«Fantástico. Pasados los treinta años descubro una envidia de pene. Patético». Dio media vuelta y casi había llegado a la puerta cuando sintió un contacto en el codo. No necesitaba mirar para saber que se trataba de Mike, no cuando todo el cuerpo le tembló con ese ligero contacto. Se preguntó qué diría si le contara lo que acababa de descubrir acerca de sí misma, que estaba patéticamente celosa de la relación que él mantenía con el resto del equipo, que ella ya no disfrutaba con su soledad.
– Corrine -musitó con voz ronca-. Lo hemos logrado.
– Lo sé -no lo miró. No podía.
Volvió a tocarla. De pie detrás de ella, con la espalda hacia el grupo, nadie podía ver cómo le acariciaba la espalda a la altura de la cintura. Solo con unos dedos, nada más, pero eso la conmocionó hasta lo más hondo.
– Me voy arriba -a la sala de control, donde habría más gente feliz, pero a la que podría controlar-. Quiero ver si…
– Lo hemos logrado, Corrine. Creo que eso se merece un abrazo, ¿tú no? O quizá incluso más. ¿Qué te parece?
Nerviosa, soltó una risa breve.
– Estás loco. No puedo tocarte aquí.
– ¿Por qué no? El resto lo hemos hecho. «¿Me ha leído la mente o soy tan transparente para él?»m -¿Por qué iban a pensar algo raro? – continuó él con tono razonable.
En la mente de Corrine bailaron todo tipo de excusas, pero en el fondo de todas estaba la verdad.
– No son ellos, sino yo. No sé qué me pasa cuando estoy cerca de ti.
– Yo sí. Amenazo tu sentido del control -el pecho ancho le rozó un hombro-. Y tú amenazas el mío. ¿Has pensado alguna vez en ello?
– No -estudió la puerta.
– No va a esfumarse -indicó él-. Sería mejor que lo aceptáramos.
– ¿Te refieres a volver a acostarnos?
– Diablos, sí -afirmó con fervor.
Entonces ella rio, pero como fue un sonido medio histérico, se llevó las manos a la boca.
– Oh, Dios, Mike. No sé qué hacer contigo.
La volvió para que lo mirara y ahondó en sus ojos.
– Sí lo sabes. Sabes exactamente lo que tienes que hacer -al no obtener respuesta, suspiró-. Me estás torturando, ¿lo sabías?
– ¿Yo te torturo a ti?
– Todos estos contactos robados y besos salvajes…
– Entonces para…
– Te miro con el pelo recogido, con la ropa severa que te pones y quiero ver a la otra Corrine. Sin la máscara del trabajo, sin el control helado. Me duele.
– Mike…
– Me duele -repitió-. Me hospedo en el Hyatt. En la suite…
– No -jadeó al tiempo que apoyaba un dedo en los labios de él-. No me lo digas…
– Seiscientos cuarenta y cuatro -acabó a pesar de los dedos. Sonrió-. Otra vez la sexta planta. ¿Puedes creer en la ironía? Espero que sea una señal de suerte.
Ella gimió y cerró los ojos.
– No quería saberlo.
– Sí que querías.
«Sí», convino mentalmente.
Como si el destino se burlara de ella, el día concluyó temprano, dejándole dos opciones. Podía irse a casa a ver qué se preparaba para cenar. O podía alquilar una cinta de vídeo, algo que llevaba meses deseando hacer.
Se quedó mirando el edificio donde estaba su apartamento. No había ido al supermercado; debería conformarse con unos cereales y la televisión por compañía. Concluyó que era poco atractivo.
Pero era culpa suya estar tan enfrascada en el trabajo como para haber perdido la vida privada. Podía ir a ver a sus padres, quienes la recibirían con los brazos abiertos. Pero a pesar de lo mucho que los quería, tampoco la atraía en ese momento. Lo que de verdad la atraía era ir al Hyatt a ver qué quería Mike. Aunque ya lo sabía, y muy bien. Era lo mismo que quería ella.
«¿Y luego, qué?», se preguntó. ¿Desaparecería la necesidad casi desesperada que tenía de él?
Diciéndose que sí, que tenía que desaparecer, porque de lo contrario no podría soportarlo, subió a cambiarse, para bajar de inmediato y dirigirse hacia el hotel.
