni cuando salió. Estaba sola, sola de verdad, tal como siempre había querido estar.
Antes de que se diera cuenta, la semana en el Centro de Vuelo Espacial Marshall llegó a su fin. Mike y el resto del equipo iban a ir a Houston y al Centro Espacial Johnson, donde permanecerían entrenándose hasta que la misión despegara del Centro Espacial Kennedy, en Florida.
Quedaba mucho por hacer. En el Centro Espacial Johnson los exprimirían en sus respectivas especialidades. Una y otra vez. Cargar. Descargar. Construir. Reparar. Reconstruir. Despege. Aterrizaje. Repasarían todos los posibles escenarios, y cuando creyeran que ya habían terminado, recibirían la orden de volver a empezar.
La NASA se tomaba todo muy en serio. Después de sufrir dolorosos fracasos en el pasado, errores que habían costado miles de millones de dólares, por no mencionar la fe de los contribuyentes, no quería repetir ninguno de esos errores.
Mike lo entendía muy bien, y aun así le encantaba su trabajo. Le gustaba todo menos trabajar para una mujer a la que quería hacer perder la cordura a besos y a la que no terminaba de quitarse de la cabeza.
Pensaba trasladarse a Houston del mismo modo en que había viajado a Huntsville, pilotando su propia avioneta, que él mismo había reconstruido.
Frank también había volado en su propio avión, de modo que se marchó de la misma manera. Pero Stephen y Jimmy se mostraron contentos del ofrecimiento de Mike de que lo acompañaran.
Y para su sorpresa, también Corrine. Ella apareció en la pista con una bolsa de viaje al hombro.
– ¿Tienes sitio para alguien más?
– Desde luego.
Ante el súbito e incómodo silencio que reinó, Mike miró a Stephen y a Jimmy, quienes se encogieron de hombros. Sus rostros habían perdido las expresiones risueñas, pero hasta ellos eran lo bastante profesionales como para no quejarse porque su comandante quisiera viajar en su compañía.
Con Stephen y Jimmy concentrados en admirar el trabajo realizado por Mike en su Lear, Corrine se le acercó.
– Quería hablar contigo.
– Ya has dicho lo mismo con anterioridad -enarcó una ceja-. Y en realidad no era así -ella se apoyó sobre un pie y luego sobre el otro y soltó una risa leve, y él comprendió con cierto asombro que estaba nerviosa. Corrine nunca parecía nerviosa, lo cual despertó su curiosidad-. Habla, entonces -indicó con más ligereza que la que realmente sentía.
– Muy bien. Gracias -dejó la bolsa en el suelo-. Me has estado evitando.
Así era, por una simple cuestión de supervivencia. Pero no pensaba darle la satisfacción de revelárselo. Mike Wright no evitaba a nadie.
– ¿Cómo es posible? Llevamos una semana trabajando codo con codo.
– Sí, hemos trabajado juntos -convino-. Pero no hemos…
Estaba mal fingir que no tenía ni idea de lo que ella hablaba… mal, pero tan satisfactorio…
– ¿Sí? -instó-. No hemos…
– Ya sabes -soltó un suspiro-. Hablado…
Y verla ruborizarse era más que satisfactorio.
– ¿Te refieres a nuestros besos ardientes, húmedos y largos? ¿O a la diversión encendida y húmeda que tuvimos en mi habitación del hotel?
Los ojos de ella se oscurecieron y apretó la boca.
– Fue un error sacar este tema. Lo siento -iba a pasar por delante de él para entrar en la avioneta, pero Mike la detuvo.
– Te has equivocado -manifestó con un susurro áspero-. Porque en realidad no quieres hablar de ello. Lo que deseas es olvidar que alguna vez sucedió. Estás avergonzada…
– No -apoyó una mano en el pecho de él, y ese simple gesto evaporó el enfado que lo dominaba-. No estoy avergonzada. Eso era lo que quería decirte. Lamento haberte hecho creer lo contrario.
Durante un momento, lo dejó ver dentro de ella, más allá de la altivez hacia la mujer que había tenido tan cerca aquella noche. Le produjo un dolor peculiar en el pecho.