La llamada a la puerta sobresaltó a Mike. El corazón comenzó a palpitarle con fuerza, y aunque se dijo que podía tratarse de cualquiera, fue a abrir con aliento contenido, con la esperanza…
Se encontró con los ojos de Corrine y en ellos vio reflejado todo lo que él sentía: necesidad, cautela e incluso temor.
– No sé qué le está pasando a mi vida perfectamente planificada -comenzó ella desconcertada. -No me concentro, no puedo pensar, no puedo hacer nada salvo soñar despierta contigo, y… -se irguió y le apuntó con un dedo-… todo es por tu culpa.
– Es gracioso.
– No tiene nada de gracioso.
– Es gracioso porque a mí me sucede lo mismo -explicó-. Y estaba convencido de que era culpa tuya.
Ella soltó una risa incrédula.
– Sí, claro. Tienes el mismo problema.
– No duermo, no como -entrecerró los ojos cuando ella volvió a reír-. Ahora te estás riendo.
– Sí, porque no tienes ninguna dificultad en concentrarte y pensar. Lo sé porque te he estado observando. Se te ve sereno y compuesto, y he de decirte, Mike, que eso empieza a molestarme.
Fue el turno de él de reír. Y de acercarla para tomarle la boca y pegarle el cuerpo al suyo, porque iba a tenerla otra vez, debía tenerla, y en ese instante. A juzgar por el sonido hambriento que salió de la garganta de ella, Corrine sentía lo mismo.
Ahondó el beso y ella respondió con igual deseo. Les provocaba un éxtasis mayor que lo que habían conseguido ese día en el trabajo. Metió los dedos en el cabello de Corrine y lo liberó de la pinza que lo mantenía cautivo. Ella plantó una mano sobre la nuca de él para mantenerlo prisionero del beso del que él no quería escapar. Gravitaban hacia algo caliente y fuera de control, con manos y cuerpos, cuando Corrine se apartó para respirar. Él la imitó y ella se mordió el labio inferior.
Cuando Mike llevó los dedos hacia la cremallera del jersey de Corrine, ella apoyó la mano sobre la suya. Casi sin poder ver a través de la bruma sexual creada por ella, Mike movió la cabeza.
– ¿Ya paramos?
La respiración de Corrine era tan irregular como la voz tensa de él; los ojos, vidriosos; la boca, plena y húmeda. Le encantó que no pareciera una comandante de una misión espacial.
– Estamos ante la puerta abierta, Mike.
– Lo había olvidado. Bien podrían haber estado en la luna. ¿Lo ves? Ahí tienes la prueba concreta de que contigo pierdo la cabeza -la hizo entrar, deteniéndose para cerrar la puerta antes de conducirla hacia la cama gigante.
Ella se detuvo con la vista clavada en la colcha.
– ¿Vamos a cometer otro error?
«Diablos, sí», pero no iba a reconocerlo en ese momento, de modo que le dio la vuelta y volvió a besarla hasta que casi no fue capaz de recordar su propio nombre y supo que a ella le sucedía lo mismo. Solo entonces fue otra vez en busca del premio: la cremallera del jersey ceñido que llevaba puesto. Con los nudillos rozó piel al bajarla lentamente, y descubrió que su sexy comandante no tenía nada debajo. Se inclinó y plantó la boca sobre el cuello de Corrine, quien cerró los ojos mientras él la mordisqueaba y succionaba.
– Mike… espera.
Probó la piel suave y blanca.
Ella gimió.
– ¿Ahora? -preguntó él esperanzado, sin dejar de bajar la cremallera.
– No lo sé -le sacó la camiseta de la cintura de los vaqueros y se la quitó por la cabeza. Luego miró fijamente su torso-. ¿Por qué estás tan perfectamente hecho? – preguntó en serio, pasando los dedos por los músculos que se contrajeron ante el contacto.
– Dios diseñó al hombre de esta manera para que, a pesar de nuestra estupidez, las mujeres no se nos pudieran resistir. ¿Funciona?
– Sin ninguna duda -asintió despacio.
– Lamento causarte problemas en el trabajo, Corrine. No es mi intención.
– Lo sé -contempló su cuerpo con lo que parecía una excitación desconcertada.