– ¿Por qué lo haces? -susurró, incapaz de contenerse de acariciarle el brazo-. ¿Por qué los dejas creer que eres la Reina de Hielo? Sé que no lo eres.
Corrine abrió mucho los ojos; y también la boca, que luego cerró con cuidado.
– ¿Qué? -preguntó.
– Nada -un nudo le atenazó el estómago; ella desconocía cómo la llamaban-. Nada.
– ¿Qué? -repitió Corrine al rato-. ¿Qué has dicho que me llaman?
Aunque logró esconder con sorprendente velocidad el dolor que la embargó, sabía que él era el culpable de causárselo, y no pudo sentirse peor.
– Corrine…
– Olvídalo -irguió los hombros y elevó el mentón-. No es necesario que me sienta insultada cuando es la verdad.
– Espera…
– No. Esta tarde tenemos una reunión y hemos de apresurarnos.
– Sí, pero…
– ¿Vas a pilotar este aparato o no? -soltó, subiendo a bordo. Asintió con gesto seco hacia los otros, sin ninguna señalexterior de que acababan de destrozarla.
¿Has acabado con la última inspección? – le preguntó a Mike cuando ocupó el asiento del piloto.
– Concluida. Corrine…
– No -sentada junto a él en la cabina, como si fuera su sitio, recogió la carpeta de anotaciones y procedió a la comprobación antes del despegue. Él se la quitó.
– Yo lo haré.
Recogió los auriculares de Mike. Se los habría puesto, pero, en su avión, él estaba al mando. También se los quitó.
– ¿Ruta? -pasó las manos sobre los controles.
– Sé cómo llegar -le apartó los dedos del panel de instrumentos.
– Entonces ponte en marcha de una vez -lo miró irritada.
Él ignoró el tono de ese comentario, ya que comprendía que se encontraba herida. Pero con esa actitud desagradable y controladora, estuvo a punto de olvidar lo cálida y generosa que podía ser.
No le gustaba. De hecho, detestaba esa altivez y tomó la decisión de destruirla. Aguardó hasta que se encontraron en el aire y Corrine completamente relajada, perdida en su propio mundo. Estaba enfrascada en una revista de aviación cuando Mike alargó la mano y la apoyó en su rodilla.
Estuvo a punto de salir por el techo debido al brinco que dio.
Mike se mantuvo serio, aunque por dentro eso le había devuelto el buen humor. Comprendía que había encarado mal la situación. La respuesta no radicaba en dejar que ella levantara defensas, sino en volverla loca, y al parecer podía conseguirlo con un simple contacto.
– ¿Podrías pasarme un pañuelo de papel? -preguntó, señalando la caja pequeña que había junto a la cadera derecha de ella. Antes de quitar la mano del muslo, la acarició, solo una vez.
Corrine tembló y se le cayó el pañuelo, luego se sobresaltó cuando al fin pudo entregárselo y sus dedos se tocaron. Mike sonrió, y la mirada de ella se posó en sus labios.
«Bingo», pensó él, complacido. Muy complacido. El resto del viaje la tocó siempre que fue posible, cuando no lo veía nadie más. Incluso logró lamerle el lóbulo de la oreja durante un delicioso segundo.
Creyó que en ese instante ella se volvería loca, pero no dijo ni una palabra. Simplemente lo miró con ojos centelleantes mientras el rubor y la respiración entrecortada la delataban.
Pero como era evidente que estaba furiosa con él, de algún modo fue una victoria vacía.
En Houston las cosas fueron diferentes. Todo el grupo, menos Mike, vivía allí, de modo que cada noche sus integrantes podían regresar al hogar. La NASA había reservado una suite de hotel para él, de manera que no se produjeron más «encuentros» clandestinos camino del cuarto de baño. Corrine los echó de menos.
Cuando llevaban una semana de entrenamiento en el Centro Espacial Johnson, supo que tenía un problema. No era el equipo; todos trabajaban bien juntos. Más que bien, ya que aprovechó a su favor saber que la consideraban la Reina de Hielo. Se dijo que no estaba allí para hacer amigos, sino para dirigir a un grupo